– ¿Cómo es posible que no hiciera nada? -O'Dell no estaba dispuesta a dejarlo correr. Ben notaba la ira en su voz.
– Usted no lo entiende. Si hubiera dejado la cámara, usted no tendría estas putas fotos para poder salir ahí fuera y empapelar a esos cabrones.
– Si hubiera dejado la cámara e intentado detenerlos, tal vez no necesitáramos esas fotos. Tal vez esas mujeres no hubieran pasado por esto.
– Sí, ya. Como si fuera culpa mía. Déjeme decirle que hace falta mucho trabajo y mucha planificación para que las noticias ocurran, señorita Agente del FBI. Yo registro imágenes. Capturo emociones. No tomo parte en lo que ocurre. Soy un instrumento. Cuando estoy detrás de la cámara, soy el puto hombre invisible. Mire, ya tienen sus fotos. Yo me largo de aquí.
Agarró su mochila, guardó la cámara y las lentes y se volvió para marcharse, esperando que alguna de ellas lo detuviera. Pero las dos estaban ocupadas examinando las fotografías. Racine incluso había empezado a tomar notas.
¡Que les dieran por culo! Si no lo entendían, él no iba a explicárselo. Se fue, un poco decepcionado porque ni siquiera estuviera por allí el Neanderthal para darle un empujón o mandarle a tomar por culo con el dedo. Por lo visto Racine había ganado aquel asalto.
Capítulo 59
– Es increíble -dijo Racine, que sacudía la cabeza mirando las fotografías como si de veras le costara creerlo-. ¿Crees que esto es lo que les pasa?
Sin necesidad de explicaciones, Maggie comprendió que se refería a las mujeres asesinadas: Ginny Brier, la indigente encontrada bajo el viaducto y la chica hallada en el lago de Raleigh. Y ahora, tras hablar con Tully, podían añadir a la lista a esa pobre mujer a la que la policía de Boston acababa de identificar como Maria Leonetti, una agente de bolsa.
– ¿Es posible? -prosiguió Racine al ver que Maggie no contestaba-. ¿Podría ser una especie de ritual de iniciación? ¿Un rito de paso para los chicos de Everett?
– No lo sé -contestó al fin Maggie-. Casi espero que no.
– Esto resolvería muchas dudas, desde luego. Como por qué no las mataron enseguida. Ya sabes, como si jugaran con ellas a un juego macabro. Y también explicaría por qué los asesinatos coinciden con los sermones de Everett.
– Pero en Boston no hubo sermón -le recordó Maggie. Se quedaron calladas de nuevo, la una junto a la otra, mirando las fotografías dispersas sobre la mesa, sin tocarlas. Fue Racine quien rompió el silencio.
– ¿Por qué dices que casi esperas que no?
– ¿Qué?
– Has dicho que casi esperas que los asesinatos no sucedieran así.
– Lo decía porque odio pensar que un hombre pueda incitar a un grupo de chicos a hacer algo así. Que un solo hombre pueda convencer a unos chavales para violar, torturar y posiblemente asesinar a una mujer.
– No sería la primera vez en la historia. Los hombres a veces son unos cabrones -dijo Racine con cierta rabia.
Maggie la miró. Tal vez aquella rabia procediera de alguna vivencia personal. Quizá le venía de haber pasado varios años en la unidad de crímenes sexuales. Fuera cual fuese la razón, parecía algo personal, y Maggie no quería saber más.
– Esto significa que Everett es mucho más peligroso de lo que creíamos -dijo, y añadió casi en un susurro-. Eve tenía razón.
– ¿Quién es Eve?
– Una ex miembro de la secta con la que hablé. Cunningham y el senador Brier concertaron el encuentro. Pensé que era una idiota por estar tan paranoica.
– Bueno, ¿y ahora qué hacemos?
Maggie empezó por fin a rebuscar entre el cúmulo de cosas que Garrison se había dejado tras vaciar la mochila. Tenía tanta prisa por irse que sólo se había llevado la cámara y un objetivo. Maggie apartó un extraño aparato metálico, una camiseta y unos pantalones de chándal que olían mal y tomó un sobre de papel de estraza. Lo abrió y desparramó sobre la mesa las fotografías que contenía, junto a las de Boston. Todas parecían instantáneas del cadáver de Ginny Brier. Tenían que ser del carrete que Garrison se había guardado, sobras de las que había vendido al Enquirer.
