– ¿Y la ropa?
– Allí, cuidadosamente doblada y amontonada -Kubat giró la linterna para iluminar el lugar al que se refería, aunque la unidad móvil de criminología ya había embolsado la ropa y se la había llevado-. Pero es raro, porque estaba hecha jirones.
Tully se levantó y miró a su alrededor. Parecían estar en una zona del parque bastante recóndita. A un lado había árboles y al otro un muro de ladrillo, y, sin embargo, el cuerpo de la chica estaba apoyado contra un árbol, mirando hacia un claro en el que había un banco de madera y una farola. Parecía mirar fijamente el banco, como si posara para un admirador allí sentado.
– ¿Se han encontrado cuerdas o cables? ¿Alguna cosa?
– No, nada. Pero échele un vistazo a esto.
El detective condujo a Tully hasta el cuerpo. Un foco de la policía iluminaba la zona que rodeaba el cadáver. Su luz potente transformaba a la chica en una marioneta de cara blanca. Estaba mucho más magullada que Ginny Brier; tenía un ojo morado y un hematoma que parecía resultado de un izquierdazo en la mandíbula. La cabeza le colgaba hacia un lado, dejando al descubierto tres o cuatro marcas de ligaduras. Sin decir nada más, Kubat se agachó y apagó el foco. Al principio, Tully no comprendió lo que estaba haciendo. Luego se dio cuenta. El cuello de la chica resplandecía; las marcas refulgían en la oscuridad.
– ¿Qué coño…?
– Es acojonante, ¿eh? -dijo Kubat, y volvió a encender la linterna-. ¿La otra víctima tenía lo mismo?
– Encontramos en el cuello una especie de brillantina. Pero no me di cuenta de que brillaba en la oscuridad.
– Vaya, ahí está la doctora Samuel -dijo el detective Kubat, y saludó con la mano a una mujer alta y distinguida, vestida con una gabardina y botas de goma negra. Parecía la única que había ido preparada-. Doctora, éste es el del FBI, J.R. Scully.
– Es R.J. Tully.
– ¿Ah, sí? ¿Seguro? -Kubat lo miró como si fuera posible que hubiera confundido su propio nombre-. Creía que se apellidaba como la de Expediente X. ¿No se llama Scully?
– No lo sé.
– Sí, estoy seguro de que tiene que ser Scully.
La doctora Samuel hizo caso omiso del detective Kubat y le tendió la mano a Tully.
– Agente Tully -dijo-, me han dicho que sabe usted algunas cosas sobre este asesino.
– Tal vez. Parece el mismo.
– Entonces, ¿puede que la víctima tenga algún tipo de identificación alojado en la garganta?
– Sí, lo siento, doctora -dijo Kubat-. Pero, si es así, nos ahorrará trabajo.
– Con tal de que no pongamos en peligro ninguna prueba -le dijo la forense con el tono severo de una maestra de escuela-. ¿Le importaría apagar el cigarrillo, detective?
– Ah, sí, claro, doctora -lo apagó contra un árbol, le quitó la pavesa con los dedos y se puso la colilla en la oreja.
La doctora Samuel encontró una piedra seca lo bastante grande para apoyar su maletín. Empezó a sacar guantes de látex, pinzas y bolsas de plástico. Le dio a Tully un par de guantes.
– ¿Le importa? Puede que necesite su ayuda.
Tully tomó los guantes e intentó ignorar el nudo que se le había formado en la boca del estómago. Odiaba aquella parte del procedimiento, y echaba de menos los días en que podía quedarse en la oficina y analizar el caso a su aire, a partir de fotografías y documentos digitales.
De pronto se preguntó por qué coño no había apagado el teléfono móvil. Había sopesado seriamente la idea después de la lección sobre cómo enrollar los espaguetis, pero luego le había dado vergüenza pensarlo siquiera. Seguramente habría apagado el puñetero teléfono de no estar preocupado por Emma y su viaje a Cleveland. Pero Emma había llamado esa tarde para decirle que había llegado sana y salva a casa de su madre, así que ¿por qué seguía preocupado por ella?
La doctora Samuel estaba lista. Tully siguió sus instrucciones. Se arrodilló cuidadosamente y se mantuvo alejado del haz de luz de la linterna. Intentó no pensar en los ojos de la chica, que parecían mirarlo, ni en el olor de la carne en descomposición. Las moscas ya habían empezado a zumbar, a pesar de que la noche era gélida. Tully pensó sin querer que eran los buitres del mundo de los insectos. Las muy puñeteras sentían el olor de la sangre y montaban su chiringuito en cuestión de horas; a veces, de minutos.
