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El mitin había empezado sin el reverendo Everett, pero, según Stephen Caldwell, el bueno del reverendo aparecería en cualquier momento. Aunque, a decir verdad, ninguno de ellos había visto a Everett, ni tampoco a Caldwell. Entre tanto, una bella mujer negra, vestida con una túnica púrpura, hacía brincar, dar palmas y cantar a voz en grito a la multitud. Tully apenas oía a los otros agentes. Se tocó el auricular para asegurarse de que funcionaba bien.

– Tully -oyó que le susurraba Racine por el oído derecho-, ¿algún indicio del reverendo?

– No, aún no -miró a su alrededor para cerciorarse de que nadie notaba que estaba hablando solo-. Pero es pronto. ¿Has visto a Garrison?

Se oyó un zumbido y luego:

– Me pareció verlo al llegar. Pero no estoy segura de que fuera él.

– Intenta localizarlo. Seguramente nos conducirá a la acción.

En ese momento, vio al chico, a aquel pelirrojo alto, subiendo por la colina, al otro lado de la explanada. A su lado iba una chica rubia con el pelo largo que enseguida le recordó a Emma.

– Allá vamos -dijo llevándose la manga a la boca-. Lado sureste del pabellón, se dirigen hacia los árboles de la colina. Voy a subir. Esperaré refuerzos.

Miró a Racine, que parecía distraída y miraba en dirección contraria, hacia los aseos.

– ¿Todo despejado? -musitó Tully dirigiéndose a todos los agentes, pero en especial a Racine.

La suya fue la única voz que no oyó. De pronto vio que Racine echaba a andar. ¡Maldición! ¿Qué coño estaba tramando? No tenía tiempo para pararle los pies. El chico, el tal Brandon, estaba llevando a su siguiente víctima hacia la arboleda. Tully se abrió paso entre el gentío sin apartar los ojos de los dos chicos. Estaba tan concentrado que se tropezó con una rubia atractiva pero no se detuvo. Sólo cuando ella lo agarró del codo se dio la vuelta.

– R.J., ¿qué haces tú aquí?

– ¿Caroline?

Entonces vio a Emma y empezó a encogérsele el estómago.

– ¿Qué haces en Cleveland? -preguntó su ex mujer con aspereza.

– He venido por trabajo -respondió él en voz baja, intentando no llamar la atención. El rostro de Caroline ya se había contraído, lleno de ira. Pero Tully sólo podía pensar en alejar a su hija de allí cuanto antes.

– No puedo creer que me hayas hecho esto -estaba diciendo Caroline, pero miraba a Emma, no a él-. Así que ¿sólo querías venir aquí porque sabías que estaría tu padre?

Tully miró a Emma, que se puso colorada. A veces era un poco lento de reflejos, pero evidentemente conocía mejor a su hija que Caroline. Sabía que Emma estaba allí por el joven de aspecto atlético que permanecía a su lado. El joven cuyos ojos giraban en torno como si quisiera estar en cualquier parte, menos allí.

– Por favor, Caroline -dijo, y la agarró del codo para alejarla de la multitud.

– ¿Te parece divertido?

– No, en absoluto -mantuvo un tono tranquilo de voz, a pesar de que gritaba para hacerse oír por encima del ruido-. ¿Podemos hablar de esto luego?

– Sí, mamá, me estás poniendo en ridículo.

Tully miró a su alrededor para ver si alguien los estaba mirando. Pero todo el mundo parecía concentrado en el escenario. Escrutó la zona y de pronto no vio ni a Brandon ni a la chica. ¡Jesús! Podía estar sucediendo en ese instante.

No podía usar el micro, o Caroline echaría a perder su tapadera. Se volvió hacia Emma y el chico, miró al chico a los ojos y se dirigió a él más que a Emma.

– Por favor, salid de aquí inmediatamente.

Luego se alejó de ellos, haciendo caso omiso de la sarta de improperios que le dedicó Caroline delante de su hija se abrió paso entre la gente mientras hablaba con los demás en susurros para que supieran lo que hacía e intentar averiguar donde coño se había metido Racine.

