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– Vamos, Eric -Morrelli intentaba convencer al chaval. Pero, por la mirada enloquecida de Pratt, Tully adivinaba que no habría modo de persuadirlo. Morrelli, sin embargo, seguía hablando-. No querrás hacerlo, Eric. Ya tienes bastantes problemas. Podemos ayudarte, pero no…

– ¡Basta! ¡Cállate la puta boca! -gritó el chico, y tiró hacia atrás de la cabeza de la doctora Patterson, dejando al descubierto un poco más su cuello desnudo.

Tenía las manos esposadas, de modo que sólo podía agarrarla del pelo con una mano, manteniéndola pegada a sí, mientras con la otra sujetaba el lápiz con la punta, afilada como una cuchilla, apretada contra su piel. De momento, Tully no veía sangre. Pero un buen empujón y saldría a chorros. ¡Cielo santo!

Tully intentó hacerse una idea clara de la postura de la doctora sin apartar los ojos de Pratt. Tenía una pierna retorcida bajo el cuerpo. Había levantado instintivamente una mano para agarrar del brazo a su agresor, y asía con fuerza la manga del mono naranja. Pratt no lo notaba, o no le importaba. Eso estaba bien. Ella tenía cierto control, aunque se aferraba al brazo que le sujetaba el pelo, y no al del lápiz. Tully miró su cara. Parecía tranquila. Pero entonces sus ojos se encontraron, y advirtió su miedo. El miedo era bueno. El pánico, no.

Morrelli volvió a la carga.

– ¿Qué quieres que hagamos, Eric?

Saltaba a la vista que le estaba tocando los cojones al chico, pero al menos lo mantenía distraído. A Tully le impresionó el aplomo de Morrelli, que se mantenía tranquilo, con las manos junto a los costados, flanqueado por dos hombres armados. Le hablaba al chico como si estuviera a punto de tirarse por una cornisa.

– Dinos algo, Eric. Dinos qué quieres.

– Eric -dijo en voz baja la doctora Patterson-, tú no quieres hacerme daño -dijo lentamente, haciendo un esfuerzo evidente por hablar sin moverse, ni tragar saliva, pero sin indicio alguno de miedo.

Tully se preguntó si habría pasado por algo así antes.

– No, no quiero hacerle daño -contestó Pratt. Pero antes de que pudieran relajarse, añadió-. Tengo que matarla.

Por el rabillo del ojo, Tully vio que Morrelli se movía ligeramente, y rezó porque no estuviera pensando en hacer alguna tontería. Miró de nuevo a la doctora Patterson e intentó atraer su mirada. Cuando ella lo miró, Tully inclinó levemente la cabeza con la esperanza de que le entendiera. Ella mantuvo los ojos fijos en su cara y finalmente bajó la mirada a lo largo de su brazo, hasta el dedo del gatillo.

– Eric -Morrelli había decidido intentarlo otra vez-, hasta ahora no hay contra ti ningún cargo de asesinato. Sólo de posesión de armas. No lo hagas. La doctora Patterson sólo quiere ayudarte. No ha venido a hacerte daño.

Tully sostuvo con firmeza la pistola y apuntó. Tenía ganas de apretar el gatillo. Esperó, observando la mano de la doctora Patterson sobre la manga naranja.

– Es Satán -susurró Eric-. ¿Es que no lo ven? La ha mandado el padre Joseph -apretó el lápiz; agujereó la piel; manó la sangre-. Ha venido a matarme. Tengo que matarla yo primero.

Tully oyó el clic del seguro del arma de Burt. ¡Mierda! No podía hacerle una seña al guardia, estando Morrelli entre ellos. Volvió a mirar a los ojos a la doctora Patterson. Estaba lista, pese a su miedo. Él volvió a inclinar levemente la cabeza.

– Tengo que matarla -dijo Eric, y la inflexión de su voz hizo comprender a Tully que hablaba en serio-. Tengo que matarla antes de que me mate a mí. Tengo que hacerlo. No tengo elección. O ella o yo.

Tully vio que los dedos de la doctora Patterson se crispaban sobre la manga naranja. Bien. Se estaba agarrando mejor. Podía ver sus dedos sin apartar la mirada del visor de su Glock. Entonces, de repente, ella tiró hacia abajo con fuerza. Pratt no le soltó el pelo, y el movimiento hizo que su cabeza girara hacia abajo y se alejara del lápiz. Tully no perdió ni un segundo. Apretó el gatillo, destrozando el hombro izquierdo de Pratt. El chico abrió los dedos. El lápiz cayó al suelo. La doctora Patterson le propinó un codazo en el pecho. El chico le soltó el pelo. Ella se alejó gateando. En cuestión de segundos, Burt se arrojó sobre Pratt y le aplastó la cara contra el suelo. Enfurecido, apretaba con su botaza negra el hombro ensangrentado del chico y su sien con la pistola. Morrelli, que estaba a su lado, intentaba refrenarlo.

