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Sacó una bolsa del congelador y la trasladó hasta el mostrador, donde Bhimani ocupaba un lugar algo elevado y aguardaba otra oportunidad de pulsar las teclas de la nueva caja registradora, que no sólo sonaba como el Big Ben cuando salía el total, sino que la informaba con brillantes cifras azules del cambio exacto que debía entregar al cliente. Como siempre, la transacción se efectuó en silencio. Bhimani tecleaba el precio, sonreía con los labios apretados y cabeceaba enérgicamente cuando el total aparecía en la pantalla digital.

Nunca hablaba. Al principio, Barbara había pensado que era muda, pero una noche había sorprendido a la muchacha en mitad de un bostezo y vislumbrado las fundas de oro que cubrían casi todos sus dientes. Desde entonces, se preguntaba si Bhimani no sonreía porque deseaba ocultar el valor de su obra dental, o porque, al llegar a Inglaterra y observar al hombre de la calle, se había dado cuenta de lo poco que abundaban las sonrisas.

– Gracias, hasta luego -dijo Barbara, y se apoderó de su hielo en cuanto Bhimani le devolvió su cambio de setenta y cinco peniques. Se subió el bolso, apoyó el hielo en la cadera y volvió a la calle.

Continuó calle arriba. Pasó ante el pub de la acera opuesta, y pensó por un momento en apretujarse entre los bebedores, con hielo y todo. Daba la impresión de que eran una deprimente década menor que ella, pero aún no había tomado su pinta semanal de Bass, y su canto seductor la llevó a teorizar acerca de cuánta energía necesitaría para entrar en el bar, pedir la pinta, encender un pitillo y mostrarse cordial. El hielo podría servir como desencadenante de la conversación, ¿no? ¿Se derretiría mucho si dedicaba un cuarto de hora a confraternizar con la multitud que se desahogaba los viernes después del trabajo? ¿Quién sabía lo que podía pasar? Tal vez conocería a alguien. Tal vez iniciaría una amistad. Y aunque no, se sentía reseca como un desierto. Necesitaba un poco de líquido. Un elevador de ánimos no le iría nada mal. Estaba cansada de la jornada, sedienta de caminar y acalorada del metro. Una bebida relativamente fría sería perfecta. ¿Verdad?

Paró y miró al otro lado de la calle. Tres hombres rodeaban a una chica de piernas largas. Los cuatro reían, los cuatro bebían. La chica, que tenía las caderas apoyadas en el antepecho de una ventana de la taberna, alzó y vació su vaso. Dos de los hombres la imitaron extendiendo el brazo al mismo tiempo. La chica rió y echó hacia atrás la cabeza. Su cabello espeso onduló como la crin de un caballo, y los hombres se acercaron más.

Tal vez otra noche, decidió Barbara.

Siguió adelante, con la cabeza gacha y los ojos concentrados en la acera. «Pisa una grieta, rompe la espalda de mamá. Pisa una línea, rompe…» No. No era el tema en que deseaba profundizar ahora. Silbó para alejar los versos de su cabeza. Eligió la primera canción que le vino a la cabeza, «Get Me to the Church on Time». * No era la más apropiada a la situación, pero sirvió a sus propósitos. Mientras silbaba, comprendió que debía haber pensado en ella a causa del gran plan del inspector Lynley para Soltar la Pregunta esta noche. Rió para sí al pensar en su expresión de sorpresa (y decepción, por supuesto, pues no deseaba que sus planes fueran de conocimiento público) cuando ella pasó por su despacho y dijo «Buena suerte. Confío en que esta vez acepte», antes de irse del Yard. Al principio, Lynley intentó disimular su perplejidad por el comentario, pero Barbara le había oído telefonear durante toda la semana para reservar entradas de un concierto, y le había visto interrogar a otros agentes para descubrir el restaurante tailandés perfecto, y como Barbara sabía que Strauss y comida tailandesa significaban una velada destinada a complacer a lady Helen, dedujo el resto. «Elemental -había dicho al sorprendido Lynley-. Sé que usted odia a Strauss.» Agitó los dedos a modo de despedida. «Caramba, caramba, inspector. Lo que llegamos a hacer por amor.»

Giró por Steele's Road y pasó bajo los limoneros de hojas recién brotadas. Los pájaros se estaban acomodando sobre ellas para pasar la noche, al igual que las familias en las casas de ladrillo manchadas de suciedad que bordeaban la calle. Cuando llegó a Eton Villas, volvió a torcer. Mantenía la bolsa de hielo apoyada sobre la cadera, y se alegró con el pensamiento de que, dejando aparte sus circunstancias sociales miserables, era la última vez que iría a buscar hielo a la mantequería Jaffri.

