– Esto empieza a parecerme demasiado fácil. Si los chicos de Everett están implicados en los asesinatos, ¿por qué iba a permitir Everett que les fotografíen?
– Tal vez no lo supiera.
– ¿Y cómo ha conseguido Maggie que Garrison le diera esas fotografías?
Tully meneó la cabeza, y Gwen advirtió su leve sonrisa.
– No estoy seguro, y tampoco quiero saberlo.
Gwen se echó a reír.
– Vaya, veo que ya conoces bastante bien a mi buena amiga.
– Digamos simplemente que a veces está más dispuesta que yo a saltarse el reglamento.
– ¿Tú eres de los de manual?
– Sí, intento serlo. ¿Te parece mal?
– No, creo que no.
Tully la miró como si esperara una explicación y luego dijo:
– Me ha parecido que querías añadir un pero.
– No, en absoluto. Sólo me estaba preguntando cómo encaja lo de anoche en tu reglamento.
Él se puso colorado y apartó la mirada. Gwen siguió su ejemplo y se puso a mirar por la ventanilla. «Qué maniobra tan sutil, Patterson», se reprendió. Quién hubiera dicho que era doctora en psicología.
– Supongo que deberíamos hablar de lo de anoche -dijo por fin Tully.
– No hace falta -se sorprendió diciendo ella mientras pensaba que sí, que tenían que hablar. ¿Qué le pasaba?-. Lo que no quiero es que se interponga entre nosotros cuando trabajemos juntos.
Dios, qué patético. ¿De dónde se había sacado aquel rollo? Debía callarse y, sin embargo, se descubrió añadiendo:
– Fue simplemente la crisis.
Tully la miraba, expectante. Gwen creía que no hacían falta más explicaciones, pero obviamente se equivocaba.
– Una crisis hace que la gente actúe como no lo haría en circunstancias normales.
– Nosotros no estábamos en medio de una crisis.
– No, claro que no. Pero no tiene que ser durante la crisis. Es un efecto posterior.
Tully volvió a mirar su ordenador y pulsó un par de teclas para cerrar el archivo que acababa de abrir. Sin levantar la mirada, dijo:
– Da la impresión de que prefieres que finjamos que no pasó nada.
Gwen lo miró, buscando algún indicio de lo que él deseaba. Pero Tully mantenía los ojos fijos en la azafata que se acercaba por el pasillo con el carrito de las bebidas, como si estuviera deseando tomarse un café y un bollo empaquetado.
– Mira, Tully, tengo que admitir… -Gwen se detuvo; de pronto la había asaltado una idea-. ¿No debería llamarte R.J.? Y, por cierto, ¿qué significa R.J.?
Él hizo una mueca. Otra metedura de pata. Fantástico, lo estaba bordando.
– Todos mis amigos me llaman Tully.
Ella aguardó, y luego se percató de que no iba a decirle nada más. Adiós a su intimidad. Lo de la noche anterior sólo había sido cuestión de sexo, nada más. ¿Por qué de pronto se sorprendía? ¿Acaso no era lo mismo para ella? Menos mal que Morrelli los había interrumpido.
– ¿Qué ibas a admitir? -preguntó él, mirándola-. Has empezado a decir que tenías que admitir algo.
– Sólo que no estaba segura de cómo llamarte. Eso es todo -repuso ella, y una vocecilla interior le dijo que era una excelente embustera.
Pero ¿acaso podía admitir que lo de la noche anterior había sido asombroso e increíble y luego decir: «así que vamos a olvidarlo, ¿vale?»? Había conseguido no complicarse la vida durante años. Le parecía vergonzoso arrojar todo aquello por la borda por un solo encuentro, aunque hubiera sido sorprendentemente placentero.
– Entonces, lo atribuimos a un momento de crisis -dijo Tully encogiéndose de hombros, incapaz de ocultar un asomo de… ¿De qué? ¿De decepción? ¿De sarcasmo?
– Sí. Creo que será lo mejor -contestó ella.
