– Yo se lo dije -contestó Faraday-, o al menos lo intenté. ¿No comprende lo que está pasando? Livie se está muriendo. Cada día pierde más. Su madre y ella no quisieron saber nada la una de la otra durante años, y ahora Livie tiene que arrastrarse para pedir ayuda a su madre. ¿Gree que es fácil para Livie? Es muy orgullosa. Toda la situación resulta muy dura para ella. Si no tenía ganas de contarle todos los detallles, yo no iba a hacerlo por ella. Pensé que ya le había contado bastante. ¿Qué más quiere de ella?
– La verdad. Es lo que quiero de todos los implicados.
– Bien, ahora ya la tiene, ¿no?
Lynley no estaba tan seguro. Ni sobre tener la verdad ni sobre Faraday. Parecía bastante sincero, una vez tomada la decisión de colaborar, pero no había forma de pasar por alto un aspecto sobresaliente de la entrevista con él. Mientras había contado sus movimientos del miércoles por la noche, se había quedado a la luz del fluorescente. Pero cuando habló de Olivia, se retiró a las sombras. Luces y sombras parecían ser los temas recurrentes de los encuentros de Lynley con Faraday y las Whitelaw. Descubrió que no podía desechar la insistente pregunta de por qué aquellos tres individuos se empeñaban en buscar la oscuridad.
Lynley insistió en acompañarla a casa. Cuando Barbara le contó que aquella mañana había padecido los tormentos de la Línea Norte, por negarse a soportar el tráfico congestionado de la ciudad, Lynley observó que Kilburn no estaba lejos de Belzise Park, bajo el cual describía una diagonal el barrio de Chalk Farm, entre Camden Lock y Haverstock Hill. Sería ridículo dejarla en el Yard, dijo para acallar sus protestas, cuando diez minutos de coche la dejarían en la puerta de casa. Cuando Havers intentó discutir, Lynley dijo que no pensaba escuchar idioteces, Havers, así que ¿le indicaba cómo ir a su casa, o quería que condujera a ciegas, con la esperanza de encontrarla por casualidad?
Barbara había logrado mantenerle alejado de la sordidez de su casa de Acton durante los tres años y medio que duraba su asociación, pero comprendió, al ver la firmeza de su mandíbula, que nada le convencería de dejarla en la estación de metro más cercana. Sobre todo porque la estación más cercana era de otra línea, y tendría que realizar dos transbordos, uno en Baker Street y otro en King's Cross. Eran cuarenta minutos en tren o diez en coche. Se resistió, pero acabó dándole las instrucciones, en una demostración de buena voluntad.
En Eton Villas, Lynley la sorprendió cuando aparcó el Bentley en un hueco y apagó el motor.
– Gracias por acompañarme, señor -dijo Havers, y abrió la puerta-. ¿Qué haremos mañana por la mañana?
Lynley también salió. Dedicó un momento a escudriñar las casas circundantes. Las farolas se encendieron en aquel momento e iluminaron de forma muy agradable los edificios eduardianos que había detrás. Asintió.
– Bonita zona, sargento. Tranquila.
– Sí. ¿A qué hora quiere…?
– Vamos a ver su nueva vivienda.
Lynley cerró la puerta.
¿A ver?, pensó Barbara. Un aullido de protesta henchió su pecho, pero logró controlarlo.
– ¿Eh, señor? -dijo, y pensó en la residencia de Belgravia del inspector. Óleos de marco dorado, porcelanas sobre las repisas de las chimeneas, destellos plateados en los bargueños. Eaton Terracq estaba muy alejado de Eton Villas, pese a la coincidencia homofónica de sus nombres. Santa mierda, pensó-. Oh, vaya. No es gran cosa, inspector. De hecho, no es nada. No creo que a usted…
– Tonterías.
Y se internó por el camino particular.
Havers le siguió.
– Señor… Señor… -empezó, pero vio que era inútil cuando Lynley abrió el portal y se encaminó a los peldaños del frente. Lo intentó, de todos modos-. Solo es una casita. No, no es verdad. Ni siquiera es una casita. Es una especie de cobertizo. Señor, el techo es demasiado bajo para usted. De veras. Si entra, se sentirá como Quasimodo en un periquete.
Lynley siguió el camino hacia la puerta principal. Havers arrojó la toalla.
