Era la mujer ataviada de sol. Su pelo, rubio rojizo, la delataba. Circundaba su cara como los rayos del sol. Tenía, naturalmente, unos ojos verdes y cálidos y unos modales parsimoniosos y cautivadores, una voz educada e hipnótica y un cuerpo voluptuoso y tentador. Esta vez, el padre Joseph se había superado. Había enviado una visión salida directamente del Apocalipsis de Juan. ¿De veras creía que no iba a reconocerla?
El sudor le corría por la espalda. La voz de la mujer le zumbaba en los oídos; sus palabras, mezcladas, componían una suave melodía. La canción mortal de Satán, bella e hipnótica. No podía permitir que lo hechizara. No dejaría que lo atrajera y lo paralizara. Pero ella lo hacía bien. Era muy lista, con aquella amable sonrisa y aquellas piernas tan bonitas. Si la visita de Brandon no le hubiera puesto sobre aviso, muy bien hubiera podido caer en sus redes y quedar atrapado antes de darse cuenta del verdadero propósito de su presencia allí.
Clic, clic, sonaban sus uñas en el metal. Una de ellas sangraba. Lo notaba, pero mantenía las manos sobre el regazo, fingiéndose tranquilo, como si el miedo no hubiera hecho presa en sus entrañas, ni desgarrara las paredes de su estómago e intentara subir por su garganta para estrangularlo.
La miró a los ojos, vio su sonrisa y desvió la mirada. ¿Era ésa su arma secreta? Si no podía hipnotizarlo con la voz, ¿usaría los ojos? Se preguntaba cómo podía matarlo, y sus ojos la recorrían por entero, buscando bultos bajo la ropa.
Los guardias la habrían dejado entrar con cualquier cosa que hubiera querido esconder. No querrían meterse en líos, aunque pudieran detenerla. Al fin y al cabo, el Padre les había dicho que la mujer vestida de sol tenía poderes sobrehumanos, según el Evangelio, Apocalipsis 12:1-6. Era la luz. Era la oscuridad. Era el bien y el mal. Era la mensajera de Satán y podía disfrazarse con toda facilidad.
Eric recordó de pronto un artículo de periódico que el Padre les había leído hacía unos meses. A los miembros de la iglesia no se les permitía leer periódicos, ni revistas. No hacía falta: el Padre había tomado sobre sí la carga de transmitirles las noticias importantes a partir de fuentes de confianza.
Eric recordaba la historia de un diplomático extranjero, enviado de un imperio maléfico, que estaba de visita en Estados Unidos. Del nombre no se acordaba. El diplomático había sido asesinado en la cama de su hotel, al parecer por una mujer que, montada a horcajadas sobre él, había esperado a que se corriera y luego le había cortado el cuello. El padre Joseph había puesto aquella historia como ejemplo de justicia cumplida. ¿Era de allí de donde le había venido la idea de enviarle a una mujer?
Eric notó que ella daba golpecitos con el lápiz, cuyo borrador golpeaba el cuaderno. El cuaderno, un señuelo dejado sobre la mesa, sin una sola nota escrita en él. El lápiz estaba recién afilado; su mina, como la punta de una daga. Eric podía discernir algunas palabras que salían de su boca. Palabras como ayuda y cooperar. Pero no se dejaba engañar. Se resistía a dejarse embaucar por sus palabras cifradas, que muy bien podían significar matar y mutilar. Él conocía su verdadero sentido.
Tap-tap, tap-tap… Miró el lápiz e intentó ignorar el pánico que le estrujaba los pulmones. La habitación le parecía más pequeña… La voz de ella sonaba monótona. Tap-tap, tap-tap. El golpeteo del corazón le atronaba los oídos. ¿O era el lápiz?
Se obligó a mirarla a los ojos. Había engañado a Satán una vez. ¿Podría hacerlo de nuevo?
Capítulo 45
Gwen se removió en la silla y volvió a cruzar las piernas. Pratt la estaba observando otra vez, con la vista clavada en sus piernas. El muy salido no estaba escuchando ni una palabra de lo que decía. ¿Habría malinterpretado su reacción inicial, aquella mirada de pavor al entrar ella en la sala? Si no era miedo, ¿qué coño era? ¿Se había equivocado al suponer que ansiaba vivir y encontrar un puerto seguro?