Durante tres semanas había vivido en su guarida sin el concurso de la refrigeración moderna. Guardaba la leche, la mantequilla, los huevos y el queso en un cubo de metal. Había pasado aquellas tres semanas (noches, fines de semana y la hora de comer) en busca de una nevera que se pudiera permitir. Por fin, la había localizado el pasado domingo por la tarde, el aparato perfecto que se amoldaba al tamaño de su casa y al tamaño de su bolsillo. No era exactamente lo que buscaba: apenas un metro de alta y decorada con espantosas calcomanías florales amarillentas. Sin embargo, cuando había pagado y consolidado su propiedad sobre el artefacto, que además de su deplorable decoración a base de rosas, margaritas, fucsias y linos, emitía unos portentosos ruidos metálicos cuando cerraba la puerta, Barbara había pensado filosóficamente que a caballo regalado no se le miraba el dentado. El traslado de Acton a Chalk Farm le había costado más de lo que suponía, necesitaba economizar y la nevera serviría. Y como el hijo del propietario tenía un hijo que conducía un camión para un servicio de jardinería, y como el hijo del hijo no tuvo inconveniente en dejarse caer el fin de semana por la casa de su abuelo, recoger la nevera y trasladarla hasta Chalk Farm desde Pulham por solo diez libras, Barbara no tenía inconveniente en pasar por alto el hecho de que la vida del aparato sería limitada, pero también que debería dedicar sus buenas seis horas a raspar las calcomanías del abuelo. Cualquier cosa con tal de conseguir una ganga.

Utilizó la rodilla para abrir el portal de la casa eduardiana semiadosada de Eton Villas tras la cual se alzaba su casita. La casa era amarilla, con una puerta color canela hundida en un porche delantero blanco, del cual colgaban vistarias que trepaban desde un cuadradito de tierra contiguo a las puertas cristaleras de la planta baja. A través de las puertas, Barbara vio a una muchacha morena y menuda que ponía platos sobre una mesa. Vestía un uniforme escolar, y llevaba el cabello, largo hasta la cintura, recogido en trenzas anudadas con cintas diminutas en los extremos. Hablaba con alguien por encima del hombro, y mientras Barbara miraba, desapareció de su vista. Cena familiar, pensó Barbara. Después, suprimió el calificativo, cuadró los hombros y caminó por el sendero de hormigón que corría junto a la casa y conducía al jardín.

Su casa confinaba con el muro situado al fondo del jardín. Una acacia falsa se cernía sobre ella, y cuatro ventanas a bisagra daban a la hierba. Era pequeña, de ladrillo, con molduras pintadas del mismo amarillo usado en la casa principal, y un tejado de pizarra nuevo que ascendía hacia una chimenea de terracota. El edificio era un cuadrado alargado hasta convertirlo en un rectángulo, mediante el añadido de una diminuta cocina y un cuarto de baño aún más pequeño.

Barbara abrió la puerta y encendió la luz del techo. Era poco potente. Se había olvidado de comprar una bombilla de más vatios.

Dejó el bolso sobre la mesa y el hielo sobre la encimera. Lanzó un gruñido cuando levantó el cubo que había debajo del fregadero, y se encaminó con él hacia la puerta. Maldijo cuando un poco de agua fría cayó sobre su zapato. Vació el cubo, lo devolvió a la cocina, empezó a llenarlo y pensó en la cena.

Agrupó la comida a toda prisa (ensalada de jamón, un panecillo de hacía dos días y el resto de una lata de remolacha), y después se dirigió a las estanterías que se elevaban a cada lado del minúsculo hogar. Había dejado el libro allí antes de apagar la luz anoche, y recordaba que el héroe Flint Southern estaba a punto de estrechar entre sus brazos a la heroína Star Flaxen, que no sólo iba a sentir el tacto de sus muslos musculosos embutidos en unos tejanos ceñidos, sino también su miembro tumefacto que, por supuesto, estaba tumefacto y sólo se ponía tumefacto por ella. Consumarían aquella desesperada erección en las páginas siguientes, acompañada de pezones erectos y aves que alzaban el vuelo, después de lo cual yacerían abrazados y se preguntarían por qué habían tardado ciento ochenta páginas en llegar a aquel momento milagroso. No había nada como la literatura de calidad para acompañar un opíparo banquete.

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* Tema de la obra My Fair Lady. (N. del T.)