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Lynley cortó una lámina de cheddar, pero en lugar de comerlo, se limitó a utilizar el tenedor para efectuar una decoración geométrica a base de agujeros diminutos. Cuando Barbara desesperaba de que respondiera a su sugerencia (lo cual, en su opinión, era el siguiente paso de la investigación, y el único lógico), el inspector asintió, como si sus pensamientos hubieran llegado a un compromiso.

– Sargento, tiene razón -dijo-. Y cuanto más lo pienso, más me convenzo. Hay que presionar.

– Bien. ¿Detenemos ajean o la…?

– A Jean no.

– No… Entonces, ¿a quién?

– A Jimmy.

– ¿A Jimmy? ¿A Jimmy? -Barbara experimentó la necesidad de hacer algo para no levitar de pura exasperación. Agarró los bordes de su silla-. Señor, ella no se va a desmoronar por Jimmy. Friskin le habrá dicho hoy que Jimmy no va a proporcionarnos los datos que queremos. Dirá a Jimmy que siga en esa línea. Si él lo hace y no abre la boca cuando estemos a punto de obligarle, se irá a casa libre, y lo sabe. Y ella también. Le digo, señor, que Jean Cooper no se va a desmoronar por Jimmy.

– Le quiero en el Yard a mediodía.

– ¿Para qué perder el tiempo con él otra vez? La prensa se nos lanzará encima, por no hablar de la reacción de Webberly y Hillier. No conseguiremos nada. Acabaremos perdiendo más tiempo. Escuche, señor. Si detenemos a Jean, encarrilamos la investigación. Tendremos algo con qué trabajar. Si nos aferramos a Jimmy, Jean se quedará impertérrita.

– Tiene razón -dijo Lynley. Hizo una bola con la servilleta de papel y la tiró sobre la mesa.

– ¿En qué?

– En lo de presionar a Jean Cooper.

– Estupendo. Y si tengo razón…

– Pero no es a Jean Cooper a quien quiero presionar. Lleve a Jimmy al Yard a mediodía.

Lynley dio un largo rodeo para volver a casa, de forma deliberada. No tenía prisa. Carecía de motivos para creer que le estaría esperando un mensaje de Helen Clyde (ya la conocía lo bastante para saber lo poco que le habría gustado su intento de obligarla a exponer sus planes por la mañana), y aunque no hubiera sido ese el caso, a veces se daba cuenta de que alejarse de un lugar que, en teoría, le ayudaría a pensar, le permitía pensar con más claridad que en su casa o en el despacho. Por esta razón, en más de una ocasión había abandonado New Scotland Yard y atajado por la estación de metro para dar el paseo de cinco minutos hasta St. James's Park. Allí, seguía el sendero que rodeaba el lago, admiraba los pelícanos, escuchaba los graznidos de los habitantes de Duck Island (la Isla de los Patos) y esperaba a que su mente se despejara. Esta noche, por tanto, en lugar de conducir hacia el sudoeste, en dirección a Bel-gravia, se acercó a Regent's Park. Eligió el Círculo Exterior en lugar del Círculo Interior, y terminó en Park Road, donde un giro al oeste le condujo sin pensar a la entrada del Lord's Cricket Ground.

Las luces del vestíbulo estaban abiertas, luces provisionales que los obreros habían dispuesto para reparar una tubería de desagüe en el exterior del Pabellón. Cuando Lynley entró por las Puertas de la Gracia y caminó en dirección a las gradas, un guardia de seguridad le detuvo. Después de que Lynley exhibiera su tarjeta de identificación y mencionara el nombre de Kenneth Fleming, el hombre se mostró dispuesto a charlar un rato.

– Scotland Yard, ¿eh? ¿A punto de cerrar el caso? Y aunque lo cierren, ¿qué? Si quiere saber mi opinión, habría que restaurar la pena de muerte. Dar su merecido a ese tipo. En público. -Se tiró de su nariz tubular y escupió al suelo-. Era un tío estupendo, ese Fleming. Siempre tenía una palabra amable a punto. Preguntaba por la mujer y los hijos. Conocía a todos los tíos por el nombre. Es poco frecuente. A eso le llamo yo calidad.

– Ya lo creo -murmuró Lynley.

El guardia consideró que le estaba animando a continuar, pero Lynley preguntó si las graderías estaban abiertas.

