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– Sí.

– Querías hacerme daño -Everett sonrió y asintió con la cabeza, como si lo aceptara, como si fuera eso precisamente lo que esperaba de un hijo suyo-. Puede que incluso quisieras castigarme.

– Sí.

– Destruir mi reputación.

– Destruirte a ti -la sonrisa desapareció-. Ahora sólo queda una cosa por hacer -dijo, y levantó la bandeja del carrito del servicio de habitaciones. Se la ofreció a Everett y con la otra mano levantó la campana del plato. La bandeja estaba vacía. En ella sólo había, colocada sobre la servilleta perfectamente doblada, una pequeña cápsula blanca y roja.

Capítulo 72

Justin buscaba con la mirada al Padre o a sus gorilas. El pabellón estaba lleno a reventar de chicas que se reían como bobas y entre las que se mezclaban personas de toda condición que tenían pocas cosas en común, salvo que todas ellas parecían almas perdidas. Era patético, joder. Aunque eso había que reconocérselo al Padre: había muchas personas allí que parecían reclutas ideales y suculentos benefactores.

Justin se había pasado la noche en el autobús pensando un plan, y la tarde entera intentando ver cuanto pudiera de Cleveland. Alguien le había dicho que el parque Edgewater estaba en el lado oeste de la ciudad. En la parte más alta del parque había un mirador semicircular que se asomaba al centro de la ciudad. Pero Justin seguía sin saber dónde iría. Sólo sabía que tenía que escapar durante el mitin. Debía encontrar un modo de escabullirse sin que Alice o Brandon lo notaran. En ese momento, el destino de su escapada le parecía un detalle sin importancia.

Se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros y se aseguró de que los fajos de billetes seguían allí. Luego se estiró la camiseta para asegurarse de que no se notaba el bulto. Ni siquiera sabía cuánto se había llevado.

Mientras los hombres que estaban sacando las cajas fuertes iban llevándolas al autobús una por una, él había robado dos puñados de billetes. Tenía tanta prisa que sólo le dio tiempo a abrir una caja, meter la mano dentro, agarrar unos billetes y llenarse los bolsillos. Más tarde quitó las bolas de naftalina y alisó los billetes lo mejor que pudo para formar un pulcro fajo doblado. Luego fue a ayudar a las mujeres de la fogata y se quedó parado del lado que daba el humo para oler a basura quemada y no a naftalina.

Se preguntaba -no podía remediarlo- de qué le serviría el dinero si no tenía un puto sitio donde ir. Vio que Cassie se acercaba al escenario. Cassie saludó a la multitud, y la gente se puso a aplaudir al ver su larga túnica púrpura. Pronto les haría cantar. Aquel podía ser un buen momento.

Justin bajó la mirada hacia la senda de bicis y la playa que había más abajo. Había una estatua junto al pabellón, y algunos columpios. No había mucha vegetación. Todos los árboles estaban detrás. Pero ya lo había comprobado: al otro lado de los árboles había una valla de tres metros de alto, un callejón sin salida.

Abajo, junto a la playa, veía un pantalán de pesca y atracaderos para unas diez barcas. En esa época del año, las barcas estaban vacías. Se preguntó si sería difícil llevarse una sin que nadie se diera cuenta. Pero, en el autobús, de camino al parque, creía haber visto un puesto de la Guardia Costera no muy lejos de allí. ¡Mierda! Aquello no iba a ser fácil.

– Eh, Justin -Alice lo saludó con la mano mientras se abría paso entre la multitud.

¡Mierda! Cada vez lo tenía más crudo.

Ella sonrió.

– Te he estado buscando.

¿Por qué coño tenía que ser tan guapa? Y además llevaba otro jersey ceñido, éste de color azul, y él no podía evitar fijarse en lo bonitos que eran sus ojos azules.

– ¿Para qué me buscabas? ¿Necesitas algo? -tenía que comportarse como un perfecto capullo, o no conseguiría quitársela de encima. La mirada herida de aquellos ojos azules le rompió el corazón.

– No, no necesito nada. Sólo quería… ya sabes, estar contigo. ¿Te importa?

¡Mierda! ¡Joder! No podía hacerlo.

– No, supongo que no -dijo, y sintió que acababa de tirar por la borda su plan.

