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Nadie lo había visto esconderse tras unos árboles para vomitar las hamburguesas. Se quedó allí, y cuando los demás acabaron con la tercera mujer y se dirigían a por la cuarta, la ayudó a marcharse, intentando redimirse por haber tomado parte en aquella pesadilla. Cuando la puso a salvo, se marchó y se metió a escondidas en el autobús, pero seguía oyendo los gritos y las risas.

No quería pensar en ello. Levantó las rodillas y se las abrazó contra el pecho. Tenía que pensar en algo, en cualquier cosa. Sólo había estado en Boston una vez antes, cuando Eric estaba todavía en la universidad de Brown. Aquél había sido uno de sus últimos viajes en familia. Se habían alojado en el Radisson. Eric y él tenían una habitación para ellos solos. Su padre les dejó llamar al servicio de habitaciones y se pusieron como locos porque siempre había sido un tacaño.

Fueron a ver un partido de los Red Sox, y luego al Metropolitan Museum para darle gusto a su madre. Pero hasta eso estuvo bien. La verdad era que se lo habían pasado en grande. Fue una de esas raras veces que no acabaron discutiendo. A Justin, Boston le había dejado buen sabor de boca. Pero los gritos de las mujeres y el olor a cerveza caliente habían borrado aquella sensación.

Se levantó de un salto, se quitó la camiseta, la arrebujó y la metió bajo el asiento. Luego se quitó el resto de la ropa hasta quedarse en calzoncillos en medio del pasillo del autobús. Entonces vio a Brandon de pie en la puerta, mirándolo. Pero, en vez de enfadarse, Brandon se echó a reír.

– Lo sabía -dijo por fin mientras Justin volvía a ponerse a trompicones los vaqueros-. Sabía que no tenías agallas para esto. Eres un puto cobarde, igual que tu hermano. Tendré que volver yo para acabar las cosas como un tío de verdad.

Dio media vuelta y se marchó rumbo al parque.

Capítulo 50

Calma. Necesitaba conservar la calma y dejar que el líquido circulara por sus venas. Que obrara su magia. Ya podía sentir su fuerza, su poder.

No es que necesitara mucha fuerza física. La mujer era pequeña, fácil de arrastrar. Y, con el ruido y el ajetreo que todavía se oía cerca, nadie notaría el fragor de las hojas y el chasquido de las ramas.

Pero tenía que darse prisa. Tenía que encontrar una zona más aislada. El sol se estaba poniendo tras los edificios. No tenía mucho tiempo para prepararse. Esa noche sería distinta. Podía sentirlo. Esa noche, era la noche. Lo sabía.

Se detuvo, se giró y esperó mientras miraba el cuerpo semi desnudo de la mujer, cuyas piernas arrastraban hojas y tierra. Sonrió cuando al fin vio que su pecho desnudo se movía ligeramente, en estertores leves, casi imperceptibles. Bien. Todavía estaba viva. Siguió arrastrándola. Sí, estaba seguro de que esa noche sucedería. Esa noche, por fin lo vería.

Capítulo 51

Maggie conducía con las ventanillas bajadas, con la esperanza de aplacar su ardor de estómago. Mientras conducía, intentaba darle sentido a todo lo que le había contado Eve sobre el reverendo Joseph Everett. Debía prepararse antes de enfrentarse a su madre. Tendría que ir pertrechada con datos cuando su madre empezara a defender al reverendo, porque sin duda lo defendería.

Intentó ahuyentar las horribles imágenes que Eve había evocado. Debía concentrarse en los hechos. Pero los datos de que disponía apenas conformaban una biografía a grandes rasgos. De joven, Everett fue expulsado del ejército con honores y sin explicaciones. No tenía antecedentes policiales, a pesar de la denuncia por violación que la estudiante de periodismo había retirado más tarde. A los treinta y cinco, se presentó a senador por Virginia y perdió. Luego, tres años más tarde, fundó la Iglesia de la Libertad Espiritual, una organización sin ánimo de lucro que le permitió amasar grandes cantidades de dinero en forma de donaciones libres de impuestos. Everett había encontrado al fin su vocación, a pesar de que en ninguna parte figuraba dónde y cómo había sido ordenado sacerdote.

