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– ¿Te refieres a ese reflejo blanco de abajo? Aparece en ésta, pero no en esta otra.

– ¿Qué crees que es?

– No estoy seguro. Podría ser una mancha del revelado, ¿no?

– ¿No parece más bien un reflejo?

Tully miró de nuevo.

– Sí, creo que sí. Es difícil saberlo. Pero ¿un reflejo de qué?

– ¿De unas esposas?

Tully se quedó mirando la foto de nuevo y entonces se acordó.

– Pero no llevaba esposas cuando la encontramos.

– Exacto -dijo Maggie, agitada, y, tomando otras dos fotografías, las dejó sobre la mesa-. Mira estas dos.

Eran primeros planos del rostro de Ginny Brier, cuyos ojos sin vida, muy abiertos, miraban fijamente al espectador. También parecían idénticas.

– No te sigo, O'Dell.

– Una es del carrete que Garrison se quedó. El que usó para venderle las fotos al Enquirer.

– De acuerdo, pero ¿en qué se nota? Parecen idénticas. El mismo ángulo, la misma distancia. Da la impresión de que intentaba duplicar las fotos que tomó para sí y las que tomó para nosotros.

– Ambas fotos tienen el mismo encuadre, la misma distancia, el mismo ángulo, pero están tomadas a distinta hora -dijo O'Dell, que parecía refrenar su agitación como si fuera descubriendo el rompecabezas a medida que hablaba.

– ¿De qué estás hablando?

– De los ojos -dijo-. Fíjate bien en ellos.

Maggie señaló las comisuras de los ojos de cada una de las fotos y Tully vio por fin a qué se refería. En una de las fotografías, había en los rabillos de los ojos pequeños cúmulos de huevos amarillentos. Tully no era un especialista, pero sabía que, después de la muerte, las moscas aparecían al cabo de unos minutos -como máximo, de un par de horas- y empezaban a poner sus huevos inmediatamente. Sin embargo, en la fotografía que Garrison se había guardado, los ojos de la chica estaban perfectamente limpios. No había ni el más leve indicio de infestación.

– Es imposible -dijo Tully, mirando a O'Dell-. Esta foto tuvo que ser tomada muy poco después de la muerte.

– Exacto.

Tully tomó de nuevo el trípode, convencido ya de que eran sus pies los que habían causado las extrañas marcas encontradas en el lugar de los crímenes.

– Eso significa que Garrison estaba en el lugar del crimen antes de que llegara la policía. ¿Qué coño se trae entre manos ese tipo?

– Y, lo que es más importante, ¿cómo se entera de los asesinatos antes que nosotros?

– Ah, O'Dell, ya ha vuelto -les interrumpió Cunningham. Llevaba en la mano una taza de café de la que bebía mientras andaba, como si no tuviera tiempo ni paciencia para hacer una sola cosa a la vez.

– ¿Sabe si los agentes han llegado ya al complejo? -preguntó Maggie.

– ¿Por qué no se sienta? -le dijo Cunningham, señalándole una silla.

Tully vio que O'Dell erguía la espalda, y sintió que sus propios músculos se crispaban.

– Ha habido otro tiroteo, ¿verdad? -inquirió ella.

– No exactamente.

– Eve me dijo que Everett jamás permitiría que lo atraparan vivo. Estaba preparado para un suicidio en masa. Como esos chicos de la cabaña -su voz parecía serena, pero Tully veía que con la mano derecha retorcía el bajo de la trenca-. Se niega a entregarse, ¿no?

– A decir verdad… -Cunningham se quitó las gafas y se frotó los ojos. Tully sabía que su jefe no era de los que se andaban por las ramas, pero últimamente estaba un poco impredecible-. Everett no estaba allí. Se ha ido. Creemos que puede estar ya de camino hacia Ohio, o quizá a Colorado.

O'Dell pareció aliviada, pero Cunningham le puso una mano sobre el hombro y añadió:

– Eso no es todo, Maggie. Todavía había gente en el complejo. En el breve intervalo que pasó entre que el equipo de rescate de rehenes anunció su presencia y el momento en que entró, debió de cundir el pánico. Tiene razón en lo del suicidio en masa. El equipo de rescate no está seguro de cuántos, pero hay muertos.

