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Con las mangas subidas, extendió las muñecas delante de Maggie para que las viera.

– Él lo llama mandarte al pozo -dijo con voz todavía tan serena y firme que crispaba los nervios. Tenía ambas muñecas circundadas por marcas rojas, allí donde una cuerda, o unas esposas, habían seccionado la carne, desgarrando la piel y haciéndola sangrar. Las heridas parecían recientes. Eve giró la cabeza y volvió a bajarse las mangas; tomó su sándwich y lo desenvolvió para seguir comiendo como si nada la hubiera interrumpido.

Maggie aguardó de nuevo respetuosamente, sin impaciencia. Miró a Eve; bebió un sorbo de agua y comió un par de Doritos.

– Es un pozo auténtico -dijo Eve-. Aunque dudo que pensara usarlo como otra cosa que no fuera una cámara de tortura. Él sabía que me horrorizaba la oscuridad, los espacios cerrados, así que era el castigo perfecto.

Miró a los adolescentes de la colina, aunque Maggie se preguntó qué estaría viendo en realidad. Su voz seguía siendo pausada, pero parecía casi mecánica.

– Hizo que me ataran por las muñecas y que me bajaran al pozo. Yo pataleaba, arañaba las paredes, intentaba salir trepando, así que hizo que arrojaran cubos de arañas sobre mí. Al menos, yo creo que eran arañas. Estaba tan oscuro que no podía verlas. Pero las sentía. Las sentía sobre mí, en todo el cuerpo. Parecía que correteaban sobre mi pelo, por mi cara, por toda mi piel. Ya ni siquiera podía gritar, porque temía que las arañas se me metieran en la boca. Cerré los ojos e intenté quedarme quieta para que no me picaran. Recuerdo que para mis adentros recitaba una y otra vez un poema de Émily Dickinson. Fue seguramente lo que impidió que me volviera loca. «Soy nadie. ¿Quién eres tú? ¿Lo sabes?»

– «¿Tú también eres nadie?» -contestó Maggie, recitando el siguiente verso del poema.

– «Entonces, somos dos» -prosiguió Eve-. «No digas nada. Nos desterrarían».

– La mente es una herramienta poderosa -dijo Maggie, pensando en su infancia y en las muchas veces que había recurrido a evadirse adentrándose en sí misma.

– Everett me lo quitó todo, pero no pudo despojarme de la razón -Eve la miró y esta vez, cuando habló, había en su voz un destello de ira-. No permitas que te convenzan de que Everett es inofensivo. Les hace creer que sólo quiere cuidar de ellos, y al mismo tiempo les fuerza a renunciar a sus casas y sus propiedades, a su seguridad social, a su pensión, a los subsidios por maternidad. Les recompensa con miedo. Miedo al mundo real. Miedo a ser atrapados si le traicionan. Miedo al FBI. Tanto miedo, que prefieren suicidarse antes que dejarse atrapar vivos.

– ¿Suicidarse? -a pesar de la historia de Eve, Maggie no pudo evitar pensar que aquel hombre no se parecía a la persona que había logrado apartar de la bebida a su madre. Los cambios que había visto en el comportamiento de su madre parecían muy positivos-. Mi madre no parece asustada -le dijo a Eve.

– Puede que Everett todavía esté buscando el mejor modo de utilizarla. ¿Vive ya en el complejo?

– No. Tiene un apartamento en Richmond y no me ha dicho nada de que piense dejarlo -de pronto, al reparar en ello, Maggie sintió alivio. Quizá su madre no estuviera tan metida en la secta de Everett como pensaba. Sin duda no corría tanto peligro como había corrido aquella mujer-. Le encanta su apartamento. Dudo mucho que esté dispuesta a mudarse al complejo.

Eve sacudió la cabeza y esbozó de nuevo una sonrisa.

– A Everett le es más valiosa fuera -dijo sin mirar a Maggie-. Espera encontrar un modo de utilizarte a ti.

– ¿A mí?

– Créeme, Everett sabe que Kathleen tiene una hija que trabaja en el FBI. Lo sabe todo sobre ti. Lo sabe todo. Quizá por eso se porta tan bien con ella. Pero, si descubre que no le sirves de nada, o que intentas hacerle daño… En fin, ten cuidado. Por el bien de tu madre.

