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– Vamos a verle -dijo, y el hombre de verde se inclinó y bajó la sábana para descubrir la cara.

– ¿Por qué está tan sonrosado? -preguntó Jeannie.

– ¿Es su marido? -preguntó el hombre de verde.

– El monóxido de carbono enrojece la piel cuando penetra en la corriente sanguínea -explicó la sargento Coffman.

– ¿Es este su marido, señora Fleming? -repitió el hombre de verde.

Tan fácil decir sí, acabar de una vez y largarse de allí. Tan fácil dar la vuelta, regresar por aquellos pasillos, enfrentarse a las cámaras y a las preguntas sin dar respuestas, porque no las había. Nunca habían existido. Tan fácil subir al coche para que se la llevaran y pedir que conectaran las sirenas para ir más deprisa. Sin embargo, fue incapaz de formar la palabra precisa. «Sí.» Parecía tan sencillo. Pero no pudo decirla.

– Baje la sábana -dijo en cambio.

El hombre de verde vaciló.

– Señora…, señorita… -tartamudeó la sargento Coffman, como dolorida.

– Baje la sábana.

No lo entenderían, pero daba igual, porque dentro de unas horas saldrían de su vida. Kenny, sin embargo, siempre estaría presente: en los rostros de sus hijos, en el repentino resbalón de unos pasos en la escalera, en el eterno trallazo de una pelota de cuero cuando, en algún lugar del mundo, en un campo verde de hierba pulcramente cortada, la madera de sauce la enviaría de un golpe por encima del límite, para conseguir otros seis puntos.

Intuyó que la sargento y el hombre de verde se estaban mirando, se preguntaban qué debían hacer, pero era su decisión, ¿verdad?, ver el resto. No tenía nada que ver con ellos.

El hombre de verde dobló la sábana con las dos manos y empezó por los hombros del cuerpo. Lo hizo con suma pulcritud, cada pliegue de siete centímetros de anchura, y con la suficiente lentitud para que ella pudiera detenerle cuando considerara que ya había visto bastante.

Sólo que jamás tendría bastante. Jeannie lo supo sin la menor duda, y también que jamás olvidaría la visión de Kenny Fleming muerto.

Hazles preguntas, se dijo. Haz las preguntas que cualquiera haría. Has de hacerlo. Debes.

¿Quién le encontró? ¿Dónde estaba? ¿Estaba así desnudo? ¿Por qué parece tan sereno? ¿Cómo murió? ¿Cuándo? ¿Estaba ella con él? ¿Su cuerpo está cerca?

En cambio, avanzó un paso hacia la camilla y pensó en lo mucho que había amado los ángulos límpidos de su clavícula y los músculos de sus hombros y brazos. Recordó la dureza de su estómago, el vello espeso y áspero que crecía alrededor de su pene, los tendones propios de un corredor que surcaban sus músculos, sus piernas esbeltas. Pensó en el muchacho de doce años que había sido, la primera vez que forcejeó con sus bragas, detrás de las cajas de embalar de Invicta Wharf. Pensó en el hombre que había llegado a ser y la mujer que ella era, y en la tarde que había ido a Cubitt Town con su coche deportivo, tomado asiento en la cocina, compartido una taza de té y pronunciado la palabra «divorcio», que ella esperaba oír desde hacía cuatro años, y pese a todo los dedos de ambos habían logrado encontrarse y aferrarse como cosas ciegas provistas de voluntad propia.

Pensó en sus años juntos (JeanyKenny), que la acosarían como perros hambrientos e insistentes durante toda su vida. Pensó en los años sin él, que se desplegaban ante ella como una cinta de dolor. Quiso apoderarse de su cuerpo y tirarlo al suelo y clavarle el tacón en la cara. Quiso arañar su pecho y hundirle los puños en la garganta. El odio latía en su cráneo, le estrujaba el pecho y revelaba cuánto le amaba todavía. Por eso, aún le odió más. Por eso, deseó que muriera una y otra vez, por toda la eternidad.

– Sí -dijo, y se apartó de la camilla.

– ¿Es Kenneth Fleming? -preguntó la sargento Coffman.

– Es él. -Dio media vuelta. Apartó la mano de la sargento de su brazo. Se ajustó el bolso para que la correa se adaptara a la curva de su codo-. Me gustaría comprar cigarrillos. Supongo que no habrá ningún estanco por aquí.

