Выбрать главу

Sin decir palabra, ella volvió a ponerse la ropa sobre la piel pegajosa. El olor de la loción de afeitar del reverendo era tan fuerte que le revolvía el estómago. Al abandonar el compartimento para volver a su asiento, no pudo evitar pensar que el reverendo la había despojado por completo de su dignidad.

– Lo más probable es que el FBI rodee el parque -dijo Stephen-. Padre, ¿no pensará de veras aparecer en el mitin?

– ¿A qué hora estará listo el avión de carga?

– El despegue está previsto para las siete en punto. Pero debemos estar allí antes para embarcar.

– ¿Cómo sabemos que el FBI no estará esperando en el aeropuerto?

– Porque les dije que estaría usted en la concentración. Que no esperaba que lo detuvieran ante su público. Aunque sospechen algo, puede que estén esperando en el aeropuerto internacional, pero no se les ocurrirá vigilar un avión cargado con ayuda humanitaria del gobierno que sale del aeropuerto del condado de Cuyahoga.

El reverendo Everett recompensó a Stephen con una sonrisa.

– Muy bien. Eres un buen hombre, Stephen. Serás justamente recompensado cuando lleguemos a Sudamérica. Te doy mi palabra.

El reverendo se sentó para acabar la bandeja que había pedido al servicio de habitaciones; una bandeja con distintas clases de quesos, fruta fresca, un cóctel de gambas y una barra de pan francés. No les ofreció a los otros tomar parte en el festín. Por el contrario -pensó Kathleen-, parecía gustarle que lo miraran, y hasta había llamado de nuevo para hacer otro pedido antes de empezar a comerse lo de aquella bandeja.

Ninguno de ellos había comido desde el almuerzo del día anterior, y era casi la hora de la cena. ¿Era aquélla otra lección importante, otro valioso sacrificio que debían aceptar de buen grado? Kathleen se volvió de nuevo hacia la sedante vista del mar. En ese momento, parecía ser lo único que no amenazaba con hacer trizas su cordura.

– ¿De veras no piensa ir a la concentración? -preguntó de nuevo Stephen.

– Supongo que puedo quedarme aquí hasta que llegue la hora de marchar -el reverendo agitó una mano como si se conformara con su nuevo alojamiento-. Pero vosotros tres tendréis que ser mis ojos y mis oídos en la concentración. Tendréis que reunir a los de la lista cuando llegue el momento. Cassie seguirá hablando para dar la impresión de que todo va conforme a lo previsto.

Kathleen se volvió al oír esto, estupefacta.

– ¿No quiere que Cassie venga con nosotros?

Aquella mujer había cumplido cada orden del reverendo -y probablemente también todos sus deseos- desde que ella podía recordar.

– Es una mujer encantadora, Kathleen, pero estoy seguro de que en Sudamérica hay muchas mujeres bonitas de piel oscura que seguramente darían cualquier cosa por ser mi ayudante personal.

Kathleen se volvió hacia el sol y se preguntó si las cosas hubieran sido de otro modo de haber podido ir a Colorado. Si el reverendo Everett se habría comportado de otro modo. ¿O siempre había sido así, y era ella la que estaba cambiando, la que veía las cosas de manera distinta?

– Ahora, debéis iros -dijo el reverendo mientras todavía masticaba. Bebió un sorbo de vino como si quisiera limpiarse el paladar. No era, ciertamente, para mostrarse educado, porque enseguida le dio un mordisco a un fresón enorme, cuyo jugo le resbaló por la barbilla, y dijo con la boca llena-. Vamos, marchaos ya. El mitin empezará pronto. Nadie sospechará nada si mi fiel consejo está allí, esperándome.

Stephen y Emily no vacilaron. Esperaron a Kathleen en la puerta.

– Ah, Kathleen -la detuvo el reverendo-. Busca a Alice y dile que suba. Quiero discutir unas cosas con ella antes del viaje.

