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CASSIE sintió pena por Beth.

– No te preocupes, Beth. Todos dicen lo mismo. Matt y Lauren han estado intentando presentarme a amigos suyos durante años.

– Oye, ya que hoy es un día en que digo las cosas que no debo, ¿puedo seguir?

– ¿Acaso hay alguien que pueda impedirlo?

– Es que… Bueno… ¿No se te ha ocurrido nunca que Jonathan tal vez no fuera un cisne después de todo? Cuando murió, sólo llevabas casada unas semanas. No es mucho tiempo para descubrir los defectos del otro. Y todos tienen defectos, ya sabes. Incluso el mejor hombre del mundo.

– Lo sé, Beth.

– Es injusto medir a todos los hombres comparándolos con él.

– Lo sé.

– Pero te da igual.

– Beth, no lo comprendes…

La camarera llegó y tomó nota. Cuando se marchó, las ganas de decirle a alguien la verdad sobre Jonathan parecieron evaporarse. Aquél era su secreto. Su vergüenza.

– ¿Estás segura de que no vas a venir al gimnasio?

– ¿A las seis y media? -Beth, igual que ella, pareció sentirse aliviada por cambiar de tema.

– Una hora en el gimnasio tres veces a la semana ayuda a contrarrestar los efectos de probar las nuevas recetas para encontrarles el punto.

– ¿Quieres decir que eres socia de un gimnasio para desgravar impuestos? -Beth estaba sinceramente impresionada por ello.

– No lo había pensado -le dijo Cassie.

– Consúltalo con tu contable, y cuéntame qué te dice. Me interesa saber si puedo hacer lo mismo. Al fin y al cabo uno tiene que estar en buena forma para llevar un negocio.

– Debes estar en forma para cualquier trabajo, y no creo que consideren ir a un gimnasio un gasto en salud. Tendrían que desgravarle a todo el mundo.

– ¿Y por qué no? Piensa lo que se ahorraría el Ministerio de Sanidad.

– ¿Sabes? Es un desperdicio que tengas una tienda. Deberías dedicarte a la política.

– ¿Vienes, Nick? Está a punto de comenzar la reunión -Verónica estaba en la puerta. Su vestido gris y blanco realzaba su esbelta figura.

Era un día caluroso y húmedo, pero Verónica se movía como si estuviera en una burbuja de aire acondicionado propio, con una elegancia increíble.

– Enseguida estoy contigo -le dijo él.

Realmente hubiera preferido que ella se marchase en lugar de que se quedara allí mirándolo revolver entre los papeles para encontrar una hoja con números que parecía haber desaparecido.

– ¿Se te ha perdido algo? -le preguntó ella sin moverse.

– Una de mis secretarias tiene al niño enfermo. Pero sé que preparó esa hoja antes de marcharse.

Verónica atravesó el despacho, se inclinó al lado del escritorio de Nick y recogió una hoja que se había caído debajo. Lo había hecho con una economía de movimientos exquisita. como solía hacerlo todo.

– ¿Es esto lo que estás buscando? -le dio la hoja.

– Esa es -contestó él-. Gracias Verónica -sonrió lamentándose de su despiste-. La he buscado por todos los sitios… -aquel papel de niño perdido solía enternecer a muchas mujeres. Tal vez conmoviera a Verónica Grant.

– El calor afecta a muchas personas.

Nick recogió los papeles, los ordenó y los unió a la carpeta con los detalles del nuevo proyecto en el que había estado trabajando. Debajo de la carpeta estaba el libro de Cassie Cornwell. No lo había abierto siquiera, pero al menos no lo había escondido en el cajón de abajo del escritorio.

Verónica levantó el libro y miró la foto de la contraportada.

– ¿Es éste el libro que vas a regalarle a tu hermana?

– Sí… y no. He comprado más de un ejemplar.

– ¡No me digas que los has comprado para regalárselos a todas las mujeres que conoces!

– Es una forma de ahorrarse tiempo y esfuerzo. ¿No es ése tu consejo?

– No exactamente.

– No… Bueno, en realidad he comprado un ejemplar para mí.

– ¡Oh, claro! Eres un nuevo hombre -le dijo escépticamente.

