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– Puede que no la tirara él -dijo Maggie-. El sheriff del condado de Wake me ha dicho que tuvieron inundaciones en esa zona hace un par de semanas. El lago se desbordó.

– Está bastante limpia. ¿No se encontró ninguna muestra de ADN? ¿Ni siquiera en las uñas?

– No, nada. El agua se lo había llevado todo.

– Tengo los resultados preliminares de los análisis de ADN de la hija de Brier -dijo Ganza mientras revisaba los documentos que había extendido Maggie.

– ¿Y?

– Había ADN de otra persona bajo sus uñas, pero no encaja con el del semen -Ganza no parecía sorprendido. Maggie tampoco. Aunque el senador Brier no lo creyera, todas las pruebas apuntaban a que Virginia Brier había mantenido relaciones sexuales consentidas la noche de su muerte.

– También había huellas en el bolso de la chica. Vamos a compararlas con las que tenemos en el AFIS -prosiguió Ganza-. Pero con esa costumbre que tenéis las chicas de compartir vuestras pertenencias personales, puede que no saquemos nada en claro.

– Qué sabrás tú de chicas, Ganza. Yo no comparto mis cosas con nadie, y menos aún algo tan personal como un bolso.

– Qué sabrás tú de chicas, O'Dell. ¿Cuándo fue la última vez que llevaste bolso?

– Vale, tienes razón -Maggie notó que se sonrojaba, sorprendida porque Ganza se hubiera fijado en aquel detalle. Sí, odiaba admitirlo, pero era cierto que nunca había sido la típica chica, y, al parecer, tampoco era la típica mujer. Aun así, resultaba embarazoso que aquel carcamal desaliñado y castigado por el tiempo supiera más que ella de mujeres y accesorios femeninos.

– Una cosa más -Ganza se acercó al armario metálico que había en un rincón y sacó una bolsa de pruebas. Maggie vio que contenía un portaobjetos con un trozo de celo transparente pegado. Era el que Stan y ella habían usado para recoger los residuos del cuello de Ginny Brier-. Aguanta esto un momento -le dijo y, acercándose a la puerta, echó mano del interruptor de la luz-. Ahora, ten en cuenta que la cuerda, el alambre o el cable que está usando ese tío tiene que estar cubierto con esto, ¿de acuerdo?

Apagó la luz y la sustancia brillante del portaobjetos empezó a refulgir en la oscuridad.

– ¿Qué demonios es eso?

– Si supiéramos de dónde procede, tal vez pudiéramos descubrir algo sobre ese tipo. Ganza volvió a dar la luz.

– ¿Y si fuera algo que se utiliza en un espectáculo de magia o en una función teatral? -preguntó Maggie-. Tal vez en una tienda de disfraces puedan decirnos qué es.

– Podría ser. Pero me pregunto si lo usa porque le gusta o porque es lo que tiene más a mano.

– Yo creo que es porque le gusta -Maggie volvió a levantar el portaobjetos-. Ese tipo quiere llamar la atención. Le gusta la escenificación.

Cuando volvió a mirar a Ganza, éste estaba revolviendo otra vez los documentos. Señaló la copia de fax del trozo de papel arrugado encontrado en la boca de la chica del lago.

– Ni carné, ni cápsula de cianuro, ni monedas. ¿Qué era eso?

A pesar de las arrugas y los pliegues, parecía una especie de horario con una lista de fechas y ciudades. Maggie se sacó otro trozo de papel del bolsillo de la chaqueta.

– ¿Reconoces esto? -preguntó mientras desdoblaba una copia del panfleto de la Iglesia de la Libertad Espiritual, el que Tully había encontrado tras el mitin del reverendo Everett el sábado por la noche. En el interior había una lista de fechas y ciudades en la que figuraban los encuentros de la organización previstos para ese otoño-. Mira el primero de noviembre. La concentración de esa semana era en la zona recreativa del lago Falls, en Raleigh, Carolina del Norte. No me digas que es una coincidencia, porque ya sabes…

– Sí, sí, ya sé. Tú no crees en las coincidencias. Pero ¿cómo encaja la indigente en todo esto? Por allí no hubo ninguna concentración religiosa. Y, si Prashard no se equívoca, también fue asesinada el sábado por la noche.

