Estaba preparado.
– Recuerda -le dijo a Maggie sin apartar la vista del objetivo-, una exclusiva de primera plana.
Antes de que ella pudiera moverse, antes de que lograra reaccionar, Garrison se acercó a la sien el cañón de la pistola y apretó al unísono el gatillo y el disparador de la cámara. Maggie cerró los ojos. Un borbotón de sangre y masa cerebral salpicó su cara y las paredes. El sonido del obturador de la cámara se perdió en la explosión. Un olor a pólvora llenó el aire.
Cuando abrió los ojos, vio caer al suelo ante ella, con un ruido sordo, el cuerpo de Garrison. Tenía los ojos abiertos. Pero estaban ya vacíos. El alma de Ben Garrison, pensó, había desaparecido mucho antes de su muerte.
Epílogo
LUNES, 2 de diciembre
Washington, D. C.
Maggie esperaba junto a la puerta de la sala de juntas de la comisaría. Tenía la cabeza apoyada en la pared. Todavía le dolía el cuello, incluso más que el hombro, que llevaba escayolado. Tully permanecía sentado en silencio a su lado y miraba la puerta como si ansiara que se abriera, haciendo caso omiso del periódico desplegado sobre sus rodillas. El titular de apertura del Washington Times hablaba de un nuevo dispositivo de seguridad aeroportuaria. En algún lugar, bajo el pliegue del periódico, una noticia breve mencionaba el suicidio de un fotoperiodista.
Tully la sorprendió mirando el periódico.
– El Cleveland Plain Dealer también ha sacado el suicidio de Garrison en la sección de breves -dijo como si le hubiera leído el pensamiento-. Seguramente habría salido en titulares si hubieran tenido fotos para ilustrar la noticia.
Maggie asintió con la cabeza.
– Sí. Lástima que no las hubiera.
Tully le lanzó una de sus miradas, con la ceja alzada y un ceño poco convincente.
– Pero las había.
– Por desgracia, son pruebas. Y no podemos entregar a los medios fotografías que se consideran pruebas, ¿no? ¿No eres tú el que siempre intenta convencerme de que debo cumplir el reglamento?
Él sonrió.
– Entonces, ¿esas pruebas estarán guardadas en un lugar adecuado?
Maggie se limitó a asentir con la cabeza de nuevo, se recostó en la pared y se ajustó el cabestrillo.
Había intentando hacer justicia impidiendo que las espantosas imágenes tomadas por Ben Garrison no le granjearan la notoriedad que tanto había ansiado. Una notoriedad por la que se había obsesionado hasta el punto de estar dispuesto a incluirse a sí mismo en su monstruoso catálogo de instantáneas.
– ¿Sabes algo de Emma? -preguntó Maggie para zanjar la cuestión de las pruebas, las fotografías y los carretes guardados en el armario de su despacho de Quantico.
Tully dobló el periódico y abandonó de buen grado el asunto al tiempo que dejaba el periódico junto a un montón de revistas viejas que había sobre la mesa, a su lado.
– Va a quedarse una semana más con su madre -contestó-. Ha invitado a Alice a quedarse con ellas. También quería invitar a Justin Pratt.
– ¿En serio? ¿Y qué dijo Caroline?
– No creo que le hubiera importado. La casa es enorme, pero yo dije que nada de chicos -sonrió como si se alegrara de tener algo que decir al respecto-. Pero en realidad no hizo falta. En cuanto se enteró de lo de Eric, Justin quiso volver a Boston.
– Así, que al final algunas cosas han tenido un final feliz, ¿no?
Nada más decir esto, Maggie vio que su madre se acercaba por el pasillo. Kathleen iba vestida con un discreto traje marrón, llevaba tacones y se había maquillado. Algunos policías que había en el pasillo y en las puertas la siguieron con la mirada al pasar. Tenía buen aspecto. Parecía dueña de sí misma y, sin embargo, Maggie sintió que sus músculos se tensaban y que su estómago se hacía un nudo.
