Выбрать главу

Buena pregunta, quiso decirle Kathleen. Llevaba veinticuatro horas preguntándose lo mismo. Tenía que recordar todas las cosas buenas que había encontrado desde que formaba parte de la congregación, como el respeto por sí misma y la dignidad. Cosas que el alcohol le había arrebatado. Sin embargo, tras la humillación de esa tarde, le costaba pensar en otra cosa que no fuera dormir.

– Lo siento -dijo Alice-. Seguramente no querrá hablar de esas cosas después de la reunión de esta tarde.

– No, no pasa nada -deseaba decirle a la chica que no había traicionado a la iglesia. Que no le había contado a Maggie nada y que ignoraba de dónde había sacado Stephen esa idea. Pero sabía que a Alice no le importaba, como seguramente no les importaba a los demás. La mayoría se sentían sencillamente aliviados porque no les hubiera tocado a ellos.

– Supongo que yo también estaba perdida, aunque en otro sentido -dijo por fin.

– ¿Usted tampoco tiene familia?

– Tengo una hija. Una chica muy guapa y muy lista.

– Seguro que se parece a usted. Usted es muy guapa.

– Vaya, gracias, Alice. Hacía mucho tiempo que nadie me decía eso -esa noche, ciertamente, no se sentía guapa.

– ¿Y por qué no está con su hija?

– Tenemos… bueno, una relación difícil. Está enfadada conmigo desde hace tantos años que ya ni me acuerdo.

– ¿Enfadada? ¿Y por qué?

– Por muchas razones. Pero, sobre todo, porque no soy su padre.

– ¿Cómo?

Kathleen advirtió la confusión de Alice y sonrió.

– Es una historia larga y aburrida, me temo -le dio unas palmaditas en la mano-. ¿Por qué no intentas dormir un rato?

Reposó de nuevo la cabeza en el asiento, pero de repente se agolpaban en su cabeza recuerdos de Maggie y de Thomas. Cielo santo, hacía años que no pensaba en él. Por lo menos, no sin enfurecerse de nuevo. Maggie todavía idolatraba a su padre. Y Kathleen se había prometido hacía años no decirle nunca la verdad sobre él. Así pues, ¿por qué lo había hecho? ¿Por qué, después de tantos años?

Recordaba la expresión dolida y anonadada de Maggie. Su estupor cuando la había abofeteado. Aquellos ojos castaños y tristes…, los ojos de una niña de doce años que todavía adoraba a su padre. ¿Cómo era posible que ella hubiera intentado destruir aquel amor? ¿Y por qué había sentido el impulso de hacerlo? ¿Qué le pasaba? Con razón su hija no la quería. Tal vez no se merecía su amor. Claro, que Thomas tampoco.

Todavía se acordaba de la noche que llamaron del parque de bomberos. Había una alarma de incendio de nivel tres, y el teniente de guardia estaba llamando a todos los hombres disponibles. Ella le había mentido; le había dicho que Thomas estaba arriba, durmiendo. Y luego había tenido que llamarlo. Le asqueaba saber dónde estaba. Y más aún tener que llamarlo al apartamento de aquella mujer. Pero tuvo que hacerlo. No le quedaba más remedio. Debía llamarlo y darle el recado, para que nadie más supiera que había mentido.

Siempre había imaginado que interrumpió su apasionado festín amoroso, del que a ella -según el mismo Thomas le había dicho- era incapaz. Quizá por eso se había pasado los últimos veinte años intentando demostrar que su difunto marido se equivocaba, que podía acostarse con todos los hombres que quisiera y que, a diferencia de Thomas, muchos de ellos la deseaban. Aquella noche se prometió a sí misma no soportarlo más, agarrar a Maggie y marcharse. Pero entonces el muy hijo de puta fue y se mató. Y no sólo eso: encima se convirtió en un héroe.

A menudo Kathleen se había preguntado qué pensaría Maggie de su heroico padre si supiera la verdad. Muchas veces, en una de sus crisis de embriaguez, había estado a punto de decírselo. Pero siempre había logrado contenerse, sin saber muy bien cómo.