– Todavía no puedo creer que haya sido tan tonta -dijo Racine en cuanto vio las fotografías-. El comisario Henderson está que trina.
– Cometiste un error. A todos nos pasa -le dijo Maggie sin atisbo de reproche. Notó que Racine la miraba fijamente.
– ¿Por qué estás tan comprensiva? Creía que tú también estabas cabreada conmigo.
– Estoy cabreada con Garrison, no contigo -respondió Maggie sin mirarla. Seguía rebuscando entre las fotografías de Ginny Brier. Había algo en aquellos primeros planos que le inquietaba. Pero ¿qué era?
– Me refería al caso DeLong.
Maggie se detuvo en una fotografía que mostraba de cerca el rostro de Ginny Brier, pero sintió los ojos de Racine clavados en ella. Así que el caso DeLong también seguía mortificándola a ella.
– Estabas muy enfadada conmigo -Racine no quería dejar correr la cuestión. Tal vez necesitara algún tipo de absolución-. Metí la pata y se filtraron algunas pruebas. ¿Es por eso por lo que todavía estás tan cabreada conmigo?
Maggie la miró.
– Estuviste a punto de arruinar la investigación -volvió a la foto de Ginny Brier, cuyos ojos la miraban con fijeza. En los ojos de aquella instantánea había algo distinto. ¿Qué coño era?
– Pero no fue así -insistió Racine-. Todo salió bien. A veces me pregunto…-titubeó-. A veces me pregunto si de verdad fue por eso por lo que te enfadaste tanto conmigo.
Maggie le sostuvo la mirada y esperó a que Racine se sacara del pecho lo que necesitaba decir, aunque estaba casi segura de saber qué era.
– ¿De qué estás hablando exactamente?
– ¿Todavía estás enfadada conmigo porque cometí un error y filtré pruebas, o porque intenté ligar contigo?
– Las dos cosas fueron muy poco profesionales -dijo Maggie inexpresivamente y sin vacilar-. Tengo poca paciencia con los colegas poco profesionales -volvió a concentrarse en las fotos, pero sentía que la detective seguía observándola, a la espera-. Eso es todo, Racine. De veras, no hay nada más. Ahora, ¿podemos volver al caso? -le dio la foto-. ¿Por qué es distinta ésta?
Racine cambió de postura, pero Maggie advirtió que no se resistía a cambiar de tema.
– ¿Distinta? ¿Por qué? -preguntó.
– No estoy segura -dijo Maggie. Sentía los efectos del whisky de la noche anterior y se frotó los ojos-. Tal vez tenga que ver otras fotos de la escena del crimen. ¿Tenemos alguna a mano?
Racine no hizo ademán de ponerse a buscar.
– ¿Todavía crees que soy poco profesional? Me refiero a este caso.
Maggie se detuvo y se volvió para mirarla. Eran casi de la misma altura, de modo que sus ojos quedaban al mismo nivel. La detective, siempre tan arrogante, esperaba una respuesta con una mano sobre la cadera mientras con la otra daba golpecitos en la mesa con la fotografía. Le sostenía la mirada a Maggie con aquella expresión de dureza que seguramente creía haber perfeccionado, pero había en sus ojos un atisbo de vulnerabilidad cuando parpadeó, miró hacia un lado y volvió luego a fijar la mirada en Maggie, como si hiciera un esfuerzo consciente por no inmutarse.
– No he recibido ninguna queja -contestó por fin Maggie. Luego esbozó una sonrisa y añadió-. Aún.
Racine hizo girar los ojos, pero Maggie notó que se sentía aliviada.
– Cuéntame lo que sepas sobre Garrison -dijo Maggie, confiando en volver al trabajo, a pesar de que los ojos sin vida de Ginny Brier, que la miraban desde las obscenas fotos de Garrison, le causaban un insidioso desasosiego.
– ¿Aparte de que es un cabrón arrogante y mentiroso?
– Da la impresión de que has trabajado otras veces con él.
– Hace años, cuando yo estaba en antivicio, a veces montaba guardia en el segundo turno como fotógrafo forense -dijo Racine-. Siempre ha sido un capullo, incluso antes de convertirse en un fotoperiodista de prestigio.