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Maggie notaba un dolor agudo a un lado del cuello, pero no sentía el brazo derecho. Notaba que la sangre le chorreaba por la manga y veía varias manchas en el suelo. Pero no podía mover la maldita mano.

– ¿Dónde está el libro? -dijo Garrison sin apartarse de ella. Entonces lo vio en su bolsillo y apuntó hacia él.

– Tendrás que recogerlo tú mismo -le dijo Maggie-. No puedo moverme -haría que él recogiera el libro. Todavía le quedaba una mano. Podía agarrarlo, hacerse con la pistola.

Pero Garrison no se movió. En realidad, ya no parecía interesado en el libro. Miró hacia la anciana y luego paseó la mirada por su apartamento como si evaluara los daños e intentara decidir qué hacer a continuación.

– Quédatelo -dijo para sorpresa de Maggie, y, regresando a la encimera de la cocina, se puso a rebuscar en su mochila-. Pero recuerda que va con las fotos -le dijo al tiempo que sacaba varios botes negros y los dejaba sobre la repisa-. Esto sólo puede ser una exclusiva de primera página.

Luego empezó a sacar lo demás, y a Maggie le dio un vuelco el corazón. Sacó las esposas, la cinta aislante, más cuerda, una cámara, otro trípode plegable. Ella intentó mover los pies. ¿Qué coño estaba haciendo Garrison? Se incorpora con esfuerzo, anclándose en la pared y en el brazo bueno para mantener el equilibrio. Garrison se giró y la apuntó con la pistola. Maggie se detuvo, todavía medio agachada.

– Es mejor que te quedes donde estás -dijo él, y agarró las esposas-. Abajo -señaló el suelo y se acercó a ella, esperando a que se deslizara por la pared.

Al ponerle las esposas le pilló la muñeca del brazo herido. Pero Maggie no sintió nada. Garrison le empujó los hombros hacia la pared, como si quisiera que se pusiera derecha, y le colocó cuidadosamente las manos sobre el regazo. Todo aquello formaba parte de su escenificación. La estaba preparando para su propio retrato mortuorio.

Garrison tomó la cuerda, le ató los pies y le estiró las piernas para separárselas de las manos. Luego le metió los tres carretes en el bolsillo de la chaqueta, de modo que acabó con la película en uno y el libro -el diario de la madre de Garrison- en el otro.

– Los refuerzos llegarán enseguida, Garrison -le dijo Maggie, intentando a la desesperada recordar si le había dicho a alguien que iba a pasarse por allí. Pero no se lo había dicho a nadie. Ni siquiera a Gwen. La anciana era la única que lo sabía.

Él no pareció preocupado, sino casi divertido.

– ¿Y para qué necesitas refuerzos? Tú misma has dicho que todo el mundo cree que Everett es el asesino. Él y Brandon, su cómplice. Pobre chico. Su tendón de Aquiles es que no sabe follar.

Garrison estaba otra vez junto a la encimera. Hablaba tranquilamente, sin asomo de pánico. Dejó la pistola y comenzó a colocar el trípode con mucho cuidado.

– Esto no es exactamente lo que tenía pensado -dijo casi distraído, como si hablara para sí mismo-. Pero ¿qué mejor manera de abandonar el escenario que un último hurra?

Maggie tenía que hacer algo. Garrison estaba preparando el trípode a unos dos metros y medio frente a ella, como había hecho con sus otras víctimas.

– Sí, nos has engañado a todos -le dijo con la esperanza de halagar su ego y atraer su atención al tiempo que miraba a su alrededor. Su pistola estaba junto a la pared de enfrente, a unos cinco metros de distancia. Demasiado lejos. Tenía las manos delante de sí. Podía agarrar algo, cualquier cosa, y utilizarla como arma. Buscó frenéticamente con los ojos. Una lámpara a su izquierda. En medio del montón de ropa sucia, un cinturón con hebilla. Sobre la mesa baja, un jarrón de cerámica africano.

