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– Nos dijeron que las heridas que tenía la mujer se las había producido ella misma. Y ciertamente, debajo de las uñas tenía sangre y restos de piel -el joven se irguió-. Quiero poner de relieve que el médico que llegó en la ambulancia lo calificó, allí mismo, de suicidio. También fue él quien explicó lo de la sangre, por eso no me pareció necesario mencionarlo en el informe. Actuamos en consonancia con que se trataba de un suicidio y que no había nada que apuntara a otra cosa -miró a su superior con ojos expectantes-. ¿Y qué se ha averiguado realmente en la autopsia?

Stefán carraspeó.

– Según parece, la causa de su muerte no fue un envenenamiento. El forense analizó la sangre y el contenido del estómago para identificar los componentes de los medicamentos que se encontraron en la mesilla de noche. No había nada que pudiera poner en peligro una vida.

El policía joven arqueó las cejas.

– ¿Y de qué murió entonces?

Stefán estaba ya completamente tranquilo. Se sintió aliviado al oír que el médico que estuvo en el escenario había afirmado que se trataba de un suicidio, lo que liberaba a sus hombres de buena parte de las acusaciones de fastidiar el caso.

– Naturalmente, harán falta exámenes más detallados antes de que se pueda determinar, pero el forense dijo que muy probablemente la mujer murió de asfixia.

– ¿De asfixia? -repitió el policía joven, como un eco-. ¿Estrangulada?

Stefán sacudió la cabeza.

– Aún no está claro. El forense no excluía que hubiera podido deberse a una enfermedad, pero dijo que quería que examinaseis mejor la casa de la difunta para comprobar si alguien pudo haber estado implicado en su muerte.

– Comprendo -dijo el joven, feliz a más no poder de que Stefán volviera a ser el de siempre-. El turno está acabando, ¿quieres que volvamos allí mañana por la mañana o…?

Los ojos de Stefán se cerraron.

– No. Iréis ahora. Ahora mismo -desafió al joven a que le contradijera mirándole fijamente a los ojos-. Examinaréis cada centímetro cuadrado y escribiréis un informe decente, como si se estuviera hablando del escenario de un crimen. Quiero encontrar una fotocopia esperándome en mi mesa mañana por la mañana -señaló la puerta con la mano-. En tu lugar, yo me daría prisa, no vaya a ser que tus compañeros se hayan marchado ya a casa…, dejándote todo el trabajo para ti solo -el joven abrió la boca como para responder, pero se contuvo. Fue hacia la puerta. Cuando estaba en el umbral, Stefán añadió-: Comprueba todas las llamadas entrantes y salientes del teléfono de la casa, así como del móvil de la difunta. Está claro que murió el domingo por la noche, de manera que las llamadas de entonces son, naturalmente, las más importantes.

– Eso haré -respondió el joven con un toque de rencor en la voz. Menudo lío. Estaba ya cansado de todo el día, dispuesto a tumbarse en el sofá y quedarse mirando la tele atontado. No era una idea nada atractiva tener que dedicarse a peinar todo un chalé adosado en busca de Dios sabe qué.

– Sí, y otra cosa -le dijo Stefán con voz fuerte cuando la puerta estaba a punto de encajar en los goznes.

– ¿Eh? -el joven introdujo la cabeza por el hueco de la puerta.

– Tengo especial interés en saber si Alda telefoneó al móvil de Markús Magnusson esa misma tarde, y cuánto duró la conversación. ¿Entendido?

– Entendido.

La puerta se cerró. Stefán se quedó mirando las claras maderas llenas de vetas mientras reflexionaba. Sabía que tendría que llamar a su colega de las Vestmann para ponerle al tanto de la marcha del caso. Pero no le apetecía lo más mínimo. Eso podía esperar. Ahora tenía que pasarse por el Hospital Nacional, reunirse con el forense y echar un vistazo al cadáver de Alda. Se puso en pie. Tenía que confesarse a sí mismo que no era solamente su trabajo lo que le empujaba a hacerlo. El forense había mencionado que la mujer estaba excepcionalmente retocada…, una palabra que Stefán no comprendió hasta que le dieron una explicación más precisa. La mujer de Stefán estaba siempre dando la vara con que quería aumentarse el pecho, por eso quería ver unos pechos de esos con sus propios ojos. ¿Quién sabe si a lo mejor, en caso de que le gustaran, acababa dando luz verde?

