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El teléfono sonó de pronto, y O'Dell lo levantó.

– O'Dell.

Tully fingió seguir leyendo en la pantalla del ordenador para no mirar a Patterson.

– ¿Qué te hace pensar eso? -preguntó O'Dell, y esperó. Fuera quien fuese quien la llamaba, no se extendió mucho en explicaciones. O'Dell frunció el ceño y dijo-. Está bien, voy para allá.

Colgó el teléfono.

– Era Racine -dijo, y giró la silla para volver a mirar la pantalla-.Voy a sacar unas copias de esto -le dijo a Tully al tiempo que pulsaba el icono de impresión; esperó a que la impresora se pusiera en marcha, traqueteando, y luego comenzó a cerrar la página de internet-. Cree que tengo que ir a ver una cosa.

Dijo cree con tanto énfasis que Tully se sintió impelido a preguntarle otra vez.

– ¿Qué pasa entre Racine y tú?

– Ya te lo dije. No me fío de ella.

– No. Me dijiste que no te caía bien.

– Es lo mismo -repuso ella y, sacando dos copias de la bandeja de la impresora, le dio una a Tully y se guardó otra para ella-. ¿Podrías comprobar si éste es nuestro Joseph Everett antes de irte?

– Claro. Si le condenaron por violación, será fácil seguirle la pista.

– Por desgracia, esto es todo lo que tenemos -ella levantó su copia-. No habrá más documentos. La chica retiró la denuncia -se puso la chaqueta, y luego se detuvo y los miró-. Everett ya debía dar miedo entonces.

Capítulo 39

Sabía que no debía tomar el brebaje entre muerte y muerte. Si se usaba en exceso por simple placer, sus efectos podían mitigarse. Pero necesitaba tomar algo para tranquilizarse, para combatir la ira y el miedo. No, miedo no. A él no podían asustarlo. No lo permitiría. Estaban dispuestos a detenerlo, a impedirle llevar a cabo su misión, pero no podría consentir que lo atraparan. Era muy fuerte. Sólo necesitaba recordar que lo era. Eso era todo. Un simple recordatorio.

Se recostó y esperó. Sabía que podía confiar en los efectos del exótico brebaje, en sus poderes curativos, en su energía secreta. Ya estaba usando el doble de la dosis original. Pero, de momento, nada de eso importaba. De momento, sólo quería quedarse allí sentado, tranquilamente, y disfrutar del psicodélico espectáculo de luces que sobrevenía después. Sí. Después del arrebato de fuerza, de la oleada de adrenalina, llegaba el espectáculo de luces. Relampagueaba tras sus párpados y zumbaba en su cabeza. Los destellos parecían ángeles diminutos en forma de estrellas que saltaban de un lado de la habitación al otro. Era precioso.

Asió el libro y acarició su suave cuero. El libro. ¿Cómo habría podido hacer todo aquello sin él? Era el libro el que le inspiraba el ardor, la pasión, la ira, el deseo, la razón Y también el que le justificaba.

Respiró hondo y cerró los ojos para disfrutar de la dulce y serena ola que atravesaba su cuerpo. Sí, ya estaba preparado para dar el siguiente paso.

Capítulo 40

La luna asomaba sobre la línea del horizonte de la ciudad de Washington cuando Maggie detuvo su Toyota en el aparcamiento vacío. Distinguió la cinta policial amarilla que, agitada por el viento, impedía el paso al viaducto. Varios agentes se paseaban por allí, a la espera, pero no había ni rastro de Racine. La furgoneta del laboratorio de criminología pasó a su lado mientras Maggie acababa de comerse la cena, una hamburguesa con patatas fritas que había comprado de camino en un McDonald's. Salió del coche y se sacudió la sal del jersey de punto; luego cambió la chaqueta del traje por la parka azul marino del FBI.

Buscó a tientas bajo el asiento delantero, sacó un par de botas de goma y se las puso encima de los zapatos de piel. Por costumbre, hizo amago de agarrar también el maletín de utensilios forenses, pero se detuvo. La furgoneta del forense estaba ya aparcada junto al muro de cemento, cerca de la entrada del viaducto. No tenía sentido tocarle las narices a Stan más de lo que ya lo había hecho.

