Выбрать главу

Se sentó en uno de los sillones de piel y esperó, como le había indicado Cassie, la ayudante personal del Padre. Debería estar nervioso porque le hubieran pedido que fuera allí. O, mejor dicho, porque le hubieran convocado. Eso era lo que había dicho Darren al ir a buscarlo. Tenía que ser lo que había dicho el Padre. Era improbable que al idiota de Darren se le hubiera ocurrido una palabra semejante.

Oía la voz del Padre en la habitación de al lado, el despacho. No se oía ninguna otra voz, aunque era evidente que el Padre estaba hablando con alguien. Debía de estar hablando por teléfono. Otra sorpresa. Tenía que ser un teléfono móvil, porque no había tendido telefónico en el complejo.

– No me gusta cómo están saliendo las cosas, Stephen -estaba diciendo el Padre.

Sí, tenía que estar al teléfono, porque Justin no oía la respuesta de Stephen.

– ¿Cómo ha podido ocurrir? -preguntó el Padre con impaciencia. No esperó respuesta-. Esta vez ha cometido un grave error.

Justin se preguntó quién la había cagado. Luego oyó que el Padre decía:

– No, no. Ya me he ocupado de Brandon. No te preocupes por él. No volverá a cometer el mismo error.

¿Brandon? Así que era el chico de oro quien la había jodido. Justin sonrió y luego se contuvo. Podía haber cámaras.

Intentó estarse quieto, pero los ojos se le iban por la asombrosa habitación. Un despacho, un dormitorio, un enorme cuarto de estar. Sabía que el Padre tenía hasta cuarto de baño. Se preguntaba si hasta tenía un puto baño de burbujas y… Vaya, joder. No se le había ocurrido antes. Seguramente hasta tenía papel higiénico. No papel de periódico, sino papel blanco, suave y esponjoso. Y seguro que sus duchas no duraban dos minutos. Al pensarlo se pasó los dedos por el pelo. Por lo menos, esa mañana había podido quitarse todo el champú antes de que se acabara el agua. Quizá por fin le estaba pillando el tranquillo a la ducha. Pero nunca se acostumbraría a cepillarse los dientes sin agua. El sabor a antiséptico de aquella pasta sin marca se le quedaba en la boca todo el día.

– Justin -el Padre entró en la habitación sin hacer ruido. No se oyeron pisadas, ni advertencia alguna. Llevaba un jersey negro de cuello alto y unos pantalones oscuros que parecían recién planchados.

Justin se sobresaltó al oír su voz, y se levantó automáticamente, preguntándose si le haría sentarse en el suelo. ¿No le había dicho Alice que la cabeza del Padre tenía que quedar por encima de todas las demás? ¿O eso no contaba cuando no había nadie alrededor? ¡Mierda! Ojalá hubiera hablado con Alice antes de venir.

– Siéntate -dijo el Padre, y le señaló el sillón-.Tenía ganas de hablar contigo desde el sábado por la noche -se sentó en el sillón de enfrente.

Justin observó la cara del reverendo, buscando signos de ira o ese ceño que tan bien dominaba y que podía dejar petrificados a los nombres e incluso volver estériles a las mujeres. ¿Quién sabía qué poderes tenía aquel tipo? Pero el semblante del Padre parecía tranquilo y serio, aunque amigable.

– Sé que estarás confuso por lo que creíste ver en el autobús, cuando volvíamos, el sábado por la noche.

¡Mierda! El tío quería que hablaran de ello. Justin se rebulló, y el sillón de cuero chirrió.

– Estaba medio dormido -balbució.

– Sí, puede que sí. Quizá por eso malinterpretaste lo que viste -el Padre se recostó en el sillón y cruzó las piernas apoyando el tobillo derecho sobre la rodilla izquierda; parecía estar a sus anchas, pero en pleno dominio de la situación-. ¿Sabes, Justin?, debo poner constantemente a prueba a mis seguidores. Uno solo de entre nosotros podría destruirnos a todos -Justin asintió con la cabeza, fingiendo que entendía toda aquella mierda-. No me gusta hacerlo, y seguramente mis pruebas parecen extrañas a quienes no comprenden del todo. Pero nadie puede quedar excluido. Nadie, ni siquiera la dulce y querida Alice. -Cruzó las manos como si intentara decidir si debía o no proseguir-. Hay cosas que no sabes de Alice. Cosas que nadie sabe.