La sargento Coffman dijo que le conseguiría cigarrillos en cuanto pudiera. Tenía que firmar unos papeles. Si la señora Fleming…

– Cooper -corrigió Jeannie.

Si la señorita Cooper quería acompañarla…

El hombre de verde se quedó con el cadáver. Jeannie le oyó silbar entre dientes mientras empujaba la camilla hacia una cúpula de luz que colgaba en el centro de la habitación. Jeannie creyó oírle murmurar la palabra «Jesús», pero la puerta ya se había cerrado a sus espaldas y la habían sentado ante un es critorio, bajo el cartel de un cachorrillo peludo de perro salchicha tocado con un diminuto sombrero de paja.

La sargento Coffman dijo algo en voz baja a su agente, y Jeannie captó la palabra «cigarrillo».

– Que sean Embassy, por favor -dijo, y empezó a firmar en los formularios, al lado de las equis rojas trazadas por la secretaria. No sabía qué eran los formularios, por qué debía firmarlos, o a lo que estaba renunciando o concediendo permiso. Se limitó a seguir firmando, y cuando terminó, los Embassy se habían materializado sobre el borde del escritorio, junto con una caja de cerillas. Encendió un cigarrillo. La secretaria y el agente tosieron con discreción. Jeannie inhaló con profunda satisfacción.

– De momento, hemos terminado -dijo la sargento Coffman-. Si es tan amable de acompañarnos, la sacaremos a toda prisa y la llevaremos a casa.

– Muy bien -contestó Jeannie. Se puso en pie. Tiró los cigarrillos y las cenizas en el bolso. Siguió a la sargento de vuelta al pasillo.

Una catarata de preguntas cayó sobre ellos y los destellos de las cámaras relampaguearon en cuanto salieron al aire de la noche.

– ¿Es Fleming, pues?

– ¿Suicidio?

– ¿Accidente?

– ¿Puede decirnos qué ha pasado? Cualquier cosa, señora Fleming.

Es Cooper, pensó Jeannie. Jean Stella Cooper.

El inspector detective Thomas Lynley subió los peldaños del edificio de Onslow Square que albergaba el piso de lady Helen Clyde. Tarareaba las diez notas fortuitas que asediaban su cerebro como mosquitos hambrientos desde el momento en que había salido de su despacho. Intentó ahuyentarlas con varios recitados veloces del monólogo de la obertura de Ricardo III, pero cada vez que dirigía sus pensamientos a sumergirse en su alma para anunciar la entrada de George, aquel voluntarioso duque de Clarence, las malditas notas regresaban.

No fue hasta entrar en el edificio y subir la escalera que conducía al piso de Helen que consiguió identificar la fuente de su tortura musical. Y entonces, no tuvo otro remedio que dedicar una sonrisa a la capacidad del inconsciente para comunicarse a través de un medio que Lynley no había considerado parte de su mundo desde hacía años. Le gustaba considerarse un hombre aficionado a la música clásica, preferiblemente rusa. La canción de Rod Stewart «Tonight's the Night» no era la banda sonora que él habría elegido para subrayar el significado de la velada, pero era muy apropiada. Al igual que el monólogo de Ricardo, pensándolo bien, pues al igual que Ricardo había conspirado, y pese a que sus intenciones no eran peligrosas, tenían un solo objetivo. El concierto, una cena tardía, un paseo hasta aquel restaurante tan tranquilo y poco iluminado al lado de King's Road donde, en el bar, uno podía entregarse a la suave música interpretada por un arpista, cuyo instrumento imposibilitaba que vagara entre las mesas e interrumpiera conversaciones cruciales para el futuro… Sí, Rod Stewart era quizá más apropiado que Ricardo III, pese a sus maquinaciones. Porque esta noche era la noche.

– ¿Helen? -llamó mientras cerraba la puerta-. ¿Estás preparada, querida?

La respuesta fue el silencio. Frunció el entrecejo. Había hablado con ella a las nueve de la mañana. Había dicho que pasaría a las siete y cuarto. Si bien eso les concedía cuarenta y cinco minutos para dar un paseo de diez en coche, conocía a Helen lo bastante para saber que debía concederle un amplio margen de error e indecisión en lo tocante a sus preparativos para pasar una velada fuera. Por lo general, solía contestar «Estoy aquí, Tommy», desde el dormitorio, donde la encontraba invariablemente dudando entre seis u ocho pares diferentes de pendientes.