– Eso aún no lo tengo claro.

– Maggie, sabes perfectamente que todo esto significa que alguien quiere que relacionemos a Everett con los asesinatos. Lo de la hija del senador Brier parecía una venganza por las muertes de esos chicos de la cabaña. Pero el resto… La chica del lago, la indigente… -Ganza agitó una mano sobre las fotografías, los faxes y los informes esparcidos sobre la encimera-. Todo esto significa que alguien quiere implicar a Everett. Pero no que Everett esté implicado.

– Claro que está implicado -dijo Maggie, y le sorprendió el matiz de rabia que notó en su propia voz-. No sé cómo ni por qué, pero mi instinto me dice que el buen reverendo Joseph Everett es el responsable de todo esto. Aunque puede que no el responsable directo.

– O puede que incluso el responsable directo -dijo Racine, que acababa de aparecer en la puerta. Tenía el pelo revuelto, y la cara colorada, y parecía un poco sofocada. Entró y levantó un ejemplar del National Enquirer. La fotografía de la portada mostraba al reverendo Everett tomando de las manos a Ginny Brier. Racine recitó el titular sin mirar el periódico-. Momentos antes de su muerte, la hija del senador asistió a una concentración religiosa. La fotografía es de nuestro querido amigo Benjamín Garrison.

– ¿Garrison? -Maggie no se sorprendió. Aunque sólo le había visto un instante en el monumento el domingo por la mañana, Garrison le había dado mala espina-. Está bien, así que Everett conocía a Ginny Brier. Eso no es una prueba incriminatoria. Y tampoco aclara gran cosa. Ya sabíamos que Ginny estuvo en la concentración. Así que, ¿por qué estás tan acalorada, Racine?

– Oh, aún hay más -Racine pasó las páginas del periódico bruscamente, casi arrancándolas, y lo dobló por el pliegue antes de darle la vuelta. Maggie y Ganza se acercaron para echar un vistazo.

– Hijo de puta -masculló Ganza.

– Debí imaginar que no podía fiarme de ese cabrón -dijo Racine entre dientes.

Maggie no podía creerlo. La página estaba llena de fotografías de la escena del crimen, fotografías en las que se veía el cadáver de Ginny Brier con recuadros negros colocados estratégicamente sobre las partes pudendas. Nada, sin embargo, ocultaba la espantosa brutalidad del conjunto. Nada cubría aquellos ojos horrorizados, congelados en el tiempo, abiertos como platos.

Capítulo 44

Eric Pratt oía los chasquidos de sus uñas al meterlas en los resquicios de las esposas, costumbre que había adquirido recientemente y cuya única utilidad consistía en impedir que se clavara las uñas en la carne.

Debía alegrarse de que el guardia le hubiera dejado las manos juntas, en lugar de sujetárselas a ambos lados de la cintura. Sabía que sus captores habían malinterpretado su buen comportamiento; quizás incluso le consideraban inofensivo. Aunque no del todo. Sacudió los grilletes que llevaba en los tobillos para recordarse que seguían ahí, y se rebulló en la silla. Tenía que dejar de moverse. ¿Por qué no podía estarse quieto?

Nada más entrar la mujer en la habitación, Eric había sentido que un sudor gélido se apoderaba de él. La mujer decía ser doctora, pero a él no le engañaba. Era menuda, elegante, de la edad de su madre, pero muy atractiva. Se movía con aplomo y agilidad, a pesar de que llevaba unos tacones muy altos. Eric se descubrió mirándole las piernas cuando las cruzó para ponerse cómoda en la silla plegable de acero. Tenía unas pantorrillas tersas y firmes, y, por lo que alcanzaba a ver de sus muslos, no se parecía en nada a su madre.

Le estaba explicando qué hacía allí. Eric le miraba la boca, pero no necesitaba escucharla. Sabía exactamente a qué había ido. Lo había adivinado en cuanto ella atravesó la puerta.