Kathleen no era tonta. Sabía lo que intentaba aquella joven. Pero se le daba mejor que a la mayoría. Casi como si tuviera experiencia en disuadir a la gente para que no se tirara por la cornisa.
¿Era eso lo que pretendía? ¿Disuadirla de que diera el salto? Eso sólo funcionaba si la persona en cuestión quería que la convencieran. Kathleen se miró la muñeca y vio que brotaban unas gotas de sangre donde había empezado a cortar. No se había dado cuenta. No lo había sentido. La sorprendió que no le doliera. ¿Era una buena señal? Cuando levantó la mirada, vio que la joven también se había fijado, y antes de que pudiera volver a adoptar su serena impostura profesional, Kathleen vislumbró otra cosa en su mirada. Algo… tal vez una duda, o quizá un destello de temor. Así que no estaba tan tranquila como pretendía.
– Mi madre -prosiguió la joven- murió cuando yo era pequeña. Recuerdo algunas cosas, ¿sabe? Fragmentos, en realidad. Como el olor a lavanda. Creo que era su perfume favorito. Ah, y cómo canturreaba. A veces la oigo cantarme. Pero nunca reconozco la melodía. Pero es muy agradable. Como una nana.
Hablaba por llenar el silencio, pero con calma. Intentaba distraerla; Kathleen sabía que formaba parte del juego. Porque a fin de cuentas era un juego, ¿no?
– ¿Sabe?, Maggie está muy preocupada por usted, Kathleen.
Kathleen la miró fijamente, pero los ojos azules de la joven eran firmes, sólidos, ya no jugaban, o quizá mentían muy bien.
– Está enfadada conmigo -se sorprendió diciendo sin querer.
– El que nos enfademos con la gente a la que queremos no significa que queramos que nos dejen para siempre.
– Ella no me quiere -dijo casi riendo, como si le dijera a aquella tal Racine que sabía que mentía.
– Usted es su madre. ¿Cómo no va a quererla?
– Se lo he puesto muy fácil, créame.
– De acuerdo, está enfadada.
– Es más que eso.
– De acuerdo, a veces no le gusta usted mucho. ¿No?
Kathleen se echó a reír y asintió con la cabeza.
Julia Racine se mantuvo seria.
– Eso no significa que quiera perderla para siempre -dijo.
Viendo que aquel bodrio sentimental no funcionaba, la joven sonrió y añadió:
– Mire, señora O'Dell, estoy metida en un buen lío con su hija. ¿Qué le parece si me da un respiro?
Capítulo 75
Tully tropezó con una chaqueta y estuvo a punto de caerse.
¡Cielos! Ya había empezado.
La oscuridad iba cayendo y allá arriba, entre los árboles, apenas se veía. Esperó. Intentó calmarse. Tenía que dejar que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. La luna emitía una leve luz, pero al mismo tiempo coloreaba las sombras azules con un fantasmagórico tinte azul.
Contuvo el aliento. Se puso de rodillas. Llegaba tanto ruido de abajo que no oía nada. ¿Significaba eso que los de allá arriba tampoco podían oírlo a él? No podía arriesgarse. Oía las voces de los otros agentes por el auricular; le susurraban sus posiciones, pero no podía contestarles. Tenía que hacer oídos sordos. Pero ellos lo sabían, y seguían avanzando. Estaba todo tan tranquilo… ¿Y si era ya demasiado tarde?
Sacó su pistola y empezó a avanzar a gatas. Entonces los vio a unos diez metros de allí. Estaban en el suelo, revolcándose. Él estaba encima. Ella luchaba, forcejeaba sin cesar.
Pero parecían estar solos. Tully miró a su alrededor cuidadosamente. Escudriñó cuanto lo rodeaba. No había nadie más. Ningún chico esperando o montando guardia. Tampoco se veía al reverendo Everett. ¿O eso venía después?
¿Esperaba el buen reverendo hasta que acababa el forcejeo? ¿Y podía esperar él? ¡Cielo santo! El chico le estaba arrancando la ropa. Se oyó una bofetada, un gemido, nuevos forcejeos. ¿Se atrevía a esperar a que apareciera Everett? ¿Podía correr ese riesgo?
Le pareció oír una hebilla, tal vez una cremallera. Otro quejido. Pensó en Emma. Aquella chica no era mucho mayor. Escudriñó los árboles. Algo se movía a su derecha. Uno de los agentes había llegado. Pero no era Everett.
¡Maldición!
