– ¿Alguna foto famosa que yo haya podido ver?
– Sí, claro. Seguro que viste ésa tan espantosa de la princesa Diana. La borrosa, hecha a través del parabrisas roto. Da la casualidad de que Garrison estaba en Francia. Y una de las que tomó en el atentado de Oklahoma City fue portada del Time. La del hombre muerto que miraba desde un montón de escombros. El cadáver no se ve a no ser que uno mire la fotografía de cerca, y entonces ahí están esos ojos, mirándote fijamente.
Maggie tomó otra fotografía de Ginny Brier y observó sus ojos horrorizados.
– Parece que le fascina fotografiar la muerte -dijo-. ¿Sabes algo sobre su vida privada?
Racine le lanzó una mirada recelosa y airada, y Maggie comprendió que había metido la pata. Pero Racine no se arredró.
– Ha intentado ligar conmigo muchas veces, pero sólo lo conozco del trabajo y de lo que he oído contar sobre él.
– ¿Y qué has oído?
– Me parece que no se ha casado nunca. Es de por aquí, de algún sitio de Virginia. Ah, y alguien me dijo que su madre había muerto hace poco.
– ¿Alguien? ¿Qué quieres decir? ¿Cómo lo sabía esa persona?
La detective achicó los ojos como si hiciera un esfuerzo por recordar.
– No estoy segura -dijo-. Espera un momento. Creo que fue Wenhoff. El otro día, cuando estábamos esperándote en el monumento a Roosevelt, justo después de que Garrison se marchara. No sé cómo lo sabía. Puede que por la oficina del forense. Sólo recuerdo que comentó que costaba creer que alguien como Garrison tuviera una madre. ¿Por qué lo preguntas? ¿Crees que significa algo? ¿Crees que por eso está tan alterado y tan ansioso por volver a ser famoso?
– No tengo ni idea -pero Maggie no pudo evitar pensar en su propia madre. ¿Qué peligro corría Kathleen O'Dell por el mero hecho de pertenecer al grupo de Everett? ¿Podría convencerla de algún modo de que estaba en peligro?-. ¿Tú te llevas bien con tu madre, Racine?
La detective la miró como si la pregunta tuviera truco, y sólo entonces se percató Maggie de que era una pregunta injusta y muy poco profesional.
– Perdona. No quería entrometerme -dijo antes de que Racine pudiera contestar-. Es que últimamente pienso mucho en la mía.
– No, no importa -dijo Racine, que de pronto parecía relajada-. Mi madre murió cuando yo era una niña -añadió con naturalidad.
– Lo siento. No lo sabía.
– No pasa nada. Lo malo es que tengo muy pocos recuerdos de ella, ¿sabes? -se había puesto a hojear las fotografías, y Maggie se preguntó si quizás aquel tema la turbaba más de lo que pretendía. Parecía necesitar tener las manos ocupadas, y miraba a todas partes. Pero, aun así, agregó-: Mi padre me habla de ella sin parar. Dice que me parezco mucho a ella cuando tenía mi edad. Y supongo que ahora me toca a mí recordar todas esas historias, porque él está empezando a olvidarlas.
Maggie aguardó. Daba la impresión de que Racine no había concluido. Cuando levantó la mirada, Maggie comprendió que estaba en lo cierto.
– Últimamente olvida muchas cosas -añadió la detective.
– ¿Tiene Alzheimer?
– Los primeros síntomas, pero sí.
Apartó la mirada de nuevo, pero Maggie sorprendió un atisbo de flaqueza en sus ojos duros y penetrantes. Luego comenzó a hurgar entre las cosas de Garrison como si buscara algo y preguntó:
– ¿Qué hacemos con Everett? ¿Con Everett y con su panda de matones?
– ¿Tenemos suficiente con esas fotos para pedir una orden de arresto?
– Para ese tal Brandon, yo diría que sí, desde luego. Tenemos las fotografías y un testigo ocular que lo sitúa con Ginny Brier en las horas previas al asesinato.
– Apuesto a que, si conseguimos una muestra de ADN, encajará con la del semen.
– Pero habrá que entregar la orden en el complejo de Everett -dijo Racine-. Y no sabemos qué vamos a encontrarnos.