El chico no había contestado a ninguna de sus preguntas. Miraba a todos lados, excepto a sus ojos, como si fuera la Medusa y, al hacerlo, pudiera convertirse en piedra. ¿O era sencillamente que les tenía manía a los psicólogos? Tal vez estaba harto de psiquiatras, o no se fiaba de las figuras autoritarias. Sin embargo, en el fondo, Gwen se preguntaba si el verdadero motivo de su abstracción, de su mutismo, era el temor a que ella hiciera uso de un poder -fuera de la clase que fuese- ante el que se hallaría indefenso.
Si su hipótesis era acertada, Eric Pratt llevaba algún tiempo viviendo bajo el dominio y la manipulación de otra persona. Había sido una marioneta dispuesta a matar y a matarse. Tal vez esa persona -el reverendo Joseph Everett, casi con toda probabilidad-, ejercía todavía sobre él una fuerte influencia, pese a que Eric estaba en prisión. Sin embargo, algo había incitado al chico a escupir la cápsula de cianuro. El instinto de conservación había vencido. Gwen debía seguir el dictado de su intuición. Y se sentía obligada a creer que, en Eric Pratt, el instinto de supervivencia era más fuerte que el miedo a Everett.
– Eres un superviviente, Eric. Por eso estás todavía aquí. Quiero ayudarte. ¿Crees que puedo ayudarte?
Aguardó, desfogando su impaciencia dando golpecitos con el lápiz sobre el cuaderno. El chico parecía hipnotizado por el movimiento del lápiz. Gwen intentó recordar los informes que había leído, por si los análisis toxicológicos habían revelado indicios de alguna droga. A eso era a lo que le recordaba Eric Pratt: a un drogata alucinado. Si la mirara directamente, podría adivinarlo por la dilatación de las pupilas. ¿Sería por eso por lo que evitaba mirarla a los ojos?
– No tienes por qué afrontar esto solo, Eric. Puedes hablar conmigo -mantenía un tono bajo y suave de voz. No quería que pareciera que se estaba dirigiendo a un niño pequeño. No quería que Pratt se sintiera insultado. Y, si tenía miedo, ella tenía que convencerlo de que podía entregarle su confianza. Aunque, a decir verdad, ésa parecía una posibilidad remota.
Notó que Pratt tenía gotas de sudor en la frente y sobre el labio. Vislumbró fugazmente sus ojos y se preguntó si estaba siquiera allí, en la habitación, con ella. De debajo de la mesa salía un tintineo exasperante. Gwen comprendió de pronto que aquel podía acabar siendo un viaje en balde, y pensó en las horas facturables que estaba perdiendo en su consulta.
Entonces, accidentalmente, se le cayó el lápiz.
La silla chirrió cuando el chico se lanzó al suelo. Los grilletes resonaron y el chico se movió tan rápidamente que Gwen sólo vio el borrón de su mono naranja. Sintió el impulso de lanzarse a por el lápiz, y empujó la silla, que cayó hacia atrás. Pero era demasiado tarde. El chico le había tomado la delantera. Gwen gateó, intentó levantarse. Pero justo cuando oyó un ruido de pasos apresurados y de cerrojos que se descorrían, sintió que le echaban la cabeza hacia atrás.
El chico estaba tumbado en el suelo, pero había logrado agarrarla del pelo antes de que pudiera alejarse. Tiró con fuerza y Gwen perdió el equilibrio. Tiró de nuevo, y ella cayó sobre su pecho. Sólo veía tres pares de zapatos que se habían parado en seco. Entonces notó el lápiz en su garganta; la punta afilada se apretaba contra su carótida, amenazaba con traspasar la carne y las venas. Y, pese al miedo que la atravesaba, lo primero que se le pasó por la cabeza fue lo estúpida que había sido por sacarle punta al lápiz esa misma mañana.
Capítulo 46
Tully apuntaba con su Glock a la cabeza del chico. Desde aquel ángulo, sería un disparo limpio. Podía hacerlo, pero quizás el muy cabrón lograra clavarle el lápiz a la doctora Patterson en un movimiento reflejo de los músculos. ¡Mierda! ¿Por qué no había reparado en el maldito lápiz?