Þóra decidió llamar a su ex. Hannes estaría encantado, o más bien todo lo contrario. El trabajo de especialista en medicina de urgencias no era, en absoluto, menos exigente que el ejercicio del derecho, y los días se hacían largos y agotadores. Se llevaba los niños en fines de semana alternos y a veces en otros momentos, cuando todo iba bien, pero en general no le gustaba mucho hacerse cargo de ellos cuando le avisaba con tan poco tiempo: Hannes tenía una nueva mujer y una nueva vida que se circunscribía habitualmente a ellos dos y a sus propias necesidades. La vida de Þóra, en cambio, tenía muy poco que ver con ella misma; en aquellos días, todo el tiempo se le iba en el trabajo, los dos niños y el nieto, que acababa de cumplir un año. Con el nieto iba, en realidad, una cuarta niña…, la nuera. Aún no había cumplido los diecisiete…, un año menos que Gylfi, el hijo de Þóra, aunque su madurez no iba pareja con sus edades. Por algún motivo extraño, los jóvenes padres habían conseguido conservar intacta su relación pese al amaraje forzoso en las profundas aguas de la edad adulta. Vivían juntos en casa de Þóra en semanas alternas, y la otra semana la chica se iba a casa de sus padres… sin Gylfi. Saltaba a la vista la frialdad existente entre su hijo y los padres de Sigga, que parecían incapaces de perdonarle la precoz maternidad de la hija. No se le escapaba a nadie, menos que a nadie a Gylfi, de modo que Þóra se quedó encantada con su decisión de no salir de casa cuando Sigga estaba con ellos. Así podía tener a su hijo más tiempo para ella y continuar con su educación, que se había visto muy afectada cuando este, sin haberlo pretendido, se dedicó a engrosar las filas de la humanidad.
Þóra sujetó el auricular con la barbilla y recolocó la foto de su nieto mientras marcaba el número. A la criaturita la habían bautizado Orri, después de que los jóvenes padres se dedicaran a buscar nombres que a Þóra seguían poniéndole los pelos de punta. Era precioso, rubio y de ojos grandes, todavía con las hinchadas mejillas del lactante aunque hacía mucho que había empezado a tomar el biberón. Þóra sentía una profunda ternura al mirarle, y estaba siempre esperando que llegara la siguiente semana para tenerlo con ella, aunque el desbarajuste de la casa aumentaba muchísimo cuando llegaba la madre con su hijo. Sonrió al niño de la foto y cruzó los dedos cuando por fin le contestaron al otro extremo de la línea.
– Hola, Hannes. ¿Podrías hacerme un favorcito? No llego a recoger a Sóley…
La niña del parque de juego se quedó mirando cuando la ambulancia llegó hasta la casa. Se acomodó en el columpio y lo hizo balancearse en semicírculo. Se alegraba de que la sirena no estuviese puesta, porque entonces no podía tratarse de nada grave. A lo mejor, la señora solo se había caído y se había roto una pierna. Una amiga suya se había roto una pierna una vez, y entonces fue a buscarla una ambulancia. Tinna sopló desde las mejillas hinchadas haciendo jugar al aire mientras pensaba en todas estas cosas. Mejillas gordas. Mejillas flacas. Mejillas gordas. Mejillas flacas. De pronto dejó de hinchar el rostro y se quedó quieta, pensativa. Esa era la demostración de que no hacía falta comer para engordar. El aire engorda. Se quedó rígida. Todo estaba lleno de aire. Y encima, estaba en todas partes y no había lugar alguno donde protegerse de él. Tendría que intentar respirar menos.
