– ¿Y usted, agente Tully?
– Un café normal, gracias -dijo él, casi gruñendo. Gwen lo vio apoyarse contra la pared del fondo del ascensor, con los ojos fijos en los números de encima de la puerta. ¿Qué le pasaba al amable Boy Scout?
Gwen hizo lo mismo, miró cómo se iban iluminando los números, uno en cada piso, y de pronto se sintió incómoda por la tensión que parecía latir entre los dos hombres y de la que, por alguna razón, se sentía responsable.
– ¿Qué tal está Maggie? -preguntó Morrelli sin apartar los ojos de los números de encima de la puerta.
– Bien -Gwen esperó a que le preguntara algo más, pero él no dijo nada. Tal vez le incomodara preguntarle por Maggie delante del agente Tully. Miró a Tully y se preguntó si sabía lo de Nick y Maggie. Aunque ¿qué había que saber, en realidad, puesto que ni siquiera la propia Maggie parecía saber qué hacer con el apuesto ayudante del fiscal del distrito?
Nick vivía en Boston y Maggie en Newburgh Heights, Virginia, así que no tenían oportunidad de pasar mucho tiempo juntos. Hacía meses que no se veían. Meses que Maggie ni siquiera hablaba de él. Aun sabiendo que se le había asignado aquel caso y que Gwen iba a verlo, Maggie apenas se había dado por aludida. No le había dado a Gwen ningún mensaje para él.
Gwen sabía que el divorcio de Maggie se estaba alargando, y que su amiga no quería que lo suyo con Nick progresara de momento. O, como ella decía, «se embrollara». Pero había algo más, algo que su amiga se callaba. ¿Por qué seguía adoptando aquella actitud? La intimidad con otras personas le causaba verdaderos problemas, pero se negaba a admitirlo. Por el contrario, decía que sólo era desapego profesional y utilizaba su carrera como excusa para mantener a todo el mundo a distancia.
– Sólo ha tenido una visita desde que está aquí -les estaba diciendo Nick, y Gwen se obligó a concentrarse en el motivo de su viaje-. Se ha negado a hablar con el abogado de oficio y ni siquiera ha llamado por teléfono.
– ¿Quién le visitó? -preguntó Tully.
– No estoy seguro. El fiscal Richardson está llevando personalmente el caso. Yo no he intervenido hasta ahora, así que no conozco todos los detalles. Creo que el chico, el que lo visitó, dijo ser un amigo de la universidad.
Las puertas del ascensor se abrieron y Nick las sujetó de nuevo para que pasara Gwen. Tully se rezagó un momento, apoyado en el rincón del ascensor, y luego echó a andar tras ellos, a cierta distancia, mientras Nick los conducía por un corredor lleno de gente. Gwen odiaba aquellos juegos territoriales que se traían entre ellos los hombres; sobre todo, en presencia de una mujer. De no haber estado ella allí, seguramente se habrían puesto a hablar de fútbol y habrían fingido ser grandes amigos.
– ¿Cómo sabía que estaba aquí? -preguntó Tully, que se había puesto a su lado.
– ¿Cómo dice?
– ¿Cómo sabía ese amigo de la universidad que Pratt estaba aquí, si no ha llamado a nadie?
Nick aminoró el paso y miró a Tully por encima del hombro. Gwen comprendió por su expresión que desearía haber tenido más tiempo para informarse sobre los pormenores del caso. Sintió el impulso de salir en su defensa y, al mismo tiempo, se preguntó si Tully intentaba alguna vez causar buena impresión cuando acababa de conocer a alguien.
– Buena pregunta. Puedo averiguarlo, si quiere -dijo por fin Nick-. Ya estamos aquí -señaló la puerta del final del pasillo.
Esta vez, Tully, que estaba a la derecha, asió el picaporte antes que Nick y les abrió la puerta. Gwen se refrenó para no levantar los ojos al cielo. Seguramente, sólo conseguiría darle alas.
– Está listo para verles -explicó Nick-. Pero si quieren tomarse un tiempo para relajarse…
– No -dijo Gwen-.Vamos allá.
Nick les condujo por otro pasillo, hasta una puerta donde esperaba un guardia uniformado.