Justin tenía que admitir que no sabía gran cosa sobre el pasado de Alice. Ella nunca hablaba de su vida anterior, ni mencionaba a su familia, aunque siempre intentaba sonsacarlo a él sobre la suya. Justin había tenido que insistir durante días para que le dijera por fin que tenía veinte años, tres más que él. Ahora que lo pensaba, ni siquiera sabía de dónde era.

– Alice era una chica muy problemática cuando llegó aquí. Sus padres la habían echado de casa. No tenía dónde ir. Yo me interesé por ella porque sabía que había bondad encerrada en su interior, esperando salir. Pero hay cosas que hizo que… En fin, sólo te diré, Justin, que estaba acostumbrada a obtener cuanto quería a cambio de favores sexuales.

Justin sintió un nudo en el estómago. Los ojos del Padre lo escudriñaron para asegurarse de que lo había entendido.

– Sé que cuesta creerlo -el Padre pareció satisfecho con lo que vio y se recostó de nuevo, sacudiendo la cabeza como si a él también le costara creerlo-. Sí, viendo lo mucho que ha progresado, cuesta creer que fuera tan zorra.

Justin se refrenó para no hacer una mueca al oír aquella palabra. Parpadeó y tragó saliva con dificultad. Se le había quedado la boca seca y de pronto le parecía que hacía mucho calor en la habitación. Recordó el jersey rosa que llevaba Alice el sábado y lo inapropiado que le había parecido. Luego recordó que ella había sacudido la cabeza, diciéndole que no, mientras el Padre le metía mano. Pero tenía también en el rostro una expresión angustiada. Una mirada de miedo. ¿Eran imaginaciones suyas? ¿O es que Alice tenía miedo de fracasar si el Padre la ponía a prueba? ¡Joder!

– Ahora comprenderás de qué modo debo poner a prueba a Alice. Es muy importante cerciorarse de que ha dejado atrás ese estilo de vida, de que no va a tentar a otros miembros de la Iglesia. Debe comprender que tiene mucho más que ofrecer. Por eso la pongo al frente del reclutamiento, para que se sienta satisfecha por utilizar sus otros talentos y no sólo su cuerpo.

Justin no sabía qué decir. El Padre lo observaba, expectante, pero ¿qué respuesta esperaba?

– No debes hablar de esto jamás, Justin. Lo que te he dicho no debe salir de esta habitación. ¿Entendido?

– Claro. No se lo diré a nadie.

– Ni siquiera a Alice. La destrozaría enterarse de que alguien lo sabe. ¿Puedo confiar en ti, Justin?

– Sí, claro. Quiero decir que… Sí, puede confiar en mí.

– Bien -sonrió el reverendo. Justin no recordaba que le hubiera sonreído nunca. De pronto se sintió muy bien-. Sabía que eras de fiar. Eres un buen chico, igual que tu hermano -se echó hacia delante, muy serio-. Supe que eras especial, Justin, cuando sobreviviste a mi prueba.

Justin lo miró fijamente, intentando averiguar si sabía que en realidad había pasado aquellos días con unos excursionistas. Pero el Padre estaba muy serio; sus ojos eran cálidos y amistosos.

– No debes repetir jamás esto, Justin, ni siquiera a tu hermano, pero supe desde el día que llegaste al complejo que te había enviado Dios.

– ¿A mí?

– Sí. Tú no eres como los demás. Tú ves cosas, sabes cosas. No te dejas engañar fácilmente.

Tal vez de veras pudiera leer la mente. Justin tragó saliva y asintió.

– Dios te ha mandado para formar parte integrante de esta misión, Justin. Te ha enviado a mí como favor especial. Eres una bendición.

Justin no sabía qué decir. Pero no podía evitar sentirse… Sentirse especial, joder. Nunca había oído al Padre decirle algo así a nadie.

– Por eso quiero que te unas a las filas de mis guerreros. Tengo la sensación de que serás un guerrero muy especial -se inclinó un poco más hacia él y bajó la voz-. Necesito tu ayuda, Justin. Hay personas que quieren destruirme. Incluso aquí, en nuestras filas. ¿Estás dispuesto a ayudarme?