Kathleen se lo quedó mirando un momento. ¿De veras tenía algo que discutir con la chica, o pretendía llevar a cabo otro de sus rituales de purificación? ¿Se atrevería ella a decir algo? ¿Podía permitirse que el reverendo se enfadara de nuevo con ella? ¿Le importaba siquiera? Resolvió olvidarse convenientemente de darle el recado a Alice, pero asintió con la cabeza y salió con Stephen y Emily.

Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y acarició la navaja que había robado del cuarto de baño. Le producía un extraño alivio, una rara calma, saber que estaba allí, reconfortante como una vieja amiga. Sí, una vieja amiga, aquella sencilla navaja de afeitar con su auténtica hoja de acero.

Esta vez, por fin, lo haría como era debido.

Capítulo 71

– ¡Adelante! -gritó Everett, sin molestarse siquiera en comprobar a quién le daba permiso para entrar en su habitación de hotel. ¿Podía haber algo más sencillo?

Sonrió y entró con el carrito del servicio de habitaciones. Luego aguardó. Aquella euforia, aquella trepidación, era mejor que cualquier brebaje casero que pudiera preparar la tribu zulú. A fin de cuentas, llevaba mucho tiempo esperando ese momento. Así que esperó pacientemente como si aguardara una propina.

Everett se giró al fin, listo para despedirlo con un ademán, pero sus ojos pasaron sobre su cara una vez y volvieron luego atrás. Una rápida toma doble.

– ¿Tú? ¿Qué coño haces tú aquí?

– Se me ha ocurrido traerte una golosina, una sorpresa antes de tu último sermón.

– Creía que estarías merodeando por ahí, buscando otra jovencita. Buscando un modo de destruirme.

– El mérito no es sólo mío.

Everett sacudió la cabeza con desdén, sin temor alguno, como si él fuera uno más de sus seguidores.

– Lárgate -le dijo-. Vete y déjame en paz. Estoy harto de tus mentiras. Tienes suerte de que sólo te hayamos hecho algunas advertencias.

– Sí, ya. Sólo advertencias. ¿Es porque no te atreves a hacerle daño a tu propio hijo? ¿Es ésa la única razón por la que he tenido tanta suerte?

Everett lo miró con fijeza. Pero no parecía sorprendido. ¿Lo habría sabido desde el principio? No. Era imposible. Era simplemente otro de sus trucos.

– ¿Cómo lo averiguaste?

¡Joder! ¡Lo sabía! ¿Complicaba eso las cosas? No, las hacía más fáciles. Él muy cabrón lo sabía. Lo había sabido todos esos años.

– Te lo dijo ella antes de morir -dijo Everett como si lo supiera todo, como si hubiera asistido a la muerte de ella. No tenía derecho y, pese a todo, añadió-: Leí lo de su muerte. Creo que fue en el New York Times, o quizá en el Daily News. Tú sabes que me preocupaba por ella. ¿Eso también te lo dijo?

No quería escucharlo. Eran todo mentiras.

– No, eso no me lo dijo. Esa parte no la puso en su diario -tenía que refrenar la ira, pero el brebaje había empezado a infiltrase en su organismo, y las palabras de Everett le parecían una lava líquida y caliente que le abrasaba el cerebro y contaminaba sus recuerdos-. Pero mencionaba lo que le hiciste. Sobre eso había páginas y páginas. Sobre la clase de cabrón que eres en realidad.

Sintió que se le cerraban los puños. Sí, dejaría que la ira le nutriera. La ira y las hermosas palabras de su madre, aquel mantra que había memorizado a partir de las anotaciones de su diario. Sus palabras le habían servido de combustible a lo largo de aquella misión. Ahora no le fallarían.

– Me preguntaba cuándo lo averiguarías -la voz de Everett parecía todavía serena, sin un atisbo de miedo-. Sabía que era sólo cuestión de tiempo. Creía que quizá se trataba de eso. Me refiero a lo de esas chicas. Intentabas vengarte de mí, ¿verdad?