– No hay mucho que ver -contestó el guardia-. Casi todas las luces están apagadas. ¿Quiere que las encendamos?

No, dijo Lynley, y cabeceó cuando el guardia le indicó el camino.

Sabía que era inútil iluminar los terrenos, el campo de juego o las graderías. Tanto ayer por la noche como hoy le habían enseñado que la clave fundamental para averiguar la verdad sobre la muerte de Kenneth Fleming no sería una prueba (un cabello, una cerilla, una nota, la huella de una pisada) que pudiera examinarse a la luz artificial de un campo de criquet o un laboratorio, para luego presentarla en el tribunal como prueba irrefutable de la identidad del asesino. La clave necesaria para cerrar el caso sería algo más etéreo, la verificación de una culpa que surgiría de la incapacidad de una sola alma de guardar silencio y soportar el peso de la injusticia.

Lynley llegó a una de las gradas y descendió por el pasillo oscuro hasta la barrera que separaba a los espectadores del campo. Apoyó los codos sobre la barrera y paseó la vista desde el Pabellón, a su izquierda, hasta las marquesinas en forma de tienda de circo que se alzaban sobre el Montículo, a su derecha, desde el cuadrado de asfalto situado al final del campo, y que conducía a los viveros, al propio campo, una pendiente de diecisiete grados apenas perceptible. En la oscuridad, el marcador era una sombra rectangular con letras fantasmales grabadas, y las hileras de asientos blancos algo curvadas se desplegaban como cartas sobre una mesa de ébano.

Aquí jugaba Fleming, pensó Lynley. Aquí, en el Lord's, había vivido su sueño. Había bateado con una combinación de alegría y habilidad, realizado series de cien sin el menor esfuerzo, como si creyera que le debían cien series siempre que adoptaba la posición de guardia. Abrigaba la ilusión de que algún día su bate, su nombre y su retrato estarían en la Sala Larga, colocados entre los de Fry y Grace, pero aquella posibilidad, así como la promesa que su talento representaba para el futuro del deporte, habían muerto con Fleming en Kent.

Era el crimen perfecto.

Gracias a años de investigar asesinatos, Lynley sabía que el crimen perfecto no era aquel en que no había pruebas, puesto que tal circunstancia ya no podía imaginarse en un mundo donde también existían cromotógra-fos de gas, microscopios comparativos, pruebas de ADN, ampliaciones por ordenador, láseres y lámparas de fibra óptica. En los tiempos actuales, el crimen perfecto era aquel en que ninguna de las evidencias recogidas en el lugar de los hechos podían relacionarse (más allá de la sombra de la duda exigida por la ley) con el criminal. Podía haber cabellos en el cadáver, pero su presencia se explicaría con facilidad. Podía haber huellas dactilares en la habitación donde estaba el cadáver, pero descubrirían que pertenecían a otro. Una presencia sospechosa en las cercanías, un comentario escuchado por casualidad antes o después de haberse cometido el crimen, la incapacidad de establecer con precisión dónde estaba uno en el momento del asesinato… Eran simples datos circunstanciales, y en manos de un buen abogado defensor eran tan significativos como motas de polvo.

Todo asesino que se preciara de serlo lo sabía. Y el asesino de Fleming no era la excepción.

En la silenciosa oscuridad del Lord's Cricket Ground, Lynley reconoció cómo se encontraba la investigación al cabo de setenta y dos horas. Carecían de pruebas de peso que vincularan a alguno de los sospechosos y que, al mismo tiempo, estuvieran íntimamente relacionadas con el crimen. Por otra parte, tenían colillas, huellas de pisadas, fibras, dos series de manchas de aceite (una en las fibras, otra en el suelo) y una confesión. Además, tenían una butaca quemada, media docena de puntas de cerilla y los restos de un solo cigarrillo Benson and Hedges. Como colofón, tenían una llave crucial de la puerta de la cocina en posesión de Jimmy, una discusión escuchada por un granjero mientras paseaba de noche, una pelea en el aparcamiento del campo de criquet, una petición de divorcio cuyo recibo debía acusarse y una relación amorosa brutalmente interrumpida. Sin embargo, cada objeto concreto en su posesión, así como los testimonios recogidos hasta el momento, eran como las losas de un mosaico incompleto.