– El agente Tully y yo estaremos observándola desde la habitación de al lado -dijo Nick, señalando otra puerta-. Burt estará fuera, así que, si empieza a sentirse incómoda o quiere parar y salir, sólo tiene que decirlo, ¿de acuerdo?
– Gracias, Nick -Gwen le sonrió con la esperanza de aliviar su preocupación-. Conozco el paño, así que no te preocupes. Estaré bien.
Conocía el paño, en efecto. Había entrevistado a numerosos criminales más rudos y crueles que aquel chico. Se quitó su gabardina, se desabrochó el reloj, se despojó de los pendientes y las perlas, guardó las joyas en su bolso y luego le entregó la gabardina y el bolso a Nick. Revisó la chaqueta de su traje y se quitó de la solapa un alfiler de oro que representaba una paloma. Nick abrió su bolso y ella guardó cuidadosamente el broche en su interior.
Tras inspeccionar su falda, sus zapatos y sus botones para asegurarse de que no llevaba nada con punta ni filo, se agachó sobre su bolsa de viaje y sacó un cuaderno amarillo, sin espiral de alambre, y un sencillo lápiz del número dos. Sabía por experiencia que el más inofensivo bolígrafo podía desarmarse en cuestión de segundos y que su interior podía usarse para abrir la cerradura de las mejores esposas.
Preparada al fin, respiró hondo y le indicó a Burt con una inclinación de cabeza que abriera la puerta. Sí, conocía el paño. No debía mostrar ningún signo de debilidad. Debía hacerle comprender inmediatamente que no se dejaría intimidar por sus fanfarronadas, sus comentarios groseros o sus miradas lujuriosas. Sin embargo, cuando el joven sentado al otro lado de la mesa de madera levantó la mirada, vio algo en su semblante que amenazó con desmadejar su calma más que cualquier gesto obsceno o cualquier silbido lascivo. Lo que vio en los ojos de Eric Pratt era miedo puro. Y ese miedo parecía ir dirigido a ella.
Capítulo 43
Sede del FBI
Washington D. C.
Maggie esparció los archivos sobre la repisa que Keith Ganza había despejado, haciendo a un lado sofisticados microscopios e hileras de tintineantes tubos de ensayo vacíos.
– ¿Esperamos a la detective Racine? -preguntó Ganza mirando su reloj.
– Sabía a qué hora íbamos a empezar -Maggie procuró que la impaciencia no aflorara a su voz. Justo cuando empezaba a recibir una impresión favorable de Racine, la detective hacía otra vez algo que la sacaba de sus casillas-. El único caso semejante que he encontrado en el PDCV -prosiguió-, es el de una chica cuyo cadáver apareció en el lago Falls, al norte de Raleigh. La encontraron hace unos diez días -sacó las fotos escaneadas que se había bajado de internar-. Tenía veintidós años y estudiaba en la universidad de Wake Forest.
– ¿Ahogada? -Ganza se inclinó sobre su hombro-. ¿Cuánto tiempo llevaba en el agua?
– El informe del forense dice que varios días -le mostró una copia enviada por fax-. Pero ya sabes que, en casos de ahogamiento, es muy difícil establecer la hora de la muerte.
– No tiene pinta de ser nuestro hombre. ¿Cuál es la relación que establece el PDCV?
– Hay en realidad un par de cosas. La chica tenía la boca cerrada con cinta aislante y un trozo de papel metido en la garganta. Tenía marcas de esposas en las muñecas y varias marcas de ligadura en el cuello -sacó más fotografías escaneadas, primeros planos de un cuello amoratado y unas muñecas magulladas.
– ¿Tenía aplastado el hioides?
Maggie pasó el dedo por el informe del forense hasta que encontró la anotación.
– Sí. Y mira esta foto. No sólo hay marcas de cuerda. A ese tipo le gusta usar las manos cuando está listo para matar.
Ganza levantó una fotografía de cuerpo entero.
– Parece que el livor mortis se concentró en el trasero. Puede que estuviera sentada cuando murió. Pero tendría que haber estado sentada durante horas antes de que la arrojaran al agua. Pero ¿por qué tirarla al agua? A nuestro hombre le gusta exhibir a sus víctimas.