No le cuadraba que su madre hubiera encontrado de pronto a Dios. Podía contar con los dedos de una mano las veces que Kathleen había ido a misa. No recordaba que, en toda su infancia, su madre hubiera hecho o dicho nada que pudiera considerarse, ni siquiera remotamente, religioso.
Sólo recordaba haberla oído hablar de religión estando borracha, cuando a menudo bromeaba diciendo que era una católica que no tenía cura. Luego soltaba una pedorreta y se echaba a reír, y le decía a cualquiera que quisiera escucharla que ser un poquito católica era como estar un poquito embarazada.
Para Kathleen O'Dell, ser católica era sencillamente como un obsequio de boda. Lo cual inducía a Maggie a creer que seguramente las machaconas citas bíblicas del reverendo Everett le entraban por un oído y le salían por otro. Durante los últimos meses, no había notado que su madre empezara de pronto a declamar salmos o pasajes de las Escrituras. Estaba claro que no había habido conversión religiosa alguna. Al menos, ella no la veía por ninguna parte.
Veía, en cambio, que su madre, aquella mujer compulsiva, atolondrada y dependiente había encontrado al fin alguien o algo a quien echarle la culpa de todos sus males y miserias. El reverendo Everett le había suministrado un culpable siniestro y malvado, encarnado por el gobierno de los Estados Unidos, una entidad sin rostro, un blanco fácil siempre y cuando Kathleen O'Dell pudiera convencerse de que su hija no formaba parte de su entramado.
Ahora que lo pensaba, ¿por qué le extrañaba que su madre se sintiera atraída por el culto religioso de Everett, por su versión de la realidad? A fin de cuentas, ¿no se había pasado años adorando el altar del BCD: Beam, Cuervo y Daniel's? A veces habría sido capaz de vender su alma por una botella de Jack Daniel's. El hecho de que ya no bebiera no significaba necesariamente que su alma no siguiera en venta. Sencillamente, había cambiado una perspectiva de la realidad por otra, una adicción por otra.
Maggie podía comprender la atracción que sentía su madre, cuya versión de los sucesos cotidianos procedía del National Enquirer y de los reality shows. Qué emoción debía producirle el creer que tenía acceso a los intríngulis de la política nacional, sentir que alguien con el carisma y el encanto del reverendo Everett la respetaba y confiaba en ella; y que podía obtener una fácil respuesta a preguntas que tanta gente se hacía durante toda su vida.
Maggie había oído algunas de esas respuestas, las falacias que difundían hombres como el reverendo Everett. El odio podía ser muy poderoso, y el control a través del miedo era una de las formas de manipulación más eficaces. ¿Por qué había obviado Maggie los comentarios de su madre sobre los productos químicos en el agua corriente, las cámaras que el gobierno escondía en los cajeros automáticos y -hacía una semanas- su histeria por no querer hablar con Maggie si la estaba llamando desde el móvil porque «ellos siempre están escuchando»?
¿Por qué no había visto las señales de peligro hacía tiempo? ¿O las había visto, pero se sentía tan aliviada por no tener que recoger los platos rotos que su madre iba dejando tras ella que no le importaba o no quería darse por enterada?
Había leído en algún sitio que el alcohol sólo acentuaba la personalidad del alcohólico, sacando a la luz y enfatizando los rasgos de carácter ya existentes. En el caso de su madre, era cierto. El alcohol sólo parecía hacerla más necesitada, más deseosa de atenciones. Sin embargo, si eso era así, en efecto, Maggie era consciente de la ironía que encerraba su propia afición a la bebida. Normalmente bebía para olvidar el sentimiento de vacío, y para no sentirse tan sola. Si el alcohol sólo lograba acentuar esas mismas cosas, no era de extrañar que estuviera tan jodida.
De tal palo, tal astilla.
Sacudió la cabeza, intentando ahuyentar aquel recuerdo.
Podríais ser hermanas. Nunca me he follado a una madre y una hija.
