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– Buenos días -dijo ella con una voz un poquito ronca.

– Buenos días -repitió él como un loro-. ¿Qué tal? -preguntó luego, haciendo lo posible para que la voz no dejara traslucir demasiado que le importaba un bledo.

– Ya me encuentro mejor -respondió la muchacha con ingenuidad-. ¿Tienes una coca? -le envió un gesto que sin duda debía de ser sugerente, pero que no despertó en él otro sentimiento que el malhumor. Quizá le habría podido parecer atractiva si hubiera sido más guapa, pero la pintura corrida y el sueño pegado al rostro no hacían mucho en su favor. A lo mejor hasta era bonita en circunstancias normales, al menos eso esperaba, por el bien de la chica.

– Probablemente -dijo sentándose en la cama.

Movió las piernas hacia el borde de la cama, pero tuvo que esperar un momento antes de levantarse, mientras se le pasaba el mareo. Tenía que dejar de beber. Por lo menos, de beber tanto. Se levantó y volvió a tener que esperar un momento más antes de dirigirse con paso inseguro hacia la cocina. Notó que la chica estaba mirando atentamente su cuerpo desnudo, y eso le excitó pese al malestar que sentía. Al atravesar la sala miró alrededor en busca de cigarrillos y vio una cajetilla medio arrugada sobre la mesa del sofá, al lado de un cenicero rebosante. Mientras sacaba del paquete un cigarrillo doblado, grabó en su memoria que tenía que comprar un cenicero más grande. El encendedor estaba sobre la mesa, en medio de una mancha reseca de vino. Tras muchos intentos consiguió finalmente sacar llama y encendió el pitillo. Chupó con fuerza y dejó que el humo escapara por las comisuras de la boca sin soplar. Ya solo faltaba una coca, y entonces todo empezaría a ir algo mejor y el mundo volvería a ser como debía. Entró en la cocina con el cigarrillo encendido en la boca y abrió de golpe la puerta del refrigerador. Una coca era de esas cosas que siempre convenía tener, de modo que pudo elegir entre botellas de distintos tamaños. Desenroscó el tapón de una botella de dos litros y bebió a morro un frío trago que aplacó el malestar del estómago.

Cuando volvió a cerrase la puerta del refrigerador, le saltó a los ojos una nota que había pegado hacía mucho y que había olvidado tirar cuando yo no servía para nada. «Alda: 18.00». Adolf rompió la nota, hizo una bola y la arrojó al cubo de basura, que estaba abierto. El papel golpeó en el borde y cayó rodando al suelo. Se detuvo a sus pies y se quedó allí un momento dando vueltas. Adolf miró la nota antes de dar una patada a la arrugada bolita, que recorrió el suelo de la cocina hasta un rincón. Era mejor olvidar todo lo relativo a esa mujer, y cuanto antes mejor. Ya había hecho lo que tenía que hacer para que le dejara en paz.

Adolf dejó el trozo de papel y se concentró en lo que tenía en mente. No conseguía recordar, de ninguna forma, si habían hecho algo para evitar un embarazo, y a juzgar por la niebla que ocultaba la noche, lo dudaba. Así que tendría que utilizar sus propios medios. Ya era suficiente con un bichejo ilegítimo y con tener que pagarle los alimentos. Los malditos intereses por retraso eran una barbaridad. Alargó el brazo para sacar un vaso del armario de la cocina. Nada de vasos del mismo tipo, cada uno era de su padre y de su madre. Adolf revolvió el armario hasta encontrar lo que buscaba: un vaso de grueso cristal azul oscuro apenas transparente. Luego abrió un cajón y cogió un sobrecito. De él extrajo seis pastillitas blancas que deshizo con una cuchara en un platillo desportillado. Cuatro serían suficientes, seguro, pero pensó que era más prudente meter más. Así había más seguridad, porque había que tomar una segunda dosis a las veinticuatro horas, aunque Adolf no estuviera allí para asegurarse de que la chica se las tomaba. No tenía intención de volver a verla. Disolvió el polvo en la Coca-Cola y luego miró el vaso, satisfecho con el resultado. No había más que una motita encima. Adolf sacó la manchita blanca con el dedo índice y se lo chupó. Difícilmente le haría daño a él. Adolf cogió el sobre para guardarlo. Jugueteó con él antes de meterlo en el fondo del cajón, lamentando que no quedaran más que dos pastillas. Tendría que conseguir más, lo antes posible.

Adolf enroscó la tapa de la botella de Coca-Cola y se la puso bajo el brazo. Antes de volver al dormitorio levantó el vaso y lo inclinó, como si estuviera brindando con un amigo invisible. Por el camino pensó en cuál sería la mejor forma de quitarse de encima a aquella chica sin más historias. Las pastillas del vaso impedirían el embarazo, pero con eso solo habría conseguido una victoria parcial. También tendría que hacer algo para impedir que se empeñara en tener más sexo. No tenía mucho tiempo para pensar, de modo que decidió utilizar un viejo sistema que ya había empleado con éxito. Recordó haber dicho que estaba recuperándose de la ruptura de una relación y que no podría empezar otra de momento. Acabaría preguntándole si podía llamarla cuando hubiera conseguido ser dueño de sí mismo, porque con ella había sentido algo muy especial. Ella se lo tragaría…, eso las hacía considerarse especiales a todas. Si ella supiera lo tremendamente vulgar que era… Por la tarde, Adolf ni siquiera sería capaz de recordar el color del pelo de la chica. Apagó el cigarrillo en el cenicero repleto, y dos colillas más cayeron sobre la mesa. Maldita sea. A lo mejor conseguía engatusarla para que le ayudara a ordenar, o algo mejor aún: conseguir que se pusiera a hacerlo ella misma sin tener que decirle nada.

– La coca -dijo moviendo el vaso de un lado a otro. Estaba en el umbral de la puerta, apoyado sobre el quicio-. ¿Puedo ofrecerte un trago?

La chica le miró y sacó la lengua reseca.

– Oh, sí, gracias -le sonrió y se sentó. Al hacerlo, el edredón le dejó los pechos al descubierto, pero no hizo nada para intentar ocultarlos. Adolf sonrió. Tampoco es que hubiera ningún motivo para esconder un pecho tan bonito. Se sentó en el borde de la cama delante de ella y le dio el vaso. Ella lo agarró como si le fuera la vida en ello, y Adolf observó su pecho, que subía y bajaba. Apartó el vaso de la boca y respiró hondo-. Ay, tengo una resaca horrible -le pasó el vaso, casi vacío-. ¿Quieres?

Él cogió el vaso, pero no bebió. En vez de eso, lo puso en la mesilla de noche junto a la botella de Coca-Cola y se acercó a la chica. Ahora sería divertido comprobar cómo era en la cama…, no recordaba demasiado de la noche pasada. Después podría soltarle su bonita historia de lo frágil que estaba psíquicamente en esos momentos. A fin de cuentas, estaba gastando con ella sus últimas pastillas. Una débil sonrisa se dibujó en sus labios. En realidad, la historia tampoco era mentira. Estaba hecho polvo anímicamente. Su relación con esa maldita Alda lo había demostrado. Una risita perversa brotó de sus labios y en el gesto de la muchacha notó que no estaba del todo segura de qué hacer. Adolf sonrió por lo absurdo de las circunstancias. Como si la chica tuviese alguna opción. «No» quería decir «no», no había que darle vueltas. El truco estaba en ahogar el no en su nacimiento, impedir que se dijera. Besó a la confusa muchacha en la frente y puso la mano suavemente sobre su boca.