– Tranquilo, Burt.

Tully vaciló antes de acercarse a la doctora Patterson. Ella permanecía arrodillada, echada hacia atrás sobre los pies, como si buscara fuerzas para levantarse. Tully se arrodilló frente a ella, pero la doctora eludió sus ojos. Él le tocó la mejilla, tocó su mandíbula y le levantó un poco la cara para verle el cuello. Ella le dejó hacer; de pronto lo miraba a los ojos y se aferraba a su brazo como si no quisiera que la soltara. Él enjugó las gotas de sangre. El pinchazo sólo había agujereado la piel.

– Vas a tener una moratón de cojones, doctora -escudriñó sus ojos y advirtió que ella ahuyentaba el miedo. O que lo intentaba, al menos.

– Deberíamos llevarla a urgencias -dijo Morrelli detrás de ellos.

– Estoy bien -le aseguró ella mientras le dedicaba a Tully una sonrisa rápida y cohibida antes de alejarse de él y apartar la mano de su brazo. No rechazó su ayuda, sin embargo, al ponerse en pie, descalza. En algún momento había perdido los zapatos.

– Es Satán, es el Anticristo. El padre Joseph la mandó para matarme -Pratt seguía gritando-. ¿Es que no lo ven?

– Sáquelo de aquí -le dijo Morrelli a Burt, que levantó al chico y lo empujó con fuerza cuando empezó a mascullar otra vez.

Tully levantó la silla plegable y se la acercó a la doctora Patterson. Ella la rechazó con un ademán y escudriñó la habitación en busca de sus zapatos. Tully vio uno y se agachó bajo la mesa para recogerlo. Al incorporarse, Morrelli estaba con una rodilla en el suelo, poniéndole el otro zapato a la doctora, a la que le sujetaba el tobillo como si fuera el Príncipe Encantador. Tully recordó de pronto lo poco que le gustaba aquel tipo, y los tipos como él. Morrelli se giró hacia él sin apartar la rodilla del suelo y le indicó con un gesto que le diera el zapato. Tully se lo dio.

Pero, cuando levantó la mirada hacia la doctora Patterson, vio que ella lo estaba mirando a él y no a Morrelli.

Capítulo 47

Parque West Potomac

Washington D. C.

Maggie se detuvo junto a la fuente y bebió despacio, a largos tragos. La tarde se había puesto extrañamente cálida para el mes de noviembre. Apenas había empezado a correr cuando tuvo que quitarse la sudadera y anudársela a la cintura.

Ahora se la desató y se secó con ella el sudor de la frente y el agua de la barbilla mientras escudriñaba los alrededores. Miró hacia el Mall, buscando a la mujer con la que había hablado un rato antes y que le había dado una larga lista de instrucciones, pese a lo cual había olvidado describirse a sí misma.

Maggie encontró el banco de madera en el lugar exacto donde la mujer le había dicho que estaría, en la verde loma que miraba al Muro de Vietnam. Puso un pie sobre el respaldo del banco y empezó a hacer estiramientos, cosa que rara vez, por falta de tiempo, hacía después de correr. Pero la mujer también le había pedido aquello, además de exigirle que no llevara nada que pudiera identificarla como agente de la ley: ni camiseta del FBI, ni sobaquera cuyo bulto se notara bajo la ropa, ni armas, ni placas, ni prenda alguna de color azul marino. Ni siquiera una gorra de béisbol o unas gafas de sol.

Maggie se preguntó -y no por primera vez- de qué serviría hablar con una persona tan paranoica. Lo más probable era que sólo obtuviera un enfoque engañoso, una visión sesgada de la realidad Sin embargo, se alegraba porque Cunningham y el senador Brier hubieran encontrado a alguien dispuesto a hablar. Un ayudante del despacho del senador Brier había dado con la mujer, y aunque ésta había aceptado encontrarse con Maggie, había insistido en mantener el anonimato. Aquel juego de capa y espada no molestaba a Maggie, siempre y cuando aquella mujer, antigua integrante de la iglesia de Everett, pudiera procurarle una visión del reverendo que sabía no encontraría en ningún archivo del FBI. Y que, naturalmente, jamás obtendría de su propia madre.