Aquellas asquerosas paredes descascarilladas. Tomó la lata de Pepsi que llevaba en el soporte del salpicadero y se bebió lo poco que quedaba, ya caliente y sin fuerza. ¿Por qué no recordaba la voz de su padre, y sin embargo sentía aún en la cara el aliento de aquel extraño? Con poco esfuerzo percibía aún el olor agrio del whisky y la aspereza de su barba mientras aplastaba su cuerpecillo contra la pared e intentaba besarla. Recordaba cómo le estrujaba los pechos inmaduros y cómo se reía y le decía que «iba a tener unas buenas tetazas, como las de su mamá».
Y, entre tanto, su madre los miraba con un vaso de Jack Daniel's en la mano, sin mover un dedo. Le decía que cortara el rollo, pero no lo obligaba a detenerse. No lo obligaba a parar. ¿Por qué no lo obligaba a parar?
Maggie logró escapar por su cuenta. Ni siquiera recordaba cómo. Fue entonces cuando su madre empezó a insistir en que sus amigos la llevaran a un hotel. Pasaba fuera toda la noche, y a veces no aparecía durante días, dejando a Maggie sola en casa. Sola. Estaba bien estar sola; le daba un poco de miedo, pero era menos doloroso. Había aprendido desde muy pequeña a sobrevivir. Estar sola era simplemente el precio de la supervivencia.
Al acercarse a Richmond, se puso alerta y empezó a buscar la salida. Procuraba ignorar las náuseas, cada vez más intensas, que sentía en la boca del estómago. Le daba rabia sentirse así. ¿Qué coño le pasaba? Se ganaba la vida persiguiendo asesinos, examinando su macabra obra, internándose en los mundos de la maldad. ¿Por qué le costaba tanto hacerle una puta visita a su madre?
Capítulo 52
Richmond, Virginia
Kathleen O'Dell acabó de embalar las últimas figuritas de porcelana de su abuela. El hombre de Tesoros y Antigüedades de Segunda Mano Al y Frank iría a recogerlas por la mañana, junto con el resto de las cosas. Ya no recordaba si se llamaba Al o Frank, aunque él le había dicho mientras tasaba las cosas que era uno de los propietarios de la almoneda.
Le molestaba entristecerse por renunciar a sus cosas. Todavía se acordaba de cuando, siendo pequeña, su abuela le permitía tocar las figuritas, girándolas delicadamente entre sus manitas para admirarlas y acariciarlas.
Algunas de aquellas figuritas habían llegado de Irlanda, guardadas en una vieja maleta con las escasas pertenencias de su abuela. Formaban parte de la herencia de la familia, y le parecía mal venderlas por algo tan insignificante como el dinero. Claro, que el reverendo Everett le recordaba constantemente que, para ser libres, debían renunciar al materialismo de las cosas mundanas; que era un pecado admirar y codiciar cosas materiales, incluso si tenían algún valor sentimental.
Y -lo que era más importante- ella no podía llevarse todas aquellas cosas cuando se marcharan a su nuevo paraíso, en Colorado. Además, no las necesitaba. El reverendo Everett había prometido que allí tendrían de todo, que todas sus necesidades y deseos estarían cubiertos. Kathleen esperaba que su nuevo hogar fuera mucho más limpio y lujoso que el complejo, que casi siempre olía mal. Hasta le había parecido ver una rata escabullirse por la pared del salón de actos en su última visita. Y ella odiaba las ratas.
Dejó las cajas y recorrió las habitaciones para ver si había olvidado alguna de las cosas que había acordado venderle al tipo de la almoneda, ése cuyo nombre no recordaba. Pensó que echaría de menos su apartamento, aunque no llevaba mucho tiempo viviendo allí. Era una de las pocas casas que se había molestado en decorar y convertir en un hogar. Y también una de las pocas que no le recordaban lo atrapada y sola que podía sentirse. Aunque, de todos modos, algunas noches sentía que las paredes se le venían encima.