Imaginaba que Freud habría acuñado un término preciso para nombrar lo que estaba haciendo, lo que se decía a sí misma, el modo en que afrontaba la situación. Aunque a decir verdad no se imaginaba a Freud pronunciando en voz alta la palabra gilipollez.
Capítulo 61
Esta vez, Maggie recordó que tenía que dejar la I-95 antes de llegar al peaje. Salió a la autopista Jefferson Davies y, en cuanto cruzó el James, se dio cuenta de que seguramente tendría que desandar parte del camino para llegar a casa de su madre. Dos viajes en dos días: debería ser capaz de hacer aquel trayecto sin tropiezos. Al fin y al cabo, había pasado su adolescencia allí, hasta que se marchó a la universidad de Virginia en Charlottesville. Sin embargo, nunca se había sentido a gusto en aquella ciudad. En aquel momento de su vida ningún lugar de la tierra podía parecerle un hogar. Es decir, ningún lugar de la tierra sin su padre.
Nunca había entendido por qué su madre había insistido en mudarse de Green Bay a Richmond tras la muerte de su padre. ¿Por qué no quería que se quedaran en su casa, rodeadas por personas que las conocían y las querían, y arrulladas por los recuerdos? A no ser, claro, que hubiera rumores y habladurías… No, aquello tenía que ser mentira. No permitiría que aquella idea la hiciera dudar, no la dignificaría con… Pero ¿por qué se mudaron? ¿Le había dado su madre alguna explicación?
Kathleen O'Dell había buscado un lugar ajeno y desconocido, un lugar que Maggie nunca había visitado y del que ni siquiera había oído hablar. Y la única explicación que le dio su madre… ¿cuál fue? Algo así como que tenían que empezar de cero, de un nuevo comienzo. Sí, claro. Un nuevo comienzo tras cada intento fallido de suicidio. Había habido tantos que Maggie ya no llevaba la cuenta.
Y sin embargo allí estaba, intentando rescatar a su madre una vez más.
Detuvo el coche frente al edificio de apartamentos, tras rodear una enorme camión blanco que ocupaba cinco plazas de aparcamiento. Varios hombres estaban cargando de muebles el camión mientras un señor bajo y de pelo cano mantenía abierta la puerta de seguridad del edificio. Menuda seguridad.
No fue hasta que echó a andar por la acera y pasó junto al camión que reconoció el sillón de flores que aquellos hombres estaban metiendo en el remolque. Levantó inmediatamente la mirada hacia el apartamento de su madre en el segundo piso y notó que las cortinas habían desaparecido de las ventanas. La punzada de pánico la pilló desprevenida.
– Perdone -le dijo al hombrecillo de pelo cano que parecía dirigir la mudanza-, yo conozco estas cosas. ¿Qué está pasando?
– La señora O'Dell vende sus cosas.
– ¿Quiere usted decir que se muda?
– Bueno, no sé si se muda. Lo que quería decir es que vende sus muebles.
A Maggie debió de notársele el estupor en la cara, porque el hombrecillo prosiguió diciendo:
– Soy Frank Bartle -se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y le entregó una tarjeta de visita-. De Antigüedades y Tesoros de Segunda Mano Al y Frank. Estamos en Kirby. Si ve algo que le guste, lo tendremos listo para la venta la semana que viene.
– Pero no entiendo por qué lo vende todo. Supongo que debería subir y preguntárselo, en lugar de molestarlo a usted.
– Me temo que no podrá hacerlo.
– Le prometo que no les estorbaré -Maggie sonrió y se dirigió hacia la puerta.
– No, lo que quería decir es que no está aquí.
Maggie sintió de pronto un frío pegajoso.
– ¿Dónde está?
– No lo sé. Yo iba a comprarle algunas antigüedades. Ya sabe, algunas baratijas, unas cuantas figuritas y cosas por el estilo. Pero esta mañana me llamó temprano para preguntarme si quería el lote completo.
Maggie se apoyó en el quicio de la puerta.