Kubat se hizo a un lado y le entregó a Tully la linterna.
– Puede que la necesite para mirarle la boca.
La forense usó unas pinzas para tirar suavemente de la cinta aislante, que se desprendió fácilmente. Tuvo que usar las manos para abrirle la boca, y luego le indicó a Tully con la cabeza que la alumbrara mientras volvía a recoger las pinzas. Tully apuntó con la linterna.
Algo se movía dentro.
– Espere -dijo-. ¿No se ha movido algo?
La forense se inclinó para echar un vistazo y ladeó la cabeza mientras él colocaba la luz. Luego, de pronto, se apartó.
– ¡Oh, Dios mío! -dijo, y se levantó bruscamente-. Traiga un par de bolsas, detective.
Tully se quedó donde estaba, estupefacto e inmóvil, sujetando todavía la linterna mientras escuchaba a Kubat y a la doctora Samuel, que se alejaron intentando encontrar algo, cualquier cosa, para capturar las enormes cucarachas que salían de la boca de la muerta.
Capítulo 57
Maggie sabía que debía levantarse e irse a dormir a la cama, para variar, pero si lo hacía molestaría a Harvey, que roncaba con la enorme cabezota apoyada sobre su regazo. Así que se quedó quieta. La vieja tumbona de La-Z-Boy se había convertido en una especie de santuario. La había colocado en el solano, de cara a los altos ventanales que daban al jardín trasero, aunque no había mucho que ver en la oscuridad. La luz de la luna formaba sombras danzarinas y brazos esqueléticos que parecían saludarla, pero por suerte esa noche no había espectrales jirones de niebla.
Deseaba poder quitarse de la cabeza la visita a su madre, como quien se enjuagaba la boca para quitarse un mal sabor, pero el whisky no servía de gran cosa. No detenía los recuerdos. No podía llenar aquella jodida sensación de vacío. Y, por alguna razón, seguía oyendo aquella voz, una y otra vez.
Tu padre no era ningún santo.
¿Por qué demonios había inventado su madre aquella mentira? ¿Por qué quería lastimarla?
Los recuerdos desfilaban por su cabeza; algunos a cámara lenta; otros, en breves y vertiginosos destellos; otros, en forma de dolorosas punzadas. Su madre había estado con muchos hombres, con muchos perdedores, con muchos cabrones. ¿Por qué insistía en meter a su padre en el mismo saco? ¿Qué broma cruel intentaba gastarle? ¿Lo habría preparado todo Everett? ¿Habría convencido a su madre? Fuera cual fuese la razón, aquello había logrado derrumbar los diques -aquellas barreras cuidadosamente construidas- y nada impedía ya que fluyeran los recuerdos.
Maggie bebió un sorbo de whisky, retuvo el licor en la boca y luego dejó que se deslizara por su garganta. Cerró los ojos y disfrutó de aquella lenta quemazón. Esperaba que su calor la calentara y disipara la tensión que notaba en la nuca. Esperaba que llenara el vacío que sentía dentro, aunque sabía que para lograrlo tendría que llegarle al corazón. Esa noche, por la razón que fuera, el agradable susurro del alcohol la había hecho sentirse un poco mareada, agitada y… Admítelo, maldita sea. Agitada y sola. Sola con todos aquellos puñeteros recuerdos que invadían su cabeza y hacían trizas su alma, trozo a trozo.
¿Cómo podía su madre intentar arrebatarle y mancillar la única cosa de su infancia que Maggie recordaba con cariño: el amor de su padre? ¿Cómo podía? ¿Por qué lo intentaba siquiera? Sí, le costaba entregar su amor y su confianza, y se apresuraba en cambio a recelar de los demás, pero eso no tenía nada que ver con su padre y sí con una madre que la había abandonado por el Jack Daniel's. Ella había hecho lo único que sabía hacer una niña. Había sobrevivido y se había hecho fuerte. Si eso significaba mantenerse alejada de los otros, que así fuera. Era necesario. Era una de las pocas cosas de su vida sobre la que tenía algún control. Si la gente que la quería no lo entendía, quizá fuera problema de ellos y no suyo.