Выбрать главу

Þóra asintió. Sin duda, el buen hombre gastaría toda la pólvora en el aparato de música y cosas por el estilo. El interés de la madre de Markús por la excavación no excluía, naturalmente, a su marido: podría haber llevado allí los cuerpos sin que su mujer lo supiera.

– Alguien colocó allí los cuerpos, eso está claro. ¿Se te ocurre quién?

Markús sacudió la cabeza.

– No recuerdo a todos y cada uno de los habitantes de Heimaey en esos días, pero es ridículo pensar que cualquiera de los que recuerdo pudiera matar a esas tres personas. Eran todos gente muy normal, familias ejemplares de pescadores islandeses -Markús volvió a pasarse la mano por la frente-. Recuerdo especialmente a los de mi pandilla, que no eran más que unos críos, igual que yo.

– ¿Estás completamente seguro de que tu padre no puede tener relación alguna con el asunto? -preguntó Þóra -. Era vuestra casa, y me parece improbable que alguien la forzara para entrar y esconder unos cadáveres.

– ¿Que la forzara? -Markús repitió las palabras de Þóra-. No había ninguna necesidad de forzar una casa. No había nada cerrado con llave. Se pidió a la gente que no cerrara las casas con llave para que los del equipo de rescate pudieran entrar y salir según necesitaran -se le alegró el semblante-. Naturalmente, después de la noche de la erupción todo se llenó de forasteros. No sé el número, pero el trabajo de rescate exigió mucha mano de obra y solo una pequeña parte de los que se hicieron cargo eran de la isla. Nuestra casa no quedó cubierta de ceniza enseguida.

Þóra pensó un momento.

– De modo que crees muy improbable que alguno de ellos hubiera llevado los cuerpos hasta allí.

Markús se encogió de hombros.

– ¡Yo qué sé! Lo único que está total y absolutamente claro para mí es que yo no tuve nada que ver.

Þóra confió en que así fuera. Siempre era más agradable luchar por una causa justa.

– Quizá sea mejor dejarnos de especulaciones. Esperaremos los resultados de la autopsia de los cadáveres y de la cabeza -dirigió a Markús una sonrisa apagada. ¿Cómo se haría la autopsia de una cabeza?-. ¿Quién sabe si esos hombres murieron sencillamente de muerte natural o si se asfixiaron en el sótano? ¿No fue así como se produjo la única muerte en la erupción?

– En la erupción no murió nadie -dijo Markús ofendido, casi como si Þóra le hubiera echado a él la culpa de la erupción.

– ¿Y eso? -preguntó Þóra, extrañada-. Siempre he estado convencida de que hubo un muerto. Y precisamente en el interior de un sótano.

– Ah, sí, ese -dijo Markús-. Ese no cuenta. Era un alcohólico -el gesto de asombro de Þóra obligó a Markús a explicarse un poco mejor-. Bajó al sótano de la farmacia en busca de alcohol de 90°. No fue culpa de la erupción.

A menos, naturalmente, que los gases tóxicos que lo mataron se hubieran producido en la erupción. Pero Þóra prefirió no perder el tiempo en razonar. Cogió de nuevo el informe y pasó las páginas.

– ¿Y esto? ¿Estoy en lo cierto de que no te han preguntado si habías visto antes a alguno de esos hombres?

Markús movió la cabeza, extrañado.

– No preguntaron, pero es que los cuerpos estaban en tal estado que era bastante difícil reconocerlos. Además, no los pude ver bien en el sótano.

– ¿Así que crees que no los habías visto nunca? -si se pudiera averiguar quiénes eran, resultaría más sencillo saber qué les había sucedido.

Markús sacudió la cabeza con tranquilidad.

– No, realmente no lo creo -respondió-. Pero, como ya he dicho, podría tratarse perfectamente de personas conocidas. Tendría que volver a verlos en mejores condiciones, pero realmente dudo de que eso tenga demasiada importancia.

Þóra vio de nuevo aquellos cuerpos resecos y llenos de ceniza y comprendió que sería difícil reconocerlos si no era con los métodos de la ciencia forense.