No veía ninguna cuerda fosforescente. Ni esposas. Tal vez todo eso fuera cosa de Everett. ¿Y si intervenía ya?
Ella gritó, y Brandon la pegó de nuevo.
– Cállate la puta boca y estate quieta -le siseó.
Tully se levantó sin vacilar. Unas pocas zancadas y encañonó con la Glock la base del cráneo de Brandon antes de que el chico pudiera moverse siquiera.
– No, cállate tú la puta boca, cabrón -le dijo al oído para que no perdiera ni una palabra-. Se acabó el juego.
Capítulo 76
Washington D. C.
Maggie recorrió varias calles que no conocía, pero encontró fácilmente el destartalado edificio. El barrio era peligroso; seguramente debía preocuparse por su pequeño Toyota rojo. Tres chavales adolescentes la observaban cuando aparcó y se acercó al portal. Le dieron ganas de dejarles vislumbrar de pasada la Smith amp; Wesson que llevaba bajo la chaqueta. Pero hizo lo mejor: los ignoró.
No estaba segura de por qué estaba allí, salvo quizá porque estaba cansada de esperar. Tenía que hacer algo, cualquier cosa. Estaba harta de que los viejos recuerdos la acosaran, la hicieran sentirse responsable de que su madre se hallara una vez más en peligro. Sabía que no era culpa suya. Lo sabía, desde luego, pero lo que sabía y lo que sentía eran dos cosas completamente distintas.
El interior del viejo edificio la sorprendió. Estaba limpio como una patena y olía a aceite de linaza Murphy's. Al subir las escaleras de madera notó que las paredes estaban recién pintadas y que la alfombra del rellano del segundo piso, aunque raída, no tenía ni una mota de polvo. En el tercer piso, sin embargo, olía a pesticida. El olor se hacía más fuerte a medida que se avanzaba por el pasillo. Parecía salir del número cinco, el apartamento de Ben Garrison.
Llamó y esperó, aunque no esperaba que Garrison estuviera allí. Estaría aún en Cleveland, aunque con suerte esta vez no habría llegado a la escena del crimen antes que los demás. Seguramente Tully y Racine ya habían arrestado a Everett y a Brandon, su cómplice. Tenían el ADN que demostraba la culpabilidad de Everett, testigos presenciales y fotografías que situaban a Brandon junto a dos de las víctimas minutos antes de los asesinatos. Caso cerrado. Así pues, ¿qué era lo que seguía inquietándola? Tal vez odiaba sencillamente que Garrison -aquel cámara invisible- se saliera con la suya después de haber alterado las escenas de los crímenes. Tal vez sentía curiosidad por su aparente obsesión por la muerte, por su voyeurismo. Quizá simplemente necesitaba distraerse.
Miró hacia el fondo del pasillo y llamó de nuevo. Oyó un arrastrar de pies en la escalera. Una señora menuda y de pelo cano apareció en el rellano y la miró a través de sus gruesas gafas.
– Creo que está de viaje -le dijo. Pero, antes de que Maggie pudiera responder, preguntó-. ¿Es del departamento de sanidad? Yo no tengo nada que ver con lo de las cucarachas. Quiero que lo sepa, fue él.
El traje de Maggie debía de parecerle un uniforme. Maggie no dijo una palabra, pero la señora se encorvó delante de ella para abrir la puerta del apartamento de Garrison.
– Yo intento mantener esto limpio, pero algunos inquilinos… En fin, hoy día no se puede una fiar de la gente -abrió la puerta y le indicó a Maggie que entrara mientras volvía hacia la escalera-. Cierre cuando acabe.
Maggie vaciló. ¿Qué mal podía haber en echar un vistazo?
Lo primero que llamó su atención fueron las máscaras mortuorias africanas. Había tres, colgadas de la pared, sobre el sofá de vinilo agrietado. Estaban talladas en madera y tenían símbolos tribales pintados sobre la frente y las mejillas y bajo los huecos de los ojos. En la pared de enfrente había varias fotografías en blanco y negro, retratos con etiquetas: Zulú, Tribu de las Tres Colinas, Aborigen, Basuto, Andamán. Garrison parecía obsesionado con los ojos de sus modelos. A veces les cortaba la frente o el mentón para atraer la mirada sobre los ojos. La foto de abajo, con la leyenda Tepehuane, mostraba lo que parecía ser la parte de atrás de la cabeza del modelo. Quizá una pose de desafío, de rechazo. Lo bastante significativa para que Garrison la conservara.