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– ¿Dónde ha ido?

– No lo sé.

– Pero le habrá dejado alguna dirección.

– No.

– ¿Y el pago?

– Me pasé por aquí esta mañana. Le dije un precio estimado y le di un cheque. Ella me dio una llave. Dijo que se la devolviera a la portera cuando acabáramos.

¿Cómo podía haber ocurrido todo aquello en menos de veinticuatro horas? ¿Y qué le había sucedido a su madre para comportarse así? ¿O acaso lo tenía planeado y no se lo había dicho? El día anterior tenía unas cuantas cajas embaladas y apiladas. Pero ¿por qué se había empeñado en invitarla a cenar en Acción de Gracias si no pensaba estar allí? ¿Qué coño estaba pasando?

Frank Bartle se estaba hurgando otra vez en el bolsillo de la chaqueta.

– Tengo un recibo, si no me cree.

Maggie lo detuvo agitando la mano.

– No, no se preocupe. Lo creo. Es que es muy extraño. La vi ayer.

– Lo siento, pero es todo lo que sé -repuso él, pero se distrajo mirando a un operario que acababa de salir del edificio-. Ten cuidado con eso, Emile. Ponlo en lugar seguro, ¿de acuerdo?

En un lado de la caja que llevaba el operario Maggie vio garabateada en rotulador negro una sola palabra: figuritas. Las figuritas de su bisabuela, la posesión más preciada de su madre. De pronto se sintió mal. Fuera donde fuese donde había ido su madre, no pensaba volver.

Capítulo 62

Ben Garrison le dio una patada a la puerta abierta. Tenía ganas de estrangular a la señora Fowler. ¿Cómo se atrevía a entrar en su apartamento sin avisarlo? Antes solía cerrar casi compulsivamente las puertas tras su ristra de hombres para todo. Quizá con los años estuviera perdiendo la chaveta.

Ben dejó su macuto sobre la encimera de la cocina y las vio por el rabillo del ojo. Agarró despacio y sin hacer ruido lo primero que encontró, echó el brazo hacia atrás y lanzó la vieja zapatilla de tenis contra la negra hilera que iba subiendo por la pared del cuarto de estar.

¡Mierda! Estaba harto de cucarachas. ¿Es que jamás iba a librarse de ellas? ¿Por eso había entrado la señora Fowler? Quizá lo mejor fuera mudarse a otro apartamento. Ahora que había recuperado su buena estrella, podía permitírselo. Pero tendría que esperar para tomar una decisión. De momento, apenas tenía tiempo para darse una ducha rápida, volver a hacer las maletas, recoger unos cuantos carretes y largarse al aeropuerto.

Vació la mochila sobre la encimera y hurgó entre su contenido. Tiró a la basura los botes vacíos de los carretes e hizo un rápido inventario. Todavía le jodía haberle tenido que dar a Racine todos los negativos de Boston. Pero no podía permitirse meter la pata ahora que estaba en racha.

Mientras rebuscaba entre sus cosas cayó en la cuenta de que se había dejado el trípode en la comisaría. ¡Joder! ¿Cómo podía haber sido tan descuidado? Le pasaba cada vez que se pasaba de listo. De pronto se preguntaba qué más se había dejado. Sin las camisetas y los pantalones del chándal podía pasar, pero sin el trípode no. Tendría que parar a comprar otro. Porque ni loco volvía a la comisaría.

Escuchó sus mensajes telefónicos, anotó los nombres de los editores y los números de teléfono que no tenía. De pronto todo el mundo quería una exclusiva suya. En un abrir y cerrar de ojos volvería a fotografiar lo que le diera la gana, aunque sería difícil que algo superara el subidón de adrenalina que extraía de aquel pequeño proyecto. Quizá hasta encontrara una galería que quisiera exponer sus fotografías. A fin de cuentas, ése era su verdadero anhelo, una auténtica obra maestra.

Había cinco avisos de llamada sin mensaje en el contestador. Alguien llamaba, esperaba un momento y luego se oía un clic. Seguramente eran los pequeños guerreros de Everett. Pero ¿por qué colgaban sin dejar un mensaje ofensivo? ¿Se les estaba acabando la munición?

