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– ¡Alto!

Era Garrison.

Estaba en medio de su apartamento y se cernía sobre la casera, cuyo cuello había enlazado con una cuerda de la que tiraba como si fuera una correa. La anciana se apoyaba sobre sus rodillas huesudas, boqueaba buscando aire, había perdido las gafas y tenía los ojos vidriosos. Sus brazos esqueléticos se agitaban y golpeaban a Garrison. Pero éste parecía ajeno a todo ello mientras miraba fijamente a Maggie. Era como si ni siquiera notara que Maggie le estaba apuntando al pecho. Extendió su mano libre y dijo:

– Si no lo tiene ella, debes tenerlo tú. Dame el diario de mi madre.

Capítulo 77

A Tully, todo aquel embrollo le daba mala espina. Sí, habían atrapado a un violador, pero ¿habían atrapado al asesino? El chaval, aquel tal Brandon -el tipo duro, el cabrón que pegaba y violaba a jovencitas- se había echado a llorar como un niño cuando lo detuvieron por los asesinatos de Ginny Brier y Maria Leonetti. Pero ahora, mientras él y varios agentes seguían a Stephen Caldwell hacia la habitación donde presuntamente se alojaba Everett, Tully no las tenía todas consigo.

El recepcionista les había dado una tarjeta-llave. Le enseñaron las insignias y no rechistó. Caldwell aseguraba ignorar por qué no se había presentado Everett en el parque. Había algo en la conducta de aquel educado joven negro que le hacía sospechar que mentía. Para colmo, el propio Caldwell parecía ansioso por irse cuando por fin dieron con él fuera del pabellón, mientras reunía a otros miembros de la secta. No, Tully tenía la corazonada de que aquel tal Caldwell, aquel maldito chivato, tenía sus propios planes. De pronto se preguntaba si estarían perdiendo el tiempo. Si eso era precisamente lo que pretendía Caldwell. ¿Era lo del hotel una maniobra de distracción? ¿Estaba Everett de camino a algún aeropuerto?

Las puertas del ascensor se abrieron en el piso quince y Caldwell vaciló un instante. Los agentes Rizzo y Markham le propinaron un empujón sin esperar siquiera las instrucciones de Tully. Ellos también estaban cabreados. No hacía falta que se dijeran nada para saber que allí había gato encerrado.

Caldwell dudó de nuevo ante la puerta de la habitación y, al intentar colar la tarjeta por la ranura, falló dos veces. Tully notó que le temblaba la mano. Por fin la puerta se abrió.

Rizzo y Markham habían sacado sus armas, pero las mantenían junto a los costados. Tully le dio a Caldwell otro empujón para que entrara delante de ellos. Veía cómo brillaba el sudor en su frente, pero Caldwell abrió la puerta y entró.

Un instante después se detuvo en seco, y Tully advirtió que parecía tan sorprendido como ellos. El reverendo Everett estaba en medio de la habitación, sentado en una silla, con las muñecas esposadas y la boca tapada con cinta aislante. Sus ojos cadavéricos los miraban fijamente. A Tully no le hizo falta un forense. Reconoció enseguida el tinte rosáceo de la piel. Sólo cabía una posibilidad. La causa de la muerte era sin duda el envenenamiento por cianuro.

Capítulo 78

– Suéltala -dijo Maggie sin moverse mientras con la pistola apuntaba directamente a la cabeza de Garrison.

– El puto libro lo tienes tú, ¿verdad? -Garrison la miraba a los ojos al tiempo que apretaba el lazo que rodeaba el cuello de la señora Fowler. Maggie la oía jadear y por el rabillo del ojo la veía encorvada, intentando agarrar con los dedos retorcidos la cuerda y clavándose las uñas en el cuello.

– Sí, lo tengo yo -no pensaba moverse, ni siquiera para darle el libro-. Suéltala y te lo doy.

Garrison soltó una carcajada nerviosa.

– Sí, ya. La suelto, me das el libro y tan amigos. ¿Tú qué te crees? ¿Que soy un puto idiota?

– Claro que no -unos minutos más y nada de aquello importaría. La anciana boqueaba. Sus dedos hacían patéticos intentos. Maggie sabía que podía matar a Garrison de un disparo a la cabeza. Pero entonces jamás obtendrían todas las respuestas.

– Ahora todo tiene sentido -le dijo con la esperanza de distraerlo-. Everett es tu padre. Por eso querías destruirlo.

