Maggie sacudió la cabeza. No tenía tiempo para psicoanalizar a Garrison, ni sabía si lo habría hecho en caso de tenerlo. Había algo turbio en un hombre tan fascinado por las culturas y los pueblos antiguos y que, sin embargo, era capaz de quedarse de brazos cruzados viendo cómo eran agredidas unas jóvenes en un parque público. ¿O acaso consideraba que las personas no eran más que sujetos fotográficos?
En la comisaría, al preguntarle por el suceso del Boston Common, Garrison le había dicho algo raro acerca de que ella no tenía ni idea del trabajo que costaba que las noticias sucedieran. Sin embargo, ¿no era precisamente eso lo que había hecho con Everett? Sus fotografías habían destapado la historia acerca de los miembros de la congregación y de su posible relación con el asesinato de la hija del senador Brier y el de la chica de Boston. Pero había algo más. Eran sus fotografías las que habían señalado a Everett como sospechoso desde el principio. En cierto sentido, eran sus fotos las que les habían conducido en línea recta hasta Everett. Garrison había hecho suceder aquella noticia.
Algo se deslizó por el suelo, tras ella. Maggie se giró de golpe. Tres enormes cucarachas se metieron por una rendija, bajo el fregadero.
¡Mierda!
Intentó calmarse. Cucarachas. ¿Por qué no la sorprendía? que Garrison viviera rodeado de ellas?
La casera tenía razón en que el apartamento no cuadraba con el impecable portal y la escalera, ni con el resto del viejo pero pulcro edificio. Entre el dormitorio y el cuarto de baño había una hilera de ropa tirada en el suelo. La encimera de la cocina estaba llena de botellas de cerveza vacías y de platos sucios y resecos. En casi todos los rincones se amontonaban revistas y periódicos que servían de hospedaje a las cucarachas. No, no le sorprendía que Garrison tuviera por compañeras de piso a un montón de cucarachas.
Recorrió las habitaciones, pero no encontró nada interesante en medio de aquel desorden. Aunque tampoco estaba segura de qué esperaba encontrar. Pisó un libro que había en el suelo, como si alguien lo hubiera dejado caer. La encuadernación de piel era limpia y suave. Estaba claro que Garrison no solía dejarlo en el suelo. Al mirarlo más de cerca, se dio cuenta de que era un diario cuyas páginas estaban repletas de una letra bonita e inclinada que a veces parecía poseída por una especie de frenesí, visible en los bruscos cambios de las curvas y las líneas aserradas de la caligrafía.
Lo recogió y lo abrió por una página marcada por lo que parecía un viejo billete de avión sin usar con las esquinas raídas. El destino era Uganda, África, aunque hacía mucho tiempo que el billete había expirado. La página que marcaba estaba también algo carcomida por las esquinas.
– Querido hijo -empezaba- nunca pude decirte esto. Si lo estás leyendo ahora, será sólo después de mi muerte. Te pido perdón por haber recurrido a este medio para contártelo. Es el recurso de una cobarde. Sin duda avergonzaría a cualquier miembro de una tribu zulú. Por favor, perdóname por ello. Pero ¿cómo iba a mirarte a esos ojos tristes y airados para decirte que tu padre me violó brutalmente? Sí, así es. Me violó. Yo sólo tenía diecinueve años. Estaba en la universidad, en primer curso. Me preparaba para una carrera brillante.
Maggie se detuvo y pasó las hojas hasta llegar al principio del diario. Buscó un nombre, alguna anotación que hiciera referencia a su dueña, pero no encontró nada. Sin embargo, no necesitaba un nombre. Ya sabía de quién era el diario. No podía ser una coincidencia, desde luego. Pero ¿cómo se había topado Garrison con aquel libro? ¿Dónde demonios lo había encontrado? ¿Entre las pertenencias personales de Everett, quizá? ¿Habría guardado Everett el diario de una mujer a la que había violado hacía más de veinticinco años? ¿Y cómo había llegado a sus manos?
Se guardó el diario en el bolsillo de la chaqueta. Si Garrison lo había robado, no le importaría que se lo tomara prestado. Se disponía a marcharse cuando se fijó en un cuartito que había junto a la cocina. No le habría llamado la atención de no ser porque de él salía una leve luz roja. Naturalmente, Garrison tenía su propio cuarto oscuro.
No, se equivocaba, pensó al abrir la puerta. No era sólo un cuarto oscuro. Era una mina de oro.
De una cuerda de tender que se extendía a lo largo de la habitación colgaban fotografías. En las cubetas de plástico que flanqueaban el interior de una enorme pila había restos de líquidos de revelado. Botes, frascos y garrafas llenaban las estanterías. Y había fotografías por todas partes, superponiéndose las unas a las otras y cubriendo por completo las paredes y la repisa.
Fotografías de tribus africanas realizando danzas rituales. Fotografías de africanos con horrendas cicatrices. Fotografías de extrañas ranas mutantes a las que las patas les salían de la cabeza.
Entonces vio las fotografías de las muertas. Debía de haber unas doce. Mujeres desnudas y apoyadas contra árboles, con los ojos muy abiertos, las bocas tapadas con cinta aislante y las muñecas esposadas. Maggie reconoció a Ginny Brier, a la indigente encontrada bajo el viaducto, a la joven que sacaron del lago junto a Raleigh y a Maria Leonetti. Pero había otras. Al menos media docena más. Todas en la misma pose. Todas con los ojos muy abiertos, mirando directamente a la cámara.
¡Cielo santo! ¿Cuándo había empezado aquello? ¿Y desde cuándo seguía Garrison a Everett y a sus chicos?
Buscó a tientas el interruptor de la luz. No podía apartar la mirada de los ojos de las mujeres asesinadas. Tenía que haber una luz que no fuera aquel piloto rojo. Encontró los interruptores, pulsó uno y la habitación quedó de pronto a oscuras. Pero antes de que pudiera pulsar el otro, se quedó paralizada, con la mirada fija, llena de estupor. La cuerda tendida de un extremo a otro de la habitación refulgía en la oscuridad.
Se apoyó en la encimera. Le flaqueaban las piernas. Sentía un nudo en el estómago. La cuerda brillaba en la oscuridad. Claro, un invento perfecto para un cuarto oscuro. Un arma perfecta para un asesino.
¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Garrison no se limitaba a fotografiar a las muertas. No eran sus ojos inermes lo que le interesaba. Los ojos eran el espejo del alma. ¿Por qué no se le había ocurrido antes? ¿Intentaba Garrison fotografiar el alma en el momento de la muerte?
Encendió de nuevo la luz roja y miró con atención las fotografías, las marcas del cuello de las víctimas. Garrison tenía que hacerlas volver en sí una y otra vez, las hacía posar, esperaba pacientemente ese instante mientras observaba, con la cámara lista en el trípode, aguardando. Aguardando una y otra captar un destello, fotografiar el instante en que el alma se desvanecía.
Garrison. Era Garrison y su obsesión con ese último instante de la muerte.
Maggie oyó el crujir la tarima en el cuarto de estar. Agarró su pistola. Ninguna cucaracha era tan grande. ¿Sería la casera? Quizá hubiera llegado la verdadera inspectora de sanidad. No podía ser Garrison. Estaba en Cleveland.
Se acercó despacio a la puerta del cuarto oscuro, deslizándose a lo largo de la encimera. Otro crujido, esta vez más fuerte, más cerca, justo al otro lado de la puerta. Sujetó la pistola con las dos manos, apuntó y procuró ignorar el leve temblor de sus rodillas. Entonces, de golpe, abrió de una patada la puerta con la pistola en alto al tiempo que gritaba: