– Huevos. Y huevos.
– Pues que sean huevos.
– Muy bien -contestó Barbara, y rebuscó en el cubo que había bajo el fregadero de la cocina.
No sabía cocinar mucho porque nunca tenía tiempo ni energías para practicar. Así que, mientras Lynley hojeaba Dulce placer sureño, se detenía cada tanto para leer algo, carraspeaba y exclamaba en una ocasión «Santo Dios», pergeñó lo que tal vez podría pasar por una tortilla. Estaba un poco quemada y un poco asimétrica, pero la acompañó con queso, cebollas y un solo tomate que languidecía en el cubo sobre un bote de mayonesa, e improvisó cuatro tostadas de un pan integral decididamente rancio (aunque no pasado).
Estaba llenando una tetera de agua cuando Lynley se levantó.
– Lo siento. No soy un invitado modelo. Tendría que colaborar. ¿Dónde tiene los cubiertos, sargento?
– En el cajón al lado del fregadero, señor -dijo, y llevó la tetera a la mesa-. No es gran cosa, pero bastará… De pronto, recordó y casi tiró la tetera. Volvió como una exhalación a la cocina justo cuando Lynley estaba abriendo el cajón. Se apoderó de sus bragas y sujetador.
Lynley enarcó una ceja. Barbara embutió la ropa interior en su bolsillo.
– Me faltan cajones -dijo con desenvoltura-. Espero que.no le importe P.G. Tips. No tengo Lapsang Souchong.
Lynley rescató dos cuchillos, dos tenedores y dos cucharas del laberinto metálico del cajón.
– P. G. Tips ya me va bien.
Llevó los cubiertos a la mesa. Ella le siguió con los platos.
La tortilla estaba un poco gomosa, pero Lynley la cortó y se llevó un pedazo a la boca.
– Esto tiene un aspecto excelente, Havers -dijo, y comió.
Barbara había aprovechado la excusa de poner la mesa para enterrar Dulce placer sureño en las profundidades de la casa, pero Lynley no pareció advertir la ausencia de la novela. Tenía aire pensativo. Como las reflexiones prolongadas no eran su fuerte, Barbara empezó a sentirse violenta al cabo de unos minutos de comer en silencio.
– ¿Qué? -preguntó por fin.
– ¿Qué?
– ¿Es la comida, la atmósfera o la compañía? ¿O la visión de mi ropa interior? Estaba limpia, por cierto. ¿O ha sido el libro? ¿Se lo montaba Flint Southern con Star Comosellame? No me acuerdo.
– No parecía que se hubieran quitado la ropa -contestó Lynley, después de meditar unos momentos-. ¿Cómo es posible?
– Un error editorial. ¿Debo suponer que lo hicieron?
– Eso pensé yo.
– Perfecto. Bien. No hace falta que lea el resto. Con eso es suficiente. Flint me estaba crispando los nervios.
Siguieron cenando. Lynley esparció mermelada de moras sobre un triángulo de tostada, sin hacer caso de las motas de mantequilla que salpicaban la fruta de anteriores comidas. Barbara le observó, intranquila. No era normal que Lynley se lanzara a largas meditaciones cuando estaba con ella. No recordaba ni un momento de su larga asociación en que no le hubiera comunicado todas sus permutaciones mentales mientras trabajaban en un caso. Su predisposición a transmitir sus ideas y a alentar las de Barbara era una cualidad que ella siempre había admirado y que daba por hecha. Que abjurara ahora del aspecto más esencial de su relación laboral era anormal, y la descorazonaba.
Como seguía en silencio, Barbara comió más tortilla, esparció mantequilla sobre una tostada y se sirvió otra taza de té.
,-¿Es Helen, inspector? -preguntó por fin.
La mención de Helen pareció animarle un poco.
– ¿Helen?
– Exacto. Se acuerda de Helen. Alrededor de un metro y sesenta y siete centímetros. Cabello castaño. Ojos.pardos. Piel bonita. Pesa unos cincuenta y dos kilos. Se acuesta con ella desde noviembre pasado. ¿Le dice algo?
Lynley añadió más mermelada a su tostada.
– No es Helen -dijo-. Igual qué no siempre es Helen, a un nivel u otro.
– Una respuesta esclarecedora. Si no es Helen, ¿qué es?
– Estaba pensando en Faraday.
– ¿En qué? ¿En su historia?
– Su conveniencia me molesta. Suplica ser creída.
– Si no mató a Fleming, ha de tener una coartada, ¿no?
– Es bastante conveniente que la suya sea tan sólida, mientras las de los demás son endebles.