– Cojones -masculló-. Inspector. Señor. Es por aquí. Detrás.
Le guió por el costado de la casa y trató de recordar en qué estado había dejado la casa después de salir por la mañana. ¿Ropa interior colgada sobre el fregadero de la cocina? ¿La cama hecha o deshecha? ¿Platos sobre la mesa? ¿Migas en el suelo? No se acordaba. Buscó las llaves.
– Peculiar -comentó Lynley detrás de ella, mientras registraba su bolso-. ¿Es a propósito, Havers? ¿Una faceta más de la vida moderna?
Barbara levantó la vista y vio que su vecinita Ha-diyyah había cumplido su palabra. La nevera que aquelia mañana descansaba ante el piso de la planta baja se encontraba ahora erguida a un lado de la puerta de Barbara. Una nota estaba pegada con celo a la parte superior. Lynley la entregó a Barbara. Ella la abrió. A la luz difusa que surgía de una ventana situada en la parte posterior de la casa, vio una delicada inscripción que parecía bordado más que caligrafía. Alguien había escrito: POR DESGRACIA INCAPAZ DE ENTRAR NEVERA EN SU CASA PORQUE PUERTA ESTABA CERRADA CON LLAVE.
LO LAMENTO MUCHÍSIMO, y luego había firmado, como disgustado por la belleza de la escritura, con dos apellidos, de los cuales sólo eran legibles las primera letras. T-a-y era el primero. A-z el segundo.
– Bien, gracias Tay Az -dijo Barbara. Relató la historia del aparato a Lynley-. Supongo que el padre de Hadiyyah lo habrá movido hasta aquí. Muy amable, ¿verdad? Aunque supongo que no le habrá hecho mucha gracia tenerlo delante de su puerta como tema de conversación durante dos días. Cuando pueda… -Encendió las luces y dedicó una rápida inspección a la casa. Un sujetador rosa y un par de bragas a topos verdes colgaban de un cordel que corría entre dos aparadores sobre el fregadero de la cocina. Se apresuró a sepultarlos en un cajón con los cuchillos, antes de encender la luz contigua al sofá cama y volver a la puerta-. No es gran cosa. Usted… Señor, ¿qué está haciendo?
Una pregunta innecesaria, porque Lynley había apoyado el hombro contra la nevera y se disponía a moverla. Barbara imaginó su elegante traje manchado de aceite.
– Ya lo haré yo. De veras. Lo haré por la mañana. Si usted… Vamos, inspector. ¿Quiere beber algo? Tengo una botella de…
De qué cono era la botella, se preguntó, mientras Lynley continuaba empujando la nevera hacia la puerta.
Corrió a ayudarle y se puso al otro lado. La desplazaron con bastante facilidad por su pequeña terraza, discutieron unos momentos cómo llevarla hasta la cocina, y lo consiguieron sin necesidad de desmontar la puerta. Por fin, la nevera quedó colocada en su sitio, enchufada y en funcionamiento. El motor sólo emitía algún ominoso zumbido de vez en cuando.
– Fantástico -dijo Barbara-. Gracias, señor. Si nos despiden por este rollo de Fleming, siempre podremos dedicarnos a las mudanzas.
Lynley estaba examinando sus pertenencias, una parte Camden Lock, tres partes Acton, y sus buenas quince partes venta de artículos donados. Como un bibliófilo compulsivo, se lanzó hacia la librería. Escogió un volumen al azar, luego otro.
– Basura -se apresuró a explicar Barbara-. Me descerebra después de trabajar.
Lynley devolvió el volumen a su sitio y cogió el libro que estaba sobre la mesita de noche. Se caló las gafas y leyó la contraportada.
– ¿La gente siempre vive feliz y come perdices en estos libros, sargento?
– No lo sé. Las historias se detienen antes de esa parte, pero las escenas de sexo son divertidas. Si le gustan ese tipo de cosas. -Barbara se encogió cuando él leyó el título (Dulceplacer sureño) y comentó la portada del libro. Mierda, pensó-. Señor. Señor, ¿quiere comer algo? No sé usted, pero hoy no he comido bien. ¿Le apetece algo?
Lynley se encaminó con la novela a una de las dos sillas encajadas bajo la mesa de comer.
– No me importaría, Havers -dijo mientras leía-. ¿Qué tiene?