Sin embargo, mientras se dirigía al lugar del crimen, vio sin sorpresa que no era Stan, sino Wayne Prashard quien aparecía en la entrada del viaducto. Seguramente Stan ya había tenido suficientes llamadas a deshora en una sola semana. Pero, además, no iba a molestarse en ir hasta allí por una indigente. Maggie ignoraba por qué se había empeñado Racine en que fuera ella. Esperaba que no se tratara de una especie de trampa. Quién sabía qué podía estar tramando Racine.

Prashard la saludó con una inclinación de cabeza mientras abría el portón de la furgoneta.

– No me deja tocar nada hasta que eches un vistazo.

– Yo también me alegro de verte, Wayne.

– Perdona -él esbozó una sonrisa y su cara de bulldog se plegó en mil cordiales arrugas-. Es que a veces es un coñazo, ¿sabes lo que quiero decir?

Sí, sabía exactamente lo que quería decir, pero se limitó a sonreír. Pero Prashard no había acabado.

– Antes no era así.

– ¿En serio? -Maggie no lograba imaginarse a Racine de otro modo.

– Ahora lo único que le importa es que todo el mundo sepa que está al mando. Pero antes de que la nombraran detective era bastante agradable -dijo mientras sacaba una bolsa para cadáveres de la furgoneta-. Quizá demasiado, ya me entiendes -miró a Maggie y le guiñó un ojo.

Ella ignoró su invitación a despellejar a la detective. Tal vez no le gustara Racine, pero nunca se había rebajado a criticar gratuitamente a otros agentes de la ley. Y no iba a empezar ahora. Prashard parecía tener una o dos historias que contarle. Pero ella se dio la vuelta.

– No sé -dijo-. No conocía a Racine antes de que la nombraran detective -y, con esas, se alejó.

Mientras caminaba hacia la entrada inspeccionó la zona, consciente del ruido del tráfico allá arriba y del destello de los focos entre los altísimos guardarraíles. Un olor a gasoil emanaba de la estación de autobuses del otro lado del pequeño aparcamiento vacío, donde los motores se dejaban en marcha y varios mecánicos pululaban alrededor de los autobuses Greyhound. Cerca de media docena de autobuses desvencijados flanqueaban la valla de alambre, impidiendo ver la entrada del viaducto. Salvo donde trabajaban los mecánicos, el lugar estaba mal iluminado. Era oscuro y ruidoso, pero parecía desierto, y Maggie se preguntó a qué podía ir alguien allí voluntariamente. No obstante, el arco de cemento -más bien un túnel que un arco- procuraba abrigo del viento, y tal vez incluso cierto calor. Era comprensible que pudiera ser un lugar atractivo para alguien que buscara dónde instalar su casa de cartón. Y también para alguien que buscara una víctima.

– ¡Ah, estupendo! Ya estás aquí -Racine apareció y levantó la cinta policial para que Maggie pasara por debajo.

Maggie notó el olor del cuerpo en cuanto entró en el túnel. Racine, que iba delante, sorteó cuidadosamente a dos técnicos del laboratorio de criminología. Uno de ellos se arrastraba por la rejilla con una linterna, un cepillo y bolsas de plástico, mientras el otro colocaba varios focos.

En la otra entrada, apoyada contra la fría pared de cemento, había sentada una mujer desnuda, gris y macilenta a la luz inclemente de un foco. Tenía muy abiertos los ojos, cuyas comisuras rebosaban ya cúmulos de blancas larvas. Su cabeza caía hacia un lado y dejaba al descubierto varias marcas de ligadura en el cuello. Su cara, sucia y manchada, estaba hinchada, y su boca tapada con cinta aislante. Tenía las manos cruzadas sobre el regazo y las muñecas hacia arriba, como si mostrara los verdugones que le habían dejado las esposas. Maggie notó que tenía limpia la parte interior de los codos y que no había en sus brazos rastro alguno de pinchazos. No la habían atraído hasta allí con la promesa de una dosis. No había cajas de cartón, ni carrito de la compra, ni ninguna otra pertenencia personal, aparte de los andrajos, cuidadosamente doblados, amontonados a unos metros del cuerpo.