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– Si lo hicieran, demostrarían muy buena educación.

Desapareció en su dormitorio, y Lynley oyó que dejaba caer los paquetes al suelo. Dejó los suyos sobre la mesa, se quitó la chaqueta, desconectó la cafetera y se encaminó a la encimera. Agua, detergente y diez minutos pusieron orden en la cocina, si bien la jarra de café necesitaría una limpieza a fondo. La dejó en el fregadero.

Encontró a Helen de pie junto a la cama, con una bata de color cereza. Fruncía los labios con aire pensativo mientras estudiaba tres conjuntos que había desplegado.

– ¿Qué te sugiere El Danubio Azul seguido de una seráfica comida tailandesa?

– El negro.

– Hummm. -Helen retrocedió un paso-. No sé, cariño. Me parece…

– El negro va bien, Helen. Póntelo. Peínate. Vamonos. ¿De acuerdo?

Se palmeó la mejilla.

– No sé, Tommy. Siempre quiero ir elegante a un concierto, pero al mismo tiempo sin exageraciones para la cena. ¿No crees que este sería demasiado para lo uno y demasiado poco para lo otro?

Lynley cogió el vestido, bajó la cremallera y se lo tendió. Se dirigió a la cómoda. En ella, al contrario que en la cocina, todo estaba dispuesto con el orden de los instrumentos de cirugía en un quirófano. Abrió el joyero y extrajo un collar, pendientes y dos brazaletes. Fue al guardarropa y sacó zapatos. Volvió a la cama, dejó las joyas y los zapatos, la volvió hacia él y desató el cinturón de su bata.

– Estás demasiado revoltosa esta noche -dijo.

– Pero mira lo que he conseguido. Me estás quitando la ropa.

Lynley deslizó la bata por sus hombros. Cayó al suelo.

– No hace falta que seas revoltosa para conseguirlo, pero supongo que ya lo sabes, ¿no?

La besó, hundió las manos en su cabello. Parecía agua fría entre sus dedos. La volvió a besar. Pese a las frustraciones de tener su corazón enredado en la vida de Helen, aún adoraba su tacto, su perfume, el sabor de su boca.

Notó que los dedos de Helen manipulaban su camisa. Le aflojó la corbata. Bajó las manos hasta su pecho.

– Helen, pensaba que querías salir a cenar esta noche -dijo contra su boca.

– Tommy, pensaba que querías que me vistiera.

– Sí, exacto, pero lo primero es lo primero.

Apartó la ropa y la llevó a la cama. Su mano ascendió por el muslo de Helen.

El teléfono sonó.

– Maldita sea -masculló Lynley.

– No hagas caso. No espero a nadie. El contestador automático lo grabará.

– Este fin de semana estoy de turno.

– No.

– Lo siento.

Los dos contemplaron el teléfono. Siguió sonando.

– Bien -dijo Helen. Los timbrazos continuaron-. ¿Sabe el Yard que estás aquí?

– Denton sabe dónde estoy. Se lo habrá dicho.

– Podrías haberte marchado ya.

– Tienen el teléfono del coche y los números de los asientos del concierto.

– Bien, tal vez no sea nada. A lo mejor es mi madre.

– Quizá deberíamos averiguarlo.

– Quizá.

Helen acarició la cara de Lynley con las manos, desde la mejilla a los labios. Sus labios se entreabrieron.

Lynley respiró hondo. Sentía un extraño calor en los pulmones. Los dedos de Helen se trasladaron desde su cara al cabello. El teléfono dejó de sonar y, al cabo de un momento, una voz incorpórea habló en la otra habitación al contestador automático que tenía Helen.

Era una voz demasiado conocida, pues pertenecía a Dorothea Harriman, la secretaria del superintendente de la división de Lynley. Cuando era ella la que se tomaba la molestia de, seguir su pista, siempre significaba lo peor. Lynley suspiró. Helen dejó caer las manos sobre su regazo.

– Lo siento, cariño -dijo, y descolgó el teléfono de la mesita de noche-. Sí -contestó, e interrumpió así el mensaje que Harriman estaba dejando-. Hola, Dee. Estoy aquí.

– ¿Inspector detective Lynley?