Tully se puso en pie.
– Hola, señora O'Dell -dijo. Le ofreció su silla y ella se sentó junto a Maggie. Saludó a su hija con una inclinación de cabeza y le dio las gracias en voz baja a Tully.
– Creo que voy a ir a por un café -dijo Tully-. ¿Os traigo uno?
– Sí, por favor -dijo Kathleen O'Dell con una sonrisa-. Con leche.
Tully se quedó esperando.
– Maggie, ¿quieres una Pepsi light?
Ella levantó los ojos y negó con la cabeza, pero le expresó con la mirada su agradecimiento. Tully se limitó a inclinar la cabeza y echó a andar por el pasillo.
Maggie miró de frente, siguiendo el ejemplo de su madre.
– No sé qué haces aquí -dijo.
– Quería venir a declarar -entonces, como si recordara algo, se puso el bolso sobre el regazo, lo abrió y sacó un sobre. Vaciló y le dio unos golpecitos sobre su mano. Volvió a bajar el bolso y a dar golpecitos con el sobre. Por fin se lo entregó a Maggie sin apenas mirarla.
– ¿Qué es esto?
– Es para cuando estés preparada -respondió su madre con voz suave y tierna. Maggie la miró, extrañada-. Es su nombre, su dirección y su número de teléfono.
El nudo del estómago de Maggie se apretó aún más. Miró hacia otro lado y dejó sobre sus rodillas el sobre. Quería devolvérselo a su madre y olvidarse de él. Pero al mismo tiempo estaba deseando abrirlo.
– ¿Cómo se llama? -preguntó.
Su madre logró esbozar una sonrisa.
– Patrick. Por el hermano de Thomas. Creo que a tu padre le habría gustado.
La puerta se abrió y ambas se sobresaltaron. El jefe Henderson mantuvo la puerta abierta mientras salía Julia Racine, que pareció sorprendida al verlas allí. La detective iba vestida con un traje azul marino bien planchado y zapatos de tacón, y llevaba el pelo rubio bien peinado. Incluso se había pintado los labios.
– Agente O'Dell, señora O'Dell -Racine hizo un esfuerzo por parecer amable y ocultar su asombro.
Maggie no pudo evitar pensar que se habría sentido más a sus anchas preguntándoles qué coño hacían allí. Pero esa mañana Racine se había propuesto portarse bien. Y le convenía. Henderson no se estaba tomando a la ligera la comisión disciplinaria.
– Declarará usted primero, agente O'Dell -dijo Henderson, que seguía sujetando la puerta.
Maggie notó que Racine la escudriñaba, preguntándose quizá de qué lado se pondría. Se detuvo delante de ella, miró sus ojos inquisitivos y dijo:
– ¿Te importaría distraer a mi madre una vez más?
Esperó a que Racine sonriera y a continuación pasó junto al jefe Henderson y entró en la sala de reuniones.
Alex Kava
Alex Kava nació en un pueblecito de Nebraska, Silver Creek. De niña, escribía relatos cortos en el dorso de viejos calendarios y en cualquier trozo de papel; los compartía sólo con su hermano pequeño y los escondía.
Se graduó magna cum laude en la universidad de Saint Mary, en Omaha, Nebraska, en Arte y Literatura. Ha hecho estudios de posgrado en publicidad y marketing. Durante los últimos quince años, Alex trabajó en el mundo del diseño gráfico, publicidad y relaciones públicas diseñando la presentación de productos alimenticios, logos para empresas nacionales y folletos promocionales. Pero en el verano de 1996, dejó su trabajo como directora de Relaciones Públicas para dedicar más tiempo a la escritura y para tener más tiempo creo su propia empresa de diseño gráfico, Square One.
Desde la publicación de su primera novela, Bajo Sospecha (2000), no ha dejado de escribir y publicar. Además de atender a su propia empresa, también trabaja como profesora suplente en una universidad local. Alex vive en Omaha, Nebraska, con sus dos perros.