– Llama a Cunnignham. Él sabrá qué hacer. Seguramente hará falta un equipo de rescate de rehenes -en cuanto dijo esto, Maggie pensó en Delaney-. Espero que las cosas no se compliquen. ¿Cuánto tiempo crees que tardaremos en conseguir la orden?
– ¿Para el sospechoso del asesinato de la hija del senador? -Racine sonrió-. Creo que la tendremos antes de que acabe el día.
– Tengo que irme corriendo a Richmond, pero volveré enseguida.
– Ganza ha dicho que necesitaba hablar contigo. Te dejó un mensaje.
Maggie se dirigió a la puerta.
– ¿Sabes qué quería?
– No estoy segura. Era algo sobre un antiguo informe policial y una muestra de ADN.
Maggie sacudió la cabeza.
No tenía tiempo. Además, tal vez se tratara de otro caso.
– Lo llamaré desde el coche.
– Espera un momento -Racine la detuvo-. ¿Dónde vas con tanta prisa?
– A intentar que entre en razón una mujer muy testaruda.
Capítulo 60
Gwen se dejó caer en el asiento de la ventana mientras Tully embutía sus bolsas de viaje en el compartimento del techo. Durante el viaje en taxi hasta el aeropuerto de Logan habían logrado colmar el embarazoso silencio con amables comentarios acerca del tiempo y algunos pormenores sobre la escena del crimen. De momento, habían eludido hablar de lo de la noche anterior y de lo que había interrumpido la llamada de Nick Morrelli. Gwen se sorprendió preguntándose si convenía que fingieran que no había pasado nada. Luego se dio cuenta de lo ridículo que era que una psicóloga contemplara siquiera esa posibilidad. Sí, de acuerdo, tal vez no se le daba muy bien llevar a la práctica lo que predicaba.
Tully se sentó a su lado y se puso a enredar con el cinturón de seguridad mientras miraba a los pasajeros que iban entrando en el avión. Parecía que el vuelo no iba a llenarse. Si nadie ocupaba el asiento del pasillo, tendrían más oportunidades para hablar. ¡Genial!
Gwen sabía que no era extraño que dos personas que acababan de pasar por una crisis se sintieran atraídas de un modo que habrían considerado impensable en circunstancias normales. Y la agresión que había sufrido el día anterior podía, ciertamente, considerarse una crisis. Eso era -saltaba a la vista- lo que había pasado.
Las azafatas iniciaron el protocolo previo al despegue. Tully las observaba como si estuviera cautivado y nunca antes se hubiera subido a un avión, lo cual indicaba obviamente que él también se sentía violento. Gwen deseó de pronto haber comprado un libro de bolsillo en la librería del aeropuerto. A ese paso, el vuelo de una hora se le haría eterno.
Una vez estuvieron en el aire, Tully sacó su maletín de debajo del asiento. Se lo puso sobre las rodillas y de repente pareció más cómodo, como si, al adoptar aquella pose profesional, se recubriera con un manto de seguridad.
– Hablé con O'Dell -dijo mientras hojeaba un montoncillo desordenado de papeles y apartaba bolígrafos, una agenda y un cúmulo de clips.
Gwen se preguntó de inmediato si alguna vez usaba la agenda. Luego se sorprendió preguntándose qué pensaría Maggie cuando se enterara de lo de la noche anterior y supiera que había quebrantado su norma de oro: jamás liarse con un compañero de trabajo. Pero en realidad no había pasado nada. No habían tenido tiempo de… en fin, de liarse.
Tully sacó varias copias de unas fotografías de la escena del crimen y comenzó a señalar similitudes.
– O'Dell dice que ese fotógrafo, el que le vendió las fotos de Ginny Brier al Enquirer, tiene fotos de los chicos del reverendo Everett agrediendo a varias mujeres ayer, en el Boston Common.
– ¿Estás de broma? ¿Ayer? -Tully había conseguido captar su atención-. ¿Y cómo es que estaba en Boston ese tipo?
– Al parecer oyó de pasada algo sobre un ritual de iniciación cuando estaba haciendo fotos en el mitin de Washington. O'Dell dice que la víctima de anoche es una de las mujeres de las fotografías, y que será fácil identificar a los chicos. Varios de ellos aparecen con Everett en las fotos de la concentración de Washington, así que ya tenemos una conexión.