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– Yo soy Justin -dijo él.

– Pues gracias por tu ayuda, Justin.

Él inclinó la cabeza.

– Sé que no ha hecho nada malo.

Dio media vuelta y salió por la puerta trasera. Tenía que volver a la cocina. A llenar cajas con latas de alubias y de sopa, y con arroz suficiente para dar de comer a un país pequeño. Tal vez se estuviera pasando en sus ganas de ayudar, pero sabía que en Boston la había cagado a lo grande. Desde su regreso, esperaba a medias acabar con la boa constrictor al cuello. Sabía lo cerca que había estado de hallarse en la parte delantera de la sala. Tal vez por eso había tenido que volver para ayudar a la mujer, a aquella tal Kathleen. Por eso y porque le recordaba a su madre. No se había dado cuenta hasta esa noche de que echaba de menos a su madre. Y a Eric. De pronto se preguntaba si su hermano iba a volver.

Al principio, había creído que no le permitirían ir a Cleveland, a la siguiente concentración. Lo habría preferido. Incluso había pensado que tal vez pudiera largarse mientras los demás estaban fuera. Estaba seguro de que podría encontrar el camino que llevaba al Parque Nacional de Shenandoah. La última vez se había topado con él sin querer. Pero luego Alice le había dicho que estaba en la lista, en la puta lista de los que tenían que ir a Cleveland.

Encontró a una señora mayor llamada Mavis y la ayudó a meter en el maletero del autobús las cajas amontonadas en la carretilla. Algunos compartimentos estaban ya llenos de cajas. Dentro de los dos autobuses, los compartimentos del techo parecían llenos hasta los topes. Una mujer de la lavandería le dijo que colocara bajo los asientos todas las cajas que había llevado en una carretilla.

– Tienen que caber. Hay que meterlas como sea -le dijo, y se fue.

Las cajas llevaban etiquetas: camisas, ropa interior, toallas. ¿Para qué necesitaban todas aquellas cosas en un viaje de dos noches? Estaba metiendo la última caja bajo el asiento del conductor cuando Alice subió los escalones del autobús cargada con unas mantas. La ayudó a buscarles un hueco, evitando sus ojos y cualquier contacto. No había estado a solas con ella desde su conversación con el Padre. No debía importarle, pero le costaba mirarla. No podía creer que fuera tan falsa, siempre haciéndose la pura y la inocente. ¡Y pensar que había intentado sermonearlo por sus malas costumbres! Él por lo menos no era una puta.

¡Mierda! Se había prometido no pensar así, sobre todo después de ver a las pobres chicas del día anterior, chillando y pataleando. Todavía no había podido quitarse aquellas imágenes de la cabeza.

– Has estado muy callado desde que volviste de Boston -dijo Alice, mirándolo con aquella expresión preocupada que él antes creía sincera. Ahora no sabía qué pensar. Nadie parecía ser como él creía. Ni siquiera él mismo-. ¿Estás bien?

– Sí, estoy bien. Sólo un poco cansado -fingió inspeccionar las cajas para asegurarse de que estaban bien colocadas bajo los asientos.

– Bueno, podrás dormir un poco cuando nos pongamos en marcha -dijo ella. Parecía compadecerse de él. Pero ¿era sincera?

Al ver que no la miraba, Alice le puso una mano sobre el brazo.

– Justin, ¿he hecho algo para que te enfades conmigo?

– No, ¿por qué?

– ¿Por qué no me miras?

¡Mierda! Había olvidado que Alice podía verle el alma. La miró a los ojos sólo para demostrarle que podía hacerlo. Pero fue un error. Ella notó que pasaba algo, y le devolvió una mirada de tristeza que le hizo sentirse culpable.

– Por favor, dime si he hecho algo malo -dijo ella-. No soporto pensar que estás enfadado conmigo.

Justin solía pensar que Alice era la única persona que era franca con él, la única en la que podía confiar. Ahora ya no sabía. ¡Joder! Estaba tan cansado…Y todavía se sentía mareado. No había comido nada desde que vomitó las hamburguesas y la cerveza.