– No es mi padre. Es un simple donante de semen -replicó él. De pronto tiró de la anciana para que se levantara, colocándola delante de él como si bruscamente hubiera comprendido que necesitaba un escudo para evitar el limpio disparo de Maggie-. No podía hacer nada en contra de la biología, pero podía asegurarme de que ese cabrón pagara por lo que le hizo a mi madre.

– Y todas esas mujeres -dijo Maggie con calma-, ¿por qué tenían que pagar ellas? ¿Por qué tenían que morir?

– Ah, eso -Garrison rió de nuevo y retorció aún más la cuerda-. Era un estudio, un experimento…, una misión. Para un bien superior, podría decirse.

– De tal palo, tal astilla.

– ¿De qué coño estás hablando?

– Everett robaba almas perdidas. Tú también querías capturarlas. Sólo que en película.

Una roja oleada se extendió por la cara de Garrison, traicionando su aparente calma. Maggie había puesto el dedo en la llaga.

– No nos parecemos en nada -replicó él.

Maggie lo observaba atentamente. Garrison parecía ajeno a sus propias manos mientras hablaba.

– Os parecéis más de lo que crees. Hasta vuestro ADN es tan parecido que nos confundió. Pensábamos que era Everett quien había matado a esas chicas.

Garrison sonrió, complacido.

– Os he engañado a todos, ¿eh?

– Sí -contestó Maggie, dispuesta a seguirle la corriente-. Desde luego.

– Y tengo fotos de su trágica muerte. Acabo de volver de Cleveland con la exclusiva -señaló con la mano libre la mochila que había dejado sobre la encimera que separaba la cocina del cuarto de estar.

Se acercó a la mochila llevando a rastras a la anciana. Esta respiraba con menos trabajo. Garrison parecía haberse olvidado del lazo mientras intentaba encontrar su preciado carrete.

– Aún no he decidido a quién le voy a vender la exclusiva. Parece que va a ser un bombazo. Más de lo que esperaba. Sobre todo, ahora. Ahora que estás aquí. Ahora que lo has cambiado todo.

No parecía enfadado, sino más bien resignado. Quizá le hacía feliz que lo hubieran atrapado. De ese modo, podría compartir sus fotos ilícitas, aquellas terribles imágenes, y hacerse famoso a cualquier precio, sólo para alimentar su monstruoso ego. No era tan infrecuente. Maggie sabía de otros asesinos en serie que se dejaban prender con el solo propósito de exhibir su obra y asegurarse de que no pasaban inadvertidos.

Notó que la tensión de su brazo se relajaba. Seguía apuntando a Garrison, pero aflojó el dedo del gatillo. Garrison parecía distraído, obsesionado por el carrete y la fama.

– Tres putos carretes en color -dijo, y metió la mano en la mochila como si quisiera enseñárselos, arrastrando con él a la anciana.

Maggie esperaba ver los botes negros de los carretes fotográficos. Pero Garrison sacó una pistola y disparó antes de que ella pudiera agacharse. La bala le atravesó el hombro y el impacto la lanzó contra la pared. Intentó recuperar el equilibrio, pero sintió que caía deslizándose por la pared. No podía mover el brazo. Intentó levantar la pistola. Ni el brazo ni el arma se movían.

Garrison parecía satisfecho.

– Sí, parece que voy a ser muy famoso -dijo con una sonrisa. Luego apartó a la anciana de un empujón y al mismo tiempo levantó la pistola.

– ¡No! -gritó Maggie.

Garrison disparó a la anciana con un sólo ademán lleno de suavidad. La señora Fowler golpeó en la pared con un repulsivo crujir de huesos y carne, y su cuerpo menudo se amontonó en el suelo.

Maggie intentó levantar la pistola de nuevo. ¡Mierda! No notaba los dedos. Ni siquiera sentía la pistola. La tenía todavía en la mano, pero no la sentía, no podía moverla. La bala le había paralizado el brazo desde el hombro hasta los dedos. Garrison se acercó a ella, apuntándola al pecho con su arma. Maggie tenía que levantar la puta pistola. Tenía que apuntar, y apretar el gatillo, pero su brazo no respondía. En el instante en que intentaba agarrar la pistola con la mano izquierda, Garrison se cernió sobre ella. Dio una patada con la bota negra a sus dedos inermes, y la pistola rodó por el suelo de la habitación.