Garrison puso un carrete nuevo en la cámara. No quedaba mucho tiempo. ¡Mierda! Tenía que concentrarse. Tenía que pensar. Debía ignorar el dolor del hombro y la sangre que seguía chorreándole por la manga. La cámara estaba cargada. Garrison la fijó al trípode y comenzó a desenrollar una especie de cable, uno de cuyos extremos había enchufado a la cámara. Un cable para disparar fotografías desde varios metros de distancia, eso era. De ese modo no necesitaba estar tras la cámara. Ni siquiera tocarla. Podía estrangularla hasta dejarla inconsciente mientras la fotografiaba.

Maggie pegó la espalda a la pared. ¿Cuánto tardaría en doblar las rodillas? ¿En apoyarse contra la pared y levantarse? A pesar de que tenía los pies atados, podía hacerlo. Pero ¿cuánto tardaría?

Garrison estaba comprobando el objetivo, ladeaba la plataforma del trípode para ajustar el encuadre. Maggie intentaba hacer caso omiso de sus preparativos, de su ritual, procuraba que su serenidad calculadora, sus manos firmes y fuertes, no la asustaran. Pensaba vertiginosamente. El maldito brazo le latía dolorosamente, y también el corazón, cuyo golpeteo constante atronaba sus oídos y amenazaba con desbaratar sus procesos mentales.

– Voy a entrar en la historia, no cabe duda -mascullaba Garrison mientras ajustaba la velocidad del obturador y giraba la lente de la cámara. Enfocaba, hacía otro cambio. Reajustaba la apertura. Hacía otra comprobación, se preparaba.

Maggie levantó muy despacio las rodillas hasta el pecho, sin hacer ruido. Garrison estaba tan concentrado que no se dio cuenta. A veces le daba la espalda y le impedía ver la cámara. Parecía absorto en su tarea. Empezaba a convertirse en el cámara invisible.

– Nadie ha intentado esto. Un autorretrato en el que la película capte el alma fugitiva… Todo en el preciso instante… -prosiguió. Sus palabras parecían haberse convertido en una suerte de mantra que le impelía a seguir adelante-. Y el encuadre -dijo-. Es, definitivamente, el momento preciso y el encuadre. Oh, sí, seré famoso. No cabe duda. Más allá de todas mis esperanzas. Más allá de las de mi madre -estaba tan enfrascado que parecía haber olvidado a su víctima. O, mejor dicho, parecía haberla reducido al papel de simple modelo que aguardaba, indefensa, convertirse en copartícipe de su horrenda escenificación.

Pero Maggie no quería esperar. Esforzándose por no hacer ruido, levantó los pies cuanto pudo. Sólo un poco más. Bastante cerca. Sí, podría agarrar la cuerda. Pero no el nudo. Cambió de postura y notó una punzada de dolor en el brazo que casi la hizo llorar. Se detuvo. ¡Mierda!

Miró a Garrison. Él estaba desenrollando el cable; lo iba desenredando mientras avanzaba hacia la encimera. ¡Cielo santo! Ya casi estaba listo. Maggie intentó asir de nuevo el nudo, estiró los dedos, las esposas metálicas le arañaron las muñecas. Si podía soltarse los pies, tal vez pudiera defenderse cuando Garrison se acercara a ella dispuesto a estrangularla. Le dolía tanto el brazo que sabía que le sería difícil mantenerse consciente. No podía permitir que Garrison llegara tan lejos. No podía permitir que le rodeara el cuello con la cuerda. Si no… si no, estaba perdida.

El permanecía parado junto a la encimera, con el interruptor del cable en la mano. Maggie lo vio levantar la pistola con la otra mano. Se quedó helada. No iba a usar la cuerda. ¿Estaba pensando en pegarle un tiro?

Garrison se giró para mirarla. Ella mantuvo las rodillas pegadas al pecho. Sus dedos se detuvieron junto al nudo. Le daba igual que él lo notara. Era demasiado tarde. Estaba listo. Y de pronto el resto de su cuerpo se quedó tan paralizado como su brazo derecho. Hasta su mente se detuvo en seco.

Sin decir palabra, Garrison se acercó a ella, arrastrando con cuidado el cable. Se colocó delante, cerniéndose sobre ella, a menos de un metro de distancia. Miró a la cámara y comprobó el encuadre. Reajustó el cable que llevaba en la mano, colocando entre su índice y su pulgar el bombín de plástico que accionaba la cámara.