– No estoy enfadado contigo -dijo por fin-. Ya te lo he dicho, estoy cansado -notó que no le creía, pero de todos modos pasó a su lado, comprimiéndola contra los asientos-. Hasta luego -escapó de allí y se alejó del autobús con paso largo y vivo, confiando en que ella no sintiera la tentación de seguirlo.

Al pasar junto al edificio de administración vio a los de las oficinas. Parecía que estaban rompiendo papeles y desmontando los discos duros de los ordenadores. Detrás del edificio, tres mujeres habían prendido una pequeña fogata y estaban arrojando a las llamas lo que parecían archivadores y montones de papeles. A lo lejos, entre los árboles, Justin vio un foco y las siluetas de anchos hombros de los guardaespaldas del Padre. No distinguía qué estaban haciendo. Daba la impresión de que estaban tendiendo un cable. Allí estaba pasando algo muy raro. Aquello no parecían los preparativos normales de un viaje.

Justin se detuvo de pronto, estupefacto. La zona de obras había sido despejada: no había ya maderos apilados, ni cajones, ni sierras. Hasta el viejo tractor John Deere había desaparecido. Se acercó para echar un vistazo. ¿Cómo coño se habían librado de todo aquello? ¿Cómo habían podido mover tantas cosas en tan poco tiempo?

Entonces vio un destello de luz detrás del vertedero. Dos hombres estaban cavando un hoyo mientras otro sostenía una linterna. Se apoyó contra un viejo cobertizo entre cuyas sombras podía esconderse. Los vio sacar del agujero cuatro cajas fuertes. Hicieron falta los tres para acarrear una de las cajas hasta el otro lado de la esquina. Con paso lento y cuidadoso, la transportaron camino abajo, donde el autobús estaba aparcado.

Mientras miraba, a Justin se le ocurrió una idea. No se estaban tomando todas aquellas molestias para la concentración. No podía creer que hubiera tardado tanto en darse cuenta. Estaban haciendo todo aquello porque no pensaban volver.

Capítulo 65

El móvil de Maggie empezó a sonar cuando volvía de Richmond.

– ¿Diga?

– O'Dell -dijo Racine con tantas prisas que Maggie se puso aún más nerviosa de lo que estaba-, ¿dónde coño te has metido?

– Estoy en la I-95, de vuelta al Distrito.

– Vamos a reunimos todos en Quantico.

– Está bien. Dentro de diez minutos estoy allí.

– Bien -Racine parecía aliviada-. No has llamado a Ganza.

– ¡Mierda! Se me ha olvidado. ¿Está ahí?

– Sí, anda por aquí, en alguna parte, pero no sé dónde.

Maggie oía los ruidos de fondo. Sabía que Racine estaba caminando de un lado a otro. Un hábito nervioso que Maggie reconocía enseguida.

– ¿Qué pasa, Racine? ¿Ocurre algo? ¿Has conseguido la orden de arresto?

– La verdad es que ahora son múltiples órdenes de arresto, gracias a Ganza. Había un antiguo expediente policial que Tully estaba revisando. Uno que encontraste tú sobre una estudiante de periodismo a la que violó Everett… O, mejor dicho, a la que presuntamente violó.

– Eso fue hace más de veinte años. Los cargos han prescrito.

– Sí, bueno, pero en el condado de Rappahannock tienen la costumbre de guardar las pruebas en los archivos. Creo que Ganza conoce a alguien en la oficina del sheriff de allí y consiguió que le mandaran por mensajero unas muestras.

– No puedo creer que esté perdiendo el tiempo con ese viejo caso. No podemos atrapar a Everett por eso, aunque Ganza crea haber encontrado algo. Los cargos han prescrito, el caso está cerrado. Además, la legislación sobre delitos de violación…

– La muestra era antigua -la interrumpió Racine, y prosiguió como si no la hubiera oído-. Estaba algo deteriorada, así que Ganza dice que no pudo establecer una correspondencia exacta. Pero se parecen mucho.

– ¿De qué estás hablando?

– De la muestra que Ganza consiguió de ese viejo caso. Y de la de Everett. El ADN se corresponde con el de la piel encontrada bajo las uñas de Ginny Brier. ¿Recuerdas que dijiste que casi toda la piel era de la chica, pero que había logrado arañar a su asesino? Pues es cierto, le arrancó un trozo de piel, y Ganza jura que es de Everett.