– Sólo tengo que convencerla de que se mantenga alejada de él.

– Y, naturalmente, te hará caso porque estáis muy unidas.

Maggie sintió el aguijonazo del sarcasmo de Eve, a pesar de su tono calmo y amistoso.

– Tengo que irme -dijo Eve, y de pronto recogió sus cosas y se levantó.

– Pero espera. Habrá algo que puedas decirme para ayudarme a atrapar a Everett.

– ¿A atraparlo?

– Sí, exactamente.

– Nunca lo atraparás. Casi todo lo que hace es legal, y lo que no… En fin, no nos ves haciendo cola para denunciarlo, ¿no?

– Sólo porque todavía le tenéis miedo. ¿Por qué permitir que controle tu vida? Podemos protegeros.

– ¿Quiénes? ¿El gobierno? -se echó a reír con una límpida y sincera carcajada. Luego se colgó la mochila al hombro-. No puedes protegerme hasta que atrapes a Everett. Y nunca lo atraparás. Aunque lo intentes, él se enterará. Los pondrá a todos en fila, con sus cápsulas de cianuro, y los hará matarse antes de que pongáis un pie en el complejo -vaciló y miró a su alrededor como si quisiera asegurarse de que estaba a salvo. Como si esperara que Everett apareciera detrás de un monumento o de un árbol.

– ¿Qué hiciste? -preguntó Maggie.

– ¿Qué?

– ¿Por qué te metieron en el pozo?

– Porque no quería dejar de cuidar a mi madre. Ella era la única razón por la que estaba allí. Y estaba enferma. Yo le daba a escondidas mi comida. Pero lo peor llegó cuando robé su medicina para dársela. Everett se la había confiscado, porque, naturalmente, su amor es la única medicina que uno necesita para curarse.

– ¿Dónde está tu madre ahora?

Maggie notó que Eve desconectaba mientras miraba por encima de su cabeza. Era como si pulsara un interruptor.

– Murió al día siguiente de que me metieran en el pozo. Creo que se sentía tan culpable que le dio un ataque al corazón. Nunca lo sabré con certeza -miró a Maggie a través de las gafas oscuras, en las que se reflejaba el Muro-. Al final, él siempre gana. Ten cuidado. Por ti y, sobre todo, por tu madre.

Y, dando media vuelta, se marchó.

Capítulo 48

Boston, Massachusetts

Maria Leonetti tomó un atajo a través del Boston Common. Desearía haber llevado unas zapatillas de deporte, pero no le gustaba ponérselas con sus trajes caros y pensaba que las otras mujeres de la casa de corretaje cedían parte de su credibilidad en cuanto se ponían sus Nike o sus Reebok al final del día. A fin de cuentas, ningún corredor de bolsa varón se cambiaba de zapatos para volver a casa andando. ¿Por qué no se compraban las mujeres zapatos cómodos? ¿Y por qué coño no hacían los diseñadores zapatos de mujer cómodos y elegantes?

Vio un grupo de gente junto a la fuente y se preguntó qué estarían celebrando un martes por la tarde. El día había sido extrañamente cálido para la estación, y había sacado a la calle a patinadores, corredores y a toda clase de gentuza. Aquel grupo de jóvenes gamberros parecía estar celebrando una fiesta fraternal. Tal vez fueran universitarios que habían salido ya a celebrar Acción de Gracias. Seguramente debería haber tomado otro camino, pero estaba agotada. Le dolían los pies. Lo único que quería era llegar a casa, acurrucarse con Izzy, su gato de angora, y vegetar. Quizá poner una vieja película de Cary Grant y hacer palomitas. Esa era la única fiesta para la que se sentía con fuerzas.

De pronto sintió que alguien la agarraba del codo.

– ¡Eh! -gritó, y se desasió de un tirón. Antes de que pudiera girarse, dos hombres la flanquearon y la agarraron de los brazos. Uno de ellos tiró de su bolso, rompió la correa y lo tiró al suelo. Cielo santo, no querían robarla. Una oleada de pánico se apoderó de ella.