Pero, de nuevo, ella fue la única que no contestó.

Capítulo 74

Kathleen miró en todos los compartimentos del aseo. Bien. Estaban vacíos. Le hubiera gustado cerrar la puerta, pero no había pestillo por dentro. Ni una silla que empujar contra el picaporte. Quizá no importara. El mitin ya había empezado. Con suerte, nadie la interrumpiría.

Empezó a llenar un lavabo con agua tibia. El agua se detenía a cada rato. Uno de esos grifos de ahorro. A ese paso, no acabaría nunca. Apretó de nuevo el grifo y fue extendiendo sobre la repisa un montón de toallas de papel. Qué tontería. ¿Para qué quería las toallas?

Se metió la mano en el bolsillo y sacó la navaja que se había llevado del cuarto de baño del reverendo, una auténtica navaja con una hoja de acero de verdad. Le temblaron los dedos cuando quiso sacar la hoja. Tuvo que intentarlo varias veces. ¿Por qué no dejaban de temblarle los dedos? Era ridículo. A fin de cuentas, no era la primera vez.

¡Por fin!

Depositó la navaja sobre una toalla de papel con mucho cuidado, casi con devoción. El grifo se había cerrado otra vez. Lo apretó de nuevo. A ese paso, el lavabo no se llenaría nunca. Tal vez no le hiciera falta. Quizá no le importara que doliera o no. Quizá ya no le importaba nada.

Miró a su alrededor y se detuvo al verse reflejada en el espejo. Se miró a los ojos. Casi le daba miedo mirar más de cerca. No quería ver la deslealtad, los reproches, la culpa, ni siquiera el fracaso. Porque esta vez había intentado que las cosas salieran bien. Lo había intentado de veras. Había dejado de beber. Creía haber encontrado el norte, haber recuperado su dignidad. Pero se había equivocado. Hasta había intentado decirle la verdad a Maggie, y sólo había conseguido que su hija la odiara aún más. No le quedaba nada.

Tomó la navaja entre el índice y el pulgar en el instante en que la puerta se abría.

Una joven se detuvo al verla y dejó que la puerta se cerrara de golpe tras ella. Llevaba una gorra de béisbol sobre el pelo corto y rubio y una cazadora de cuero con vaqueros azules y botas viejas. Se quedó allí parada, mirando a Kathleen y la navaja. Pero no parecía sorprendida, ni alarmada. Por el contrario, sonrió y dijo:

– Usted es Kathleen O'Dell, ¿verdad?

A Kathleen se le aceleró el corazón, pero no se movió. Se esforzó por reconocer a la joven. Pero no formaba parte de la iglesia.

– Lo siento -dijo ella, dando un paso, adelante, pero se detuvo bruscamente al ver que Kathleen se movía-. No nos conocemos -su voz era amable y tranquila, pero sus ojos se dirigían sin cesar hacia la navaja que Kathleen sostenía en la mano-. Soy Julia Racine. Conozco a su hija Maggie. Me he fijado en el parecido -sonrió de nuevo-. Maggie tiene sus ojos.

Kathleen notó que el pánico se retorcía en su estómago. ¡Mierda! ¿Por qué no la dejaban todos en paz? Agarró la navaja con más fuerza, la sintió en la muñeca. El filo prometía un silencio tan cálido… Prometía acabar con el martilleo de su cabeza, colmar el vacío que sentía dentro.

– ¿Maggie está aquí? -preguntó, mirando la puerta como si esperara que su hija entrara para rescatarla una vez más. Maggie la salvadora, la que la sacaba de las tinieblas a pesar de que ella sólo quería, necesitaba, ansiaba hundirse en la oscuridad.

– No, Maggie no está aquí. Se ha quedado en Washington -de pronto, aquella mujer, Julia, parecía insegura. Como si no debiera haberle dicho la verdad cuando habría bastado con una mentira-. ¿Sabe?, yo no tuve oportunidad de conocer a mi madre -añadió, cambiando de tema velozmente, pero con una voz tan suave y firme que a Kathleen no le importó.