Capítulo 6

Sábado, 14 de julio de 2007

Los únicos asistentes a la entrega de premios aquella mañana de sábado eran los niños ganadores y sus padres. Sóley estaba sentada entre su madre y su hermano Gylfi, con una sonrisa de oreja a oreja. El concurso se había celebrado en la semana del arte de la biblioteca infantil, y consistía en dibujar algún utensilio doméstico que hiciera más fácil la vida de la familia, y Sóley se había pasado la tarde dibujando y coloreando muy concentrada. Para gran asombro de Þóra, su hija ganó, aunque hasta aquel momento Sóley había mostrado una capacidad bastante limitada para las actividades artísticas. La chica que había conseguido el premio del grupo de más edad volvió a su asiento con un ramito de flores y un cheque regalo del patrocinador del concurso, una de las mayores empresas de electrodomésticos del país. La directora de la biblioteca municipal llamó a continuación a Sóley, que se colocó al lado de la señora con los mofletes muy colorados.

– Enhorabuena por tu premio -dijo la bibliotecaria cogiendo la manecita de Sóley. Señaló el dibujo de la niña, que colgaba en un lugar destacado, al lado de las demás obras de arte que se habían presentado. No eran demasiadas, tal como había sospechado Þóra al enterarse de que Sóley había ganado-. Debo decir que es un dibujo precioso de una plancha -dijo la bibliotecaria al tiempo que entregaba a Sóley un sobre grueso y un ramo de flores.

Þóra arqueó las cejas. ¿Por qué había pintado Sóley una plancha? Su ex marido se la había llevado cuando se separaron, porque la ropa que usaba Þóra no necesitaba plancha. Puso muy en duda que Sóley supiera cómo era, aunque la había representado bastante bien pese a no disponer de modelo. Þóra dejó de mirar el dibujo y, llena de orgullo, dirigió los ojos hacia su hija, que tenía las mejillas aún más rojas que cuando llegó al lado de la bibliotecaria, con el premio en las manos y los ojos bajos. Sóley parecía estar a punto de echarse a llorar, pero tenía los dientes apretados.

– Es un trineo, no una plancha -dijo Sóley, que empezó a morderse el labio inferior.

Ahora le tocó a la bibliotecaria el turno de enrojecer un poco, pero para gran alivio de Þóra, solucionó muy bien el malentendido diciendo que se había expresado mal. La carcajada que soltó Gylfi no ayudó mucho, sin embargo, y cuando volvieron a ponerse delante del dibujo no dejó de soltar risitas.

– Es verdad que es igualito a una plancha -dijo él-. ¿Cómo se te ocurrió pintar un trineo? ¿Crees que es un utensilio doméstico?

Þóra se lanzó en defensa de su hija:

– Sí, sí. En el campo se considera a los trineos utensilios domésticos -apretó la mano de su hija, que seguía mustia-. No le escuches. No sabe cómo son los trineos -en realidad, lo mismo podía decirse de Sóley-. Os voy a invitar a un helado para festejar el premio -apartó la mirada del trineo y contempló los demás dibujos-. Sóley, el tuyo es el más guay de todos. Chulísimo.

– No, es feo -dijo la niña-. Tenía que haber pintado una puerta, como pensé al principio.

Þóra se dio cuenta de que tendría que explicarle a su hija en algún momento lo que significaba la palabra «utensilio doméstico».

– Basta de tonterías -dijo-. Has ganado y no ha sido por casualidad. El dibujo más guay de todos. «Trineo» y «plancha» se escriben con ene. Por eso se confundió la señora -le dio un beso a Sóley en la mejilla y miró enfadada a su hijo, que parecía a punto de echarse a reír otra vez-. Hazme un favor y búscame un libro sobre la erupción de las Islas Vestmann -le dijo. Así Gylfi tendría algo en qué pensar en vez de en la plancha-trineo, y a ella no le vendría mal leer algo sobre lo sucedido en 1973, de lo que en realidad sabía bastante poco. Þóra aprovechó la oportunidad, mientras su hijo buscaba el libro, para animar un poco a su hija, aunque su humor no empezó a mejorar hasta que no estuvieron sentados delante de unas copas enormes llenas de helado con nata. El móvil de Þóra sonó en el mismo momento en que estaba terminando su helado, pero decidió no contestar por miedo a que el mundo se le derrumbara a su niña. Cambió de opinión cuando vio en la pantalla que quien llamaba era Markús. El mundo de él sí que se estaba derrumbando, y un helado no le serviría para recuperar la normalidad.