Capítulo 67

Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, pero seguía sintiendo arcadas. ¿Cómo coño iba a estar mareado? Era imposible. Tenía que ser otra cosa. Quizá fuera sólo la excitación, el presentimiento del inevitable clímax.

Los motores seguían rugiendo. Odiaba tenerlos tan cerca. Intentó que aquel sonido le relajara. Procuró concentrarse en el siguiente paso, el último paso. Sólo necesitaba mantenerse firme. Casi se le había acabado el brebaje casero. No podía permitirse tomar más hasta que fuera estrictamente necesario. Tendría que esperar. Podía hacerlo. Debía ser paciente. La paciencia era una virtud. Su madre lo había escrito en su diario, en alguna parte.

Tanta paciencia… Tanta sabiduría…

Entonces cayó en la cuenta de que no llevaba el libro encima. Joder! ¿Cómo coño había podido olvidarlo?

Capítulo 68

Kathleen O'Dell apoyó la cabeza en el asiento y procuró que el runrún del autobús anestesiara el dolor que sentía en las sienes. Sabía qué podía quitarle el dolor, pero por desgracia no había ni una gota de alcohol a la vista. Hasta había registrado el botiquín de la cafetería con la esperanza de encontrar algún jarabe para la tos. Pero lo único que había encontrado era una bolsa de plástico llena de píldoras rojas y blancas para el dolor de cabeza. De pronto lamentaba no haberse tomado varias para librarse del insistente martilleo que notaba en la cabeza.

Sentada tranquilamente en el asiento del pasillo, a su lado, aquella chica llamada Alice buscaba de vez en cuando con la mirada al joven que la había ayudado unas horas antes en la cafetería. Ya no se acordaba de su nombre. ¿Por qué le costaba tanto recordar los nombres? ¿O era sólo que estaban pasando demasiadas cosas? Todavía le escocían los ojos. Los oídos le pitaban aún al recordar los insultos, las puñaladas verbales. Y, naturalmente, los golpes. Notaba los moratones. Sólo quería olvidar. Quería dormir, fingir que todo iba bien. Y quizá así fuera en cuanto llegaran a Colorado.

Notó que las miradas de Alice se hacían más insistentes, más osadas, ahora que las luces interiores del autobús se habían apagado, a excepción de la hilera de lucecitas verdes del suelo.

– Te gusta, ¿verdad? -le susurró a Alice.

– ¿Qué?

– El chico del otro lado del pasillo al que miras tanto, Justin.

A pesar de la penumbra, notó que Alice se sonrojaba y que sus pecas resaltaban más.

– Sólo somos amigos -contestó Alice-.Ya sabe que el Padre no permite nada más. Debemos mantenernos castos y puros.

Parecía estar leyendo aquellas palabras en un panfleto. Kathleen ignoró su piadosa respuesta y señaló a Justin con la barbilla.

– A mí me parece muy agradable. Y bastante guapo.

Alice se sonrojó de nuevo, pero esta vez sonrió.

– Creo que está enfadado conmigo, pero no sé por qué.

– ¿Se lo has preguntado?

– Sí.

– ¿Y qué te dijo?

– Que sólo estaba cansado. Que todo iba bien.

Kathleen se inclinó hacia la chica.

– Hazme caso, los hombres están tan confusos como nosotras, te lo digo por experiencia. Si dice que está cansado, es que lo está.

– ¿Usted cree?

– Claro.

La chica pareció aliviada y se relajó en el asiento.

– Estaba preocupada porque no tengo mucha experiencia con los chicos.

– ¿En serio? ¿Una chica tan bonita como tú?

– Mis padres eran muy estrictos. Nunca me dejaban salir con chicos.

– ¿Dónde están ahora?

Alice se quedó callada, y Kathleen lamentó de pronto haberle preguntado.

– Murieron en un accidente de coche hace dos años. Un mes después, fui a escuchar un sermón del Padre. Fue como si él viera lo perdida y sola que estaba. No sé qué habría sido de mí si no hubiera encontrado la iglesia. No tengo más familia -se quedó callada un momento y luego miró a Kathleen-. ¿Por qué se unió usted a la iglesia?