– ¿Te divierte la idea? -él se sintió molesto.

– No creerás que voy a creerme que te haces tú la comida.

– Los hombres también tienen que comer.

– En mi opinión, para eso se consiguen a una pobre mujer que les hace la comida.

– ¿De verdad?

Muchas mujeres que se habían ofrecido a cocinar para él distaban mucho de ser pobres. Pero seguramente Verónica no se refería al aspecto económico. Él se preguntó por qué despreciaba tanto a las mujeres que hacían tareas domésticas.

– Tal vez tengas que probar hombres mejores -le aconsejó él.

– ¿Es una invitación?

– ¿Una invitación?

Ella salió de la oficina precediéndolo. Se detuvo en el corredor y le dijo:

– Una invitación para cenar, Nick. No he conocido a ningún hombre que cocine. Y para serte sincera, no sé si creer que sabes cocinar. Pero estoy dispuesta a que me convenzas. Tengo libre el jueves por la noche, si tienes un hueco en tu agenda.

Él se quedó asombrado de lo fácil que había resultado. ¿O sería que ella no podía resistir el cazarlo en una mentira?

– Bueno, hay una reunión en el Palacio de Cristal. Se supone que debo ir. Patrocinamos uno de los actos.

Ella sonrió con aire de superioridad, como si esperase que él fuera a salirle con una excusa.

– Pero no creo que tenga ningún problema en conseguir que alguien vaya en mi lugar. ¿Te parece que te recoja alrededor de las ocho?

Ahora le tocaba sorprenderse a Verónica, pero no demostró haberlo hecho.

– ¿No vas a estar ocupado preparando alguna salsa?

Sinceramente no tenía ni la menor idea de cómo se hacía una salsa, pero no sería difícil, podría hacerla su madre.

– No lo sé hasta que decida qué voy a preparar. Quizás sea mejor que envíe un coche para que te recoja.

– ¿A las ocho? ¿Por qué no? No tengo nada que perder.

– ¿Un poco de cintura tal vez? -le preguntó él, acordándose de los comentarios de Cassie acerca de las calorías.

Ella lo miró incrédula antes de devolverle el libro. Luego se dirigió a la reunión recuperando su total dominio del papel de mujer de negocios.

En la reunión la descubrió mirándolo más de una vez, lo que hizo que él se reprimiera una sonrisa pícara. Toda mujer tenía alguna debilidad. Se preguntó cuál sería la debilidad de Cassie Cornwell. Seguramente no sería tan cínica como Verónica. Cassie tenía unos ojos que serían capaces de derretirse ante unos cachorros abandonados, o ante el paisaje de la nieve cayendo una mañana de Navidad. O ante un bebé recién nacido que le rodease un dedo con su manita.

– ¿Nick?

Nick se sobresaltó. Alzó la mirada y descubrió media docena de ojos mirándolo con expectación. Le llevó algunos segundos borrar de su mente las imágenes que acababan de pasar por ella. Y lo que finalmente lo logró fue la mirada depredadora con la que sorprendió a Verónica.

Duró un sólo instante. Luego recuperó su mirada fría y distante. Pero él comprendió que aquella mujer no se dejaba engañar por un nuevo hombre, y que si descubría su mentira jamás lo olvidaría.

Cassie llevaba toda la vida cocinando. Desde que había podido subirse a una silla y había sido capaz de amasar junto a su madre, y siempre le había resultado una terapia.

Pero desde que había rechazado la invitación de Nick a almorzar no había podido dejar de tener la sospecha de que había cometido un error. Y eso le daba rabia. Tiró la masa en la encimera para ahuyentar aquellos sentimientos. Nick Jefferson no era un hombre para ella. Y no lo sería jamás. Y ella tampoco era su tipo.

El tipo de mujer de Nick era alta, esbelta, de pómulos salientes. Seguramente viviría a base de lechuga y zumo de zanahoria. El tipo de mujer que no se atrevería a irse de campamento con tres niños.

Encima su cuñado se había reído del campamento que había elegido, con baños, duchas calientes, piscina, una tienda de alimentación, y actividades organizadas con monitores.