Выбрать главу

Echó mano de la botella de whisky y se detuvo cuando el cuello de la botella tintineó al chocar con el borde del vaso. Esperó, agarrando con firmeza la botella, para ver si el ruido había despertado a Harvey. El perro levantó una oreja, pero mantuvo la cabeza pegada a su regazo.

Maggie recordaba que, después de la muerte de su padre, su madre le dijo que siempre estaría con ella. Que cuidaría de ella.

¡Gilipolleces! ¿Por qué decirlo siquiera?

Y, sin embargo, había hallado cierto consuelo en la idea de que su padre seguía con ellas de algún modo; quizás velando por ellas. Pero incluso de niña recordaba haberse preguntado por qué, si su madre lo creía realmente, se comportaba de aquel modo. ¿Por qué llevaba a hombres extraños a casa noche tras noche? Por lo menos, hasta que trasladó sus actividades recreativas a una habitación de hotel. Maggie no sabía qué era peor, si oír a través de las paredes, finas como papel, cómo un extraño se follaba a su madre borracha, o pasar las noches sola en casa a los doce años.

Lo que no nos destruye, nos hace fuertes.

Así que ahora era una aguerrida agente del FBI que combatía el mal cotidianamente. Pero ¿por qué coño seguía resultándole tan difícil enfrentarse a su niñez? ¿Por qué el recuerdo de las crisis alcohólicas y los intentos de suicidio de su madre todavía le destrozaba el ánimo y hacía que se sintiera indefensa, como si sólo pudiera examinar aquellos recuerdos a través del fondo de un vaso de whisky? ¿Por qué la imagen de aquella niña de doce años arrojando puñados de tierra sobre el reluciente ataúd de su padre le recordaba lo vacía que se sentía por dentro?

Creía haber superado su pasado hacía tiempo. Pero ¿por qué seguía infiltrándose en su presente? ¿Por qué las palabras de su madre, sus mentiras, podían derrumbar de un plumazo las sólidas barreras que había levantado?

¡Maldita fuera!

Sabía que algo se había roto en sus entrañas. Nunca se lo había dicho a nadie, pero lo sabía. Lo sentía. Había un hueco, una herida que todavía sangraba, un vacío que todavía podía dejarla helada, pararla en seco e impulsarla a buscar más ladrillos para levantar el muro que rodeaba la zona dañada. Si no podía curar la herida, tal vez pudiera al menos aislarla de los demás; quizás incluso de sí misma. Sabía de síndromes psíquicos, de las inevitables secuelas de crecer con un padre alcohólico. Sabía que un niño así sentía que no podía confiar en nadie. La felicidad era tan fugaz como las promesas del progenitor, rotas u olvidadas al cabo de unas horas. El niño aprendía a no confiar en el presente, porque mañana su mundo podía volverse del revés. Y luego estaban las mentiras. ¡Cielo santo! Tantas mentiras. Otra cosa más. Sí, desde luego.

Bebió otro sorbo de whisky y vio que la luz de la luna animaba las sombras del jardín. Los recuerdos, las voces, seguían llegando.

De tal palo, tal astilla.

No, ella no era como su madre. No se parecía en nada a ella.

Su teléfono móvil comenzó a pitar de repente dentro del bolsillo de la chaqueta. Sólo entonces recordó que había desenchufado el teléfono fijo por si a su madre se le ocurría llamar. Se estiró para recoger la chaqueta, que había dejado en una repisa cercana, sin molestar a Harvey, que tenía los ojos abiertos, pero seguía con la cabeza apoyada sobre sus rodillas.

– Maggie O'Dell.

– Maggie, soy Julia Racine. Siento llamarte tan tarde.

Maggie cerró los ojos y respiró hondo. Racine era la última persona con la que le apetecía hablar.

– Tengo que hablar contigo -dijo la detective con voz extrañamente humilde-. ¿Tienes unos minutos? No te habré despertado, ¿verdad?

– No, no te preocupes -acarició a Harvey, que cerró los ojos de nuevo-. Todavía no me he ido a la cama, en parte porque mi perro ha plantado su cabezota encima de mis rodillas.

– Un chico con suerte.

– ¡Joder, Racine!

– Perdona.