– Hola, Alice. Hola, Justin -aquella señora llamada Kathleen se abrió paso, estrujándose entre la gente, para llegar hasta ellos. Justin no podía creer que recordara su nombre. La noche anterior, cuando se habían presentado, no estaba en muy buena forma-. Me alegra veros juntos, chicos -sonrió a Alice, y a Justin le pareció que Alice se sonrojaba. Luego, de pronto, Kathleen pareció entristecida, le apretó el hombro a Alice con el ceño casi fruncido y dijo-: Cuidaos el uno al otro, ¿de acuerdo? Pase lo que pase.

Entonces se fue, pero tomó el camino hacia la salida. Quizá tuviera que ir al aseo. Justin creía haberlos visto por allí.

– Es muy simpática. Anoche hablamos mucho -dijo Alice con su voz suave-. Me ayudó a comprender muchas cosas.

– ¿Qué clase de cosas? -preguntó él, pero volvía a escudriñar sus alrededores esperando un milagro.

– Por ejemplo, que significas mucho para mí y que no quiero perderte.

Justin la miró pasmado. Ella le tomó la mano y le entrelazó los dedos.

– Me gustas, Justin. Por favor, dime qué puedo hacer para que las cosas vuelvan a ser como antes.

Dios, qué agradable era sentir su mano. Parecía que aquel era su «sitio. ¿Estaba siendo sincera con él, o era otro de los trucos del Padre? Antes de que pudiera decir nada, Brandon apareció como salido de la nada.

– Alice -dijo, y miró cejijunto sus manos unidas. Como si su mirada tuviera un extraño poder, Alice apartó la mano-. El Padre quiere verte antes de empezar su sermón. Ven conmigo.

Ella miró a Justin con expresión contrita, casi doliente. Justin se preguntó al instante si el Padre le tendría reservado a Alice otro escarmiento. No, no había tiempo. Cassie ya tenía a la gente como loca.

Vio que Brandon se llevaba a Alice por un extraño atajo entre los árboles. ¿Qué coño estaba haciendo allí el Padre? Seguramente algún ridículo ritual.

Escudriñó de nuevo la multitud. ¿Cuánto tiempo le quedaba antes de que volvieran Brandon, Alice y el Padre? ¿Podrían verlo desde arriba? ¡Mierda! Estaba jodido.

Al darse la vuelta, vio a una rubia alta que lo saludaba desde la barandilla del carril bici. Tardó un momento en reconocerla. Seguramente se habría acordado antes si ella hubiera estado con su otra amiga, la rubia bajita. La saludó con una sonrisa y notó que estaba lejos del escenario, con una señora que parecía lo bastante mayor como para ser su madre. Tal vez eso significaba que habían ido en coche.

Se dirigió hacia ella, sintiendo de nuevo un arrebato de excitación. Empezaba a creer en los milagros.

Capítulo 73

Tully intentaba confundirse entre la gente. Tardó un momento en distinguir a los agentes camuflados de la oficina del FBI en Cleveland. Estaban dispersos por el parque. Si Everett esperaba encontrar el lugar lleno de hombres vestidos de negro, no podría distinguirlos. Todos ellos estaban en sus puestos y se mantenían alerta. Tully los conocía a casi todos, aunque apenas los reconocía con sus disfraces de civiles. Había trabajado con aquel grupo muchas veces antes de trasladarse al Distrito. De hecho, se sentía a gusto, como si hubiera vuelto a casa.

Buscó a Racine y la vio junto a los aseos de la parte de atrás del parque. Tenía que admitirlo: con su gorra de béisbol, sus vaqueros gastados, una camiseta de los Indians de Cleveland y una cazadora de cuero, parecía una vecina de la ciudad que se hubiera parado a mirar el alboroto del pabellón. Seguramente nadie se había fijado en que a veces mascullaba llevándose a la boca el puño de la chaqueta, ni había notado el bulto de la parte de atrás de su cintura. A pesar de los recelos de O'Dell, la detective estaba haciendo un trabajo de primera. Tal vez fuera simplemente porque pesaba, sobre ella la amenaza de la suspensión, o incluso de la degradación. El jefe Henderson seguía empeñado en abrirle un expediente disciplinario. Quizá Racine intentara compensar sus errores pasados. Fuera como fuese, a él no le importaba. Lo importante era que no la cagara.