Sonó un ruido sordo en la ambulancia y Tinna volvió a dirigir su atención a ella. Estaba esperando que alguien saliera de la casa para poder hacerse una idea de lo que había sucedido, pero el ajetreo que había alrededor de la ambulancia era mejor que nada. La casa se volvió más interesante. A lo mejor habían detenido a un delincuente entre esas paredes que le impedían ver lo que pasaba. Si las paredes fueran finas podría ver a través de ellas, igual que un día se podría ver a través de ella misma. Aguzó la vista con la esperanza de ver mejor, pero no vio nada. Sin embargo algo tenía que estar pasando, el coche de policía que llegó el primero de todos llevaba la sirena encendida. Cuando su amiga se rompió la pierna en el patio del colegio no llegó ningún coche de policía, de modo que no era muy probable que hubiera ido a casa de la señora por un simple accidente. Si se trataba de un ladrón, Tinna esperaba que la policía lo metiera en la cárcel. Aquella señora era muy buena y no merecía que le hicieran ningún daño. Sonó un crujido en el columpio, que seguía balanceándose hacia los lados. La niña observó a dos hombres que salían de la ambulancia y sacaban una camilla. Suspiró bajito. Aquello no anunciaba nada bueno. ¿Cuándo iba a ver ahora a la señora? A lo mejor se pasaría meses en el hospital. La última vez que la ingresaron, Tinna tardó cuarenta días en volver a casa. Claro que aquello no cambiaba nada. Aquello podía esperar. Muchas veces había tenido que pasarse meses enteros esperando algo. Cosas que le importaban mucho menos.
Tinna se puso de pie en el columpio para ver mejor. Se agarró con fuerza al notar que se mareaba por haberse incorporado tan deprisa. Cerró los ojos y la molesta sensación pasó, como siempre. Se recordó a sí misma que marearse era una buena señal, se recuperó justo cuando estaba a punto de desmayarse y sintió que el cuerpo había empezado a quemar grasa. Cuando Tinna volvió a abrir los ojos, los hombres de la camilla habían entrado ya en la casa, fuera no se veía movimiento alguno. La ambulancia estaba justo delante de la casa y tapaba la puerta. Se estiró todo lo que pudo y miró con la esperanza de ver si estaba abierta, pero sin éxito. ¿Qué era mejor: irse a casa a toda prisa o esperar a que sacaran a la señora? No tenía mucho sentido volver a casa porque no había nadie, su madre trabajaba hasta las cinco y no la dejaban salir del trabajo aunque en el colegio no hubiera clases. No había nada esperándola en casa.
Dobló las rodillas y se columpió de pie sin especial intención de hacerlo. Era agradable sentir el aire jugando en su cabello, y aceleró, solo para volver a frenar en cuanto recordó que el aire no era amigo suyo. El corazón le dio un brinco en el pecho por la preocupación que la invadió, mientras intentaba contrarrestar la velocidad que había adquirido el columpio. Una vez que el columpio se hubo detenido, se sintió mejor y pensó en qué podría decirle a la señora, en cómo podría expresar con palabras que sabía quién era. Tinna sonrió. La señora se quedaría asombrada, y probablemente también se alegraría. Aún tenía grabada en la memoria lo mustia que se puso cuando su padre soltó aquellas barbaridades sobre lo que le estaba diciendo la señora. Su papá también era un burro. Un burro malo y feo que no comprendía a Tinna, igual que su mamá. Ella era aún peor, en verdad, no hablaba más que de comida y más comida y de que Tinna tenía que comer, y a veces se ponía a llorar, encima. Por eso Tinna se alegraba de ir a casa de su padre un fin de semana de cada dos, porque él no la vigilaba. Le decía que tenía que comer pero no se fijaba, como hacía su mamá. Eso le venía muy bien. Papá tenía tan poco interés por Tinna que ni se enteró de que estaba escuchando todo lo que hablaron esa mujer y él una vez que vino a su casa. Tinna había entrado en casa sin que su papá ni la forastera se dieran cuenta, pero el tono violento y enfadado de la voz de su papá hizo que más tarde le dieran ganas de llamar la atención. Podría haber hecho como si no estuviera, porque, a fin de cuentas, eso es lo que intentaba conseguir, llegar a ser invisible. Si hubiera conseguido ya alcanzar su meta se habría podido colocar tranquilamente en medio de los dos y ver los gestos de la cara y los movimientos del cuerpo de ambos mientras discutían. Pero tuvo que contentarse con ponerse al lado de la puerta de la sala y limitarse a escuchar la conversación. Cuando esta concluyó, volvió a salir a la calle y aparentó que acababa de llegar cuando vio a la mujer abandonar la casa. Su papá estaba de un malhumor desacostumbrado y la recibió sin siquiera fijarse en ella, pero Tinna hizo como que no pasaba nada y al final él volvió a ser el de siempre, interesado única y exclusivamente por el partido que echaban en la televisión.