– Tienen que ser extranjeros. Aunque hay casos de islandeses desaparecidos sin dejar huella, es imposible que les pueda suceder a tres hombres al mismo tiempo -se apresuró a añadir-: Cuatro, quiero decir -la cabeza le resultaba todavía algo tan irreal que una y otra vez no la tenía en cuenta. Reflexionó un instante-. ¿Tal vez se pueda tratar de marinos? -preguntó-. ¿Podría tratarse quizá de la tripulación de un barco que hubiera naufragado?

– ¿Y cómo acabaron esos tripulantes en nuestro sótano? -preguntó Markús, indignado.

– Sí, claro -dijo Þóra con una sonrisa-. Tendremos que esperar a la autopsia. Supongo que la policía volverá a llamarte para interrogarte otra vez cuando esté terminada la necropsia y tengan el informe del forense. Hasta entonces intentaré rastrear la existencia de testigos o de cualquier cosa que pueda apoyar la versión tuya y de Alda sobre la caja en cuestión.

Markús se puso en pie y dejó escapar un bufido.

– Ya está bien -dijo comprendiendo la situación-. Ella era la única que podía hacerlo.

Þóra intentó sonreír para darle ánimos, pero sin éxito. Aquello tenía mala pinta; la única esperanza de que Markús pudiera escapar del todo de aquel asunto era que se descubriese que aquellos hombres se habían asfixiado en el sótano. Había olvidado la cabeza otra vez. ¿Cómo demonios explicar eso?

Stefán dejó el teléfono, cerró los ojos, contó hasta diez y se estiró.

– Era el forense -le dijo al agente que estaba sentado delante de él, esforzándose por conservar la calma-. Duda que Alda se haya suicidado. La autopsia puso de manifiesto ciertos detalles que precisan de explicaciones más exactas -borró de sus labios una sonrisa antes de entrar en materia-. ¿Cómo es que no examinasteis nada más que el dormitorio? Es imposible confiar en vosotros si me ausento un momento -Stefán golpeó con el dedo índice el montón de papeles que había encima de la mesa, para prestar mayor énfasis a sus palabras. El joven agente de policía enrojeció, aunque Stefán no supo exactamente si era de vergüenza o de furia. Prosiguió-: ¿Cómo dejasteis la casa? ¿Hay alguna advertencia para que los deudos de la difunta comprendan que no pueden entrar u os limitasteis a echar la llave y marcharos?

– Uf -dijo el policía joven, con las mejillas aún más rojas.

– ¿Uf? -le imitó Stefán-. ¿Qué significa «uf»?

– No marcamos la casa de ninguna forma especial -respondió el joven-. Todo parecía indicar que se trataba de un suicidio. Yo ya he estado en varios -añadió con cara de triunfo.

– No me vengas con gilipolleces -exclamó Stefán con aspereza-. A mí me da igual si has estado en mil suicidios o solo en tres. Es con este caso concreto con el que no estoy nada satisfecho, y no estoy dispuesto a tener que soportar broncas del forense por culpa de los métodos de trabajo de mis hombres -se calmó un poco-. Según él, faltan varias cosas: prácticamente no hicisteis fotos del escenario y vuestro informe de la inspección de la casa no cubre más espacios habitables que el dormitorio. Dice además que en el informe no se hace mención alguna de sangre, pero el cadáver indica que tenía que haber sangre en algún lugar.

– Había sangre -dijo el joven policía con un hilo de voz y el rostro tan rojo que parecía ensangrentado-. Había unos charquitos a ambos lados de la cabeza, correspondientes a unas pequeñas heridas en las mejillas y el cuello de la mujer.

– ¡Qué me estás diciendo! -exclamó Stefán en voz muy alta-. ¿Es que tengo que explicarte cómo se hace un informe? Estoy tan asombrado que casi no tengo ni palabras -el estado psíquico de Stefán en esos momentos tenía varias características, pero quedarse sin palabras no era una de ellas.