– Si era eso lo que querías decirme…

– No, no. De veras, perdona -titubeó como si quisiera añadir algo más sobre el tema antes de continuar. Luego dijo-. La he cagado con el jefe. El senador Brief quiere que me echen del cuerpo por culpa de esas fotos que Garrison le vendió al Enquirer.

– Seguro que se calmarán los ánimos en cuanto descubramos quién mató a su hija.

– Ojalá fuera tan fácil -dijo Racine, y su voz sonó distinta. No había en ella ira, ni frustración. Sino tal vez un poco de miedo-. El jefe Henderson está muy cabreado. Puede que pierda mi placa.

Maggie no sabía qué decir. Aunque dudaba de la competencia de Racine y no se fiaba de ella, sabía que aquello era muy duro.

– Para colmo, el cabrón de Garrison me ha llamado -la ira había vuelto-. Dice que tiene unas fotos que podrían ayudarnos a resolver el caso.

– ¿Por qué ahora quiere ayudarnos?

Silencio. Maggie lo sabía. Garrison tenía que sacar algo a cambio. Pero ¿qué?

– Quiere algo de mí -reconoció Racine, pasando del miedo a la furia, y de ésta a la vergüenza.

– ¿Y qué es lo que quiere? Lo siento, Racine, pero no vas a escurrir el bulto tan fácilmente. ¿Qué es lo que busca ese tipo?

– Fotos.

– ¿Y qué fotos podrías darle tú?

– Quiere hacerme fotos a mí -dijo Racine con rabia.

– ¡Joder! -Maggie no podía creerlo. Con razón Racine parecía hecha polvo-. ¿Y por qué se le ha ocurrido una cosa así?

– Corta el rollo, O'Dell. Ya sabes por qué.

Así pues, los rumores eran ciertos. Las historias que se contaban sobre el intercambio de favores de Racine no eran simples chismes de vestuario.

– ¿Se da cuenta de que podríamos detenerlo por obstrucción a la justicia? -Se lo dije.

– ¿Y?

– Se echó a reír.

– Pues hagámoslo.

– ¿Estás de broma?

– No. Hablaré con Cunningham. Tú habla con Henderson. Vamos a detenerlo.

– Ya estoy metida en un buen lío, O'Dell. Si lo de Garrison es un farol…

– Si Garrison es tan arrogante como creo y tiene algo, lo convenceremos de que le conviene compartir la información.

– ¿Y cómo vamos a convencerlo?

– Voy a llamar a Cunningham. Tú habla con Henderson y vuelve a llamarme. Vamos a detener a ese capullo.

Maggie colgó y dejó a un lado el whisky. Sentía un repentino arrebato de energía. Zarandeó suavemente a Harvey para despertarle. De pronto se alegraba de que hubiera en el mundo cabrones como Garrison.

Capítulo 58

MIÉRCOLES, 21 de noviembre

Washington D. C.

Ben Garrison fingía mantener la calma mientras permanecía sentado en medio de la comisaría número doce, esposado a una silla. Los agentes se abrían paso a empujones a su alrededor sin reparar en él. Una puta desdentada le sonreía desde el otro lado de la sala. Incluso le guiñó un ojo, descruzó las piernas y le ofreció una panorámica a lo Sharon Stone de su mercancía. Ben ni se inmutó.

Le picaban las muñecas, comprimidas por las esposas. Las patas endebles de la silla le sacaban de quicio. Empujó la silla contra la pared y los dos cabrones que le habían llevado allí pusieron mala cara. Aún no podía creer que Racine le hubiera hecho aquello. ¿Quién iba a pensar que se atrevería? Pero, cosa rara, aquello sólo le daba más ganas de follársela.

A su regreso de Boston había encontrado a dos policías del Distrito esperándolo en su apartamento. Al principio, pensó que la señora Fowler iba a hacer que le echaran del edificio porque había notado el olor del pesticida que había dejado para disfrute de las cucarachas. Si aquellas pequeñas bastardas habían invadido el edificio, a la pobre mujer le habría dado un infarto. Pero, no, no se trataba de la señora Fowler, sino de Racine. Qué sorpresa. La muy zorra tenía sus propios planes, entre los que se incluía, obviamente, el hacerle esperar.