– Ni más ni menos. ¿Qué pasa?

Mientras hablaba, extendió la mano hacia Helen, pero ya se había alejado de él, inclinada para recoger la bata tirada en el suelo.

Capítulo 3

Tres semanas después de sus nuevos cambios domésticos, la sargento detective Barbara Havers ya había decidido qué le gustaba más de su vida solitaria en Chalk Farm: las opciones que le proporcionaba en lo tocante a la angustia de los transportes. Si no deseaba reflexionar sobre las implicaciones de que, después de veintiún días, no había hablado con ningún vecino, aparte de una muchacha de Sri Lanka llamada Bhimani que se ocupaba de la caja registradora del colmado local, le bastaba con concentrarse en la felicidad escalofriante de sus traslados diarios a y desde New Scotland Yard.

Su diminuta casa era un símbolo para Barbara desde hacía mucho tiempo, incluso antes de comprarla. Significaba la liberación de una vida qué la había mantenido encadenada durante años al deber y a unos padres achacosos. No obstante, si bien el traslado le había proporcionado la libertad de la responsabilidad que había soñado conseguir, aquella misma libertad traía consigo una soledad que caía sobre ella en los momentos más inesperados, cuando estaba menos preparada. Por lo tanto, Barbara había encontrado un placer indiscutible, aunque sardónico, en descubrir que existían dos formas de ir a trabajar cada mañana, ambas capaces de hacerle rechinar los dientes, provocarle una úlcera y, lo mejor de todo, desplazar su soledad.

Podía sortear el tráfico en su viejo Mini, avanzar por Camden High hasta Monington Crescent, donde podía elegir, al menos, tres rutas que serpenteaban a través de la congestión, tipo ciudad medieval, que cada día parecía ser más irremediable. O podía tomar el metro, lo cual significaba hundirse en las entrañas de la estación de Chalk Farm y esperar un tren, mientras la esperanza iba menguando sensiblemente entre los fieles pero iracundos usuarios de la caprichosa Línea Norte. Pero en ese caso, no servía cualquier tren, sino el que pasaba por la estación del Enbankment, donde transbordaba a otro tren que la conducía a St. James's Park.

Se trataba de una situación basada en un tópico: a diario, Barbara podía elegir entre Guatemala y Guatepeor. Aquel día, en deferencia a los ruidos cada vez más ominosos que emitía su coche, se había inclinado por Guatepeor, consistente en abrirse paso entre sus compañeros de fatigas por escaleras automáticas, túneles y andenes, aferrarse a un poste de acero inoxidable mientras el tren corría en la oscuridad y agitaba a los pasajeros como una coctelera.

Soportaba los inconvenientes con resignación. Otro jodido viaje. Otra oportunidad de llegar a la conclusión de que su soledad carecía de importancia, porque al final de la jornada no quedaban tiempo ni energía para interacciones sociales.

Eran las siete y media cuando inició su lenta ascensión por Chalk Farm Road. Se detuvo en la mantequería Jaffri, una tienda tan atestada de «innumerables exquisiteces que complacen al paladar más delicado», que el espacio resultante era de la anchura aproximada de un vagón de tren Victoriano, y con una iluminación similar. Pasó ante un despliegue inestable de latas de sopa (el señor Jaffri tenía una gran debilidad por las «sabrosas sopas de los siete mares») y forcejeó con la puerta de cristal del congelador, donde un letrero proclamaba que las hileras interminables de helados Háagen-Dazs representaban «todos los sabores existentes bajo el sol». No eran los Háagen-Dazs lo que quería, si bien patatas paja con sal y vinagre, acompañadas de una copa de helado de vainilla con almendras, no sonaba mal para cenar. Lo que deseaba era el único artículo que una tremenda inspiración mercantil había impulsado al señor Jaffri a almacenar, tan seguro estaba de que el lento aburguesamiento del barrio y las inevitables fiestas a que daría lugar aumentarían su demanda. Quería hielo. El señor Jaffri lo vendía en bolsas, y desde que Barbara se había mudado a su nueva vivienda lo metía en un cubo bajo el fregadero de la cocina, como medio primitivo de conservar sus productos perecederos.