En menos de diez años, la Iglesia de la Libertad Espiritual reunió a más de quinientos miembros, de los cuales casi doscientos vivían en un complejo que Everett había hecho construir en el valle de Shenandoah, en Virginia. Ironías del destino, aquella zona quedaba a pocos kilómetros del lugar donde la estudiante de periodismo había sido violada veintisiete años antes. O bien Everett era inocente y no tenía nada que ocultar, o quizás -Maggie no podía evitar pensarlo- era supersticioso y no creía que un rayo pudiera caer dos veces en el mismo sitio.

Si era esto último, tenía buenas razones para creerlo. En los diez años anteriores, ni su iglesia ni él habían tenido problema alguno con la ley: ni auditorías de Hacienda, ni infracciones relacionadas con posesión ilícita de armas, permisos de obra o traspaso de lindes. El arsenal descubierto en la cabaña de Massachusetts era el primero, y ni siquiera podía relacionarse claramente con la organización de Everett. De hecho, al bueno del reverendo todo parecía irle como la seda. Incluso había hecho buenas migas con algunos miembros poderosos del Congreso, lo cual le había permitido comprar tierras estatales en Colorado por un módico precio. Pero, si las cosas le iban tan bien, ¿por qué quería marcharse a Colorado?

Maggie ignoraba cuál era la relación exacta de su madre con Everett y su presunta iglesia. Pero estaba segura de que aquel tipo era una bomba de relojería esperando estallar. Y, pese a que sólo disponían de pruebas circunstanciales, sabía que estaba involucrado de algún modo en la muerte de Ginny Brier y posiblemente también en la de la chica que apareció en el lago de Carolina del Norte. Era demasiada coincidencia que aquellas mujeres hubieran muerto mientras Everett celebraba uno de sus mítines a un paso de allí. En cuanto a la indigente sin identificar, era todavía un misterio.

El áspero aire otoñal la dejaba helada, pero no subió las ventanillas. Respiró hondo, llenándose los pulmones con el olor a pinos y a tubos de escape de la I-95. Tendría que mantenerse alerta y en guardia para aquella misión. Aunque no discutieran, el mero hecho de hallarse en la misma habitación que su madre se le hacía difícil. Había demasiados recuerdos. Demasiado pasado a sus espaldas. Y así lo prefería Maggie.

Hacía más de un año que no visitaba el apartamento de su madre, aunque dudaba que Kathleen se acordara. ¿Cómo iba a acordarse? Había estado inconsciente casi todo el tiempo. Maggie se preguntaba cómo iba a explicarle su visita. ¿Qué creía que podía hacer, presentarse allí y decir: «hola, mamá, pasaba por aquí y se me ocurrió venir a verte. Por cierto, ¿sabías que tu adorado reverendo Everett podría ser un maníaco peligroso»? No, no creía que eso la llevara a ninguna parte.

Intentó dejar a un lado lo que había leído en el archivo del FBI y lo que le había contado Eve y procuró recordar todo lo que le había contado su madre sobre el reverendo Everett durante el año anterior. Le daba vergüenza admitir que no le había prestado mucha atención. Al principio, se había sentido aliviada porque otra persona se ocupara de su madre. Pasaron meses sin ningún intento de suicidio, y Maggie empezó a confiar en que Kathleen hubiera encontrado al fin una adicción menos destructiva. Quizá por fin había dado con un modo de granjearse las atenciones que tanto anhelaba, y sin necesidad de pasar por urgencias.

Más tarde, cuando descubrió que su madre había dejado de beber, se sintió escéptica. Parecía demasiado bueno para ser verdad. Tenía que haber alguna pega. Y, naturalmente, la había. Su repentina sobriedad había cambiado las costumbres de Kathleen O'Dell, pero no su personalidad. Seguía siendo tan soberbia, necesitada y estrecha de miras como siempre, sólo que ahora Maggie no podía atribuirlo a su alcoholismo.