Pobre Everett. Por fin iba a tener su merecido. Quizá Racine y aquella tía del FBI fueran lo bastante listas como para juntar las piezas del puzzle. Pero, con suerte, no lo harían antes de lo de Cleveland. Ben necesitaba hacer ese último viaje.

Se dirigió al cuarto de baño, se desnudó dejando en el suelo una estela de ropa sucia, sin importarle que las cucarachas se adueñaran de sus vaqueros viejos. Quizá los quemara cuando volviera. Sí, los metería en una bolsa de plástico, les prendería fuego y vería retorcerse a las putas cucarachas. Se preguntaba si las cucarachas emitían algún sonido. ¿Chillaban, quizá?

Al entrar en el cuarto de baño, notó enseguida que la puerta de cristal ahumado de la ducha, estaba cerrada. Él siempre la dejaba abierta. Si no, el vaho y la condensación acababan produciendo una cosecha de hongos. No veía nada a través del cristal blanquecino, pero, si hubiera alguien allí escondido, se habría visto una sombra o una silueta. Tal vez alguno de los obreros de la señora Fowler había estado enredando con las cañerías. Tenía que ser eso.

Quitó una toalla de la percha y la sacudió para asegurarse de que no tenía cucarachas. Abrió la puerta de la ducha y alargó el brazo para abrir el grifo. Miró la bañera y retrocedió de golpe, pero tropezó, resbaló y cayó al suelo. Se levantó a duras penas, agarró la puerta de la ducha y la cerró bruscamente, no sin antes echar un último vistazo para asegurarse de que no estaba viendo visiones.

Esta vez, se habían pasado de la raya.

Enroscada en su bañera había una serpiente capaz de tragárselo entero.

Capítulo 63

Complejo Everett

Sentada en el suelo, junto a la silla de respaldo alto del reverendo Everett, Kathleen O'Dell esperaba a que el salón de actos se llenara. Stephen estaba sentado al otro lado, con Emily. Ni el uno ni el otro le habían dirigido la palabra desde que habían ido a buscarla. No le habían dado ninguna explicación durante el viaje al complejo; sólo respuestas breves y cortantes que en realidad no decían nada. Kathleen se preguntaba si estaban enfadados o sólo era que tenían prisa. No había sido capaz de adivinar lo que estaban pensando. Ahora, mientras permanecían sentados, miró de soslayo al reverendo Everett. Él tampoco parecía enfadado, aunque poco antes creía haber distinguido algo extraño en su voz y sus ademanes. Kathleen se preguntaba si era pánico.

No, claro que no. Se estaba poniendo paranoica. No había razón para sentir pánico. Y, sin embargo, esa mañana, cuando el reverendo la había llamado por teléfono, parecía tan nervioso que la había dejado con el alma en vilo. Se había pasado toda la mañana, mientras esperaba a Frank -el de Antigüedades Al y Frank- y luego a Stephen y Emily, lamentando haberse acabado la botella que guardaba al fondo del armario.

El reverendo Everett no le había explicado por qué tenían que irse tan de repente. A llegar al complejo, habían encontrado a los demás yendo de acá para allá, preparándose para otra retahíla de concentraciones, la primera en Cleveland, la noche siguiente. Eso era todo: preparativos. Pero ¿por qué había convocado el reverendo Everett aquella reunión urgente? ¿Y por qué tenía Emily cara de pánico?

Ella no tenía por qué estar allí. No estaba previsto que fuera a la concentración de Cleveland. El reverendo Everett le había recomendado que pasara Acción de Gracias con Maggie. Claro, que ella no había tenido tiempo de hablarle de lo de Maggie. Ahora era mejor callarse la boca. Porque de pronto todo parecía haber cambiado. Había ocurrido algo terrible. Lo bastante terrible como para dejar a Emily sin habla. Lo bastante terrible como para que Stephen no la mirara a los ojos.

Se sentía en medio de una densa niebla que le impedía ver con claridad. Todavía no podía creer que todas sus cosas hubieran desaparecido: su apartamento, sus alegres cortinas amarillas y las figuritas de su abuela. Quizá por eso llevaba todo el día doliéndole la cabeza. Eran demasiadas cosas para un solo día. Seguro que el reverendo lo entendía. Quizá, cuando llegaran a Cleveland, el reverendo hubiera cambiado de idea. Sí, estaba segura de que podría calmarse y se daría cuenta de que todo iría bien.