– La de Patten es tan sólida como la de Faraday -replicó Barbara-. Y también la de Mollison. Y la de la señora Whitelaw. Y la de Olivia. No pensará que Faraday convenció a esa Amanda Beckstead, su hermano y sus vecinos de que cometieran perjurio en su beneficio. Además, ¿qué iba a ganar con la muerte de Fleming?
– No se beneficia directamente.
– Entonces, ¿quién? -Barbara contestó a su propia pregunta un momento después-. ¿Olivia?
– Si lograban eliminar a Fleming, sería más fácil que la madre de Olivia la acogiera de nuevo, ¿no cree?
Barbara hundió el cuchillo en el pote de mermelada y untó su tostada con prodigalidad.
– Claro -dijo-. Después de perder, a Fleming, la señora Whitelaw estaría madura para la reconciliación.
– Por lo tanto…
Barbara levantó el cuchillo teñido de púrpura para interrumpirle.
– Pero los hechos siguen siendo los hechos, por más que nos gustaría verlos encajar en nuestras teorías. Sabe tan bien como yo que la historia de Faraday será confirmada. Cumpliré mi deber y mañana por la mañana localizaré a Amanda y compañía, pero van cinco libras a que todas las personas con las que hable se ceñirán punto por punto al relato de Faraday. Hasta es posible que Amanda y su hermano nos den nombres a quienes podamos telefonear para verificarlo todavía más. Como un pub con un camarero locuaz, donde Amanda y Faraday trasegaron pintas de Guinnes hasta la hora de cierre. O un vecino que les oyó vomitar en la escalera. O alguien que pateó el suelo y se quejó de los chirridos de los muelles de la cama, mientras se arru-macaban desde la medianoche al amanecer. Sí, Faraday no dijo la verdad al principio, pero sus motivos son lógicos. Ya ha visto a Olivia. Va camino del sueño eterno. Si estuviera en el lugar de Faraday, ¿le gustaría herirla sin necesidad? Da la impresión de que le atribuye algún siniestro designio, cuando solo se trata de una protección realista de alguien que se está muriendo.
Barbara se reclinó en la silla y tomó aliento. Era el discurso más largo que había pronunciado en presencia de su superior. Esperó su reacción.
Lynley terminó su té. Ella le sirvió otra taza. El inspector lo revolvió con aire ausente sin añadir leche o azúcar, y utilizó el tenedor para capturar la última partícula de tomate de su plato. Barbara comprendió que sus razonamientos no le habían convencido, y no entendía por qué.
– Desengáñese, inspector. Vamos a confirmar lo que Faraday dice. Podemos seguir preocupados por su historia, si queremos. Incluso podemos destinar a tres o cuatro de nuestros agentes a investigar qué estaba haciendo en realidad Faraday cuando utilizó la coartada de la fiesta para cubrirse el culo. Pero al terminar el día, no estaremos más cerca del asesino de Fleming que por la mañana. Y es al asesino de Fleming al que perseguimos. ¿O es que nuestro objetivo ha cambiado mientras yo estaba distraída?
Lynley cruzó el cuchillo y el tenedor sobre el plato vacío. Barbara fue a la cocina a buscar un cuenco de uvas, que se iban descomponiendo lentamente. Rescató las que todavía parecían comestibles y las llevó a la mesa, con un pedazo de cheddar del que cortó una fina capa de moho.
– Yo pienso lo siguiente -dijo-. Creo que necesitamos a Jean Cooper en la sala de interrogatorios. Hemos de preguntarle por qué no nos ha proporcionado información útil. Sobre su matrimonio. Sobre las visitas de Fleming. Sobre la petición de divorcio y el interesante momento en que se presentó. Hemos de retenerla en el Yard durante unas buenas seis horas. Hemos de pasarla por la piedra. Hemos de machacarla.
– No entrará en Scotland Yard sin un abogado, Havers.
– ¿Qué más da? Podemos lidiar con Friskin o con quien sea. La cuestión es sacudirla, inspector. Creo que es la única forma de llegar a descubrir la verdad. Porque si hasta el momento no se ha desmoronado, con su hijo paseado ante la prensa como un cordero destinado al matadero, no se desmoronará si no le aplicamos el potro personalmente. -Barbara cortó un poco de queso y lo comió con los restos de su tostada. Cogió un puñado de uvas-. ¡Aj! -exclamó, cuando su sabor agrio hirió su lengua y su garganta. Apartó el cuenco de la mesa-. Lo siento. Brrrr. Nada que hacer.