Tras la muerte de Thomas se había mudado lo más lejos posible de Green Bay. Aquello formaba parte del pacto que había hecho con el diablo, con la puta que aseguraba llevar en sus entrañas un hijo de su marido. Para que Maggie no supiera la verdad sobre su padre, había tenido que impedir que conociera a su medio hermano. En aquel momento, le parecía un precio módico que pagar. Le parecía lo correcto. Pero ahora no estaba tan segura.

El otro día, Maggie se había puesto furiosa. Se negaba a aceptar la verdad sobre su padre. ¿Tampoco querría aceptar que tenía un hermano, un medio hermano cuya existencia le habían ocultado durante todos aquellos años? ¿Estaba tan enfadada que no lo creería?

La otra le había puesto Patrick de nombre al chico, por un hermano de Thomas muerto en Vietnam. Kathleen se preguntaba si se parecería a Thomas. Ahora sería un chico joven. Debía de tener veintiún años, la misma edad que Thomas cuando se conocieron.

Kathleen sintió una palmada en el hombro y al levantar la mirada vio al reverendo Everett de pie en el pasillo. El reverendo sonrió a Alice y luego a ella y dijo:

– Hay ciertas cosas que debemos discutir, Kathleen. ¿Te importa que hablemos en mi compartimento?

Kathleen pasó por encima de Alice y lo siguió hasta el reservado del fondo del autobús. Le flaqueaban las piernas y notaba una tirantez en el estómago. El reverendo no le había dirigido la palabra desde su ceremonia de castigo. ¿Estaría aún enfadado?

El reservado era pequeño. Una cama ocupaba casi todo el espacio. En un rincón, junto a la mesa escritorio, había un cuarto de baño diminuto. Se oía el rugido del motor. El reverendo cerró la puerta y Kathleen oyó que echaba el pestillo.

– Sé lo doloroso que ha sido para ti lo de esta tarde, Kathleen -dijo él con voz tan suave y acariciadora que Kathleen sintió un alivio inmediato-. Me habría gustado intervenir, pero hubiera parecido una muestra de favoritismo, y eso habría sido aún peor para ti. Me importas mucho. Por eso estoy dispuesto a hacerte este favor especial.

Le indicó que se sentara en la cama y se pusiera cómoda. A pesar de que su voz sonaba suave y tersa, Kathleen advertía en sus ojos una frialdad que no conocía y que le crispaba los nervios. Se sentó de todos modos para no enojarlo, sobre todo si estaba dispuesto a hacerle un favor especial. Había sido tan amable otras veces…

– Lo siento mucho -dijo, a pesar de que ignoraba qué explicación esperaba él. Sabía que al reverendo no le gustaba que sus seguidores pidieran excusas y que, le dijera lo que le dijese, pensaría que se estaba justificando.

– Bueno, eso es agua pasada. Estoy seguro de que, con mis bendiciones especiales, no volverás a traicionarnos.

– Claro que no -dijo ella.

Entonces, con aquella misma fría mirada en los ojos, el reverendo comenzó a desabrocharse los pantalones mientras decía:

– Hago esto por tu bien, Kathleen. Quítate la ropa.

Capítulo 69

Gwen encontró a Maggie en su despacho, acurrucada en el mullido sofá, sobre cuyo brazo había apoyado las piernas, con un montón de carpetas apoyadas en el pecho y los ojos cerrados. Sin decir palabra, soltó la correa de Harvey y le dio una palmada en el lomo para que se acercara a su ama. El perro no vaciló ni pidió permiso: apoyó sus enormes zarpas sobre el sillón para alcanzar la cara de Maggie y le dio un lengüetazo.

– ¡Eh! -Maggie agarró la cabeza del perro y lo abrazó. Harvey retrocedió de un salto cuando las carpetas se abrieron y su contenido comenzó a desparramarse sobre él-. No pasa nada, grandullón -le dijo Maggie, pero ya había abandonado su cómoda postura y estaba de pie cuando Gwen se acercó para ayudarla a recoger las fotografías y los informes de laboratorio.

– Gracias por traerlo -dijo Maggie, y esperó a que Gwen la mirara a los ojos-.Y gracias por venir.

– Me alegro de que llamaras.