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Pero las vacilaciones de Lynley se debían a lo que no tenían, lo cual provocó que retrocediera en el tiempo hasta la biblioteca de la casa familiar de Cornualles, donde un fuego arrojaba una luz ocre sobre las paredes de la biblioteca y la lluvia repiqueteaba sobre las ventanas emplomadas en oleadas incesantes. Estaba tendido en el suelo, con la cabeza apoyada sobre sus brazos. Su hermana se acurrucaba contra un almohadón cercano. Su padre estaba sentado en el sillón de orejas y leía el cuento que los dos niños sabían de memoria: la desaparición de un caballo de carreras ganador, la muerte de su preparador y los poderes deductivos de Sherlock Holmes. Era una historia que habían escuchado incontables veces, la primera que pedían siempre a su padre en las escasas ocasiones que se ofrecía a leerles. Cada vez que el conde se acercaba al momento culminante de la historia, su impaciencia aumentaba. Lynley se incorporaba. Judith apretaba el almohadón contra su estómago. Y cuando el conde carraspeaba y decía a Sher-lock Holmes con la voz deferente del inspector Gregory: «¿Hay algún punto sobre el que desee llamarme la atención?», Lynley y su hermana añadían el resto. Lynley decía: «El curioso incidente del perro por la noche», mientras Judith replicaba con burlona confusión: «El perro no hizo nada por la noche», y los dos gritaban al unísono: «Ese fue el curioso incidente».

Solo que en el caso de Kenneth Fleming, el diálogo entre Gregory y Holmes habría tenido que cambiarse, el perro en la noche por la declaración del sospechoso. Porque era aquello lo que llamaba la atención de Lynley: el curioso incidente de la declaración del sospechoso.

El sospechoso en cuestión no había dicho absolutamente nada.

Lo cual, al fin y al cabo, era lo más curioso.

Capítulo 21

– Volvamos al momento en que abriste la puerta de la casa -dijo Lynley-. Refréscame la memoria. ¿Qué puerta era?

Jimmy Cooper se llevó una mano a la boca y mordisqueó un padrastro. Hacía más de una hora que estaban en la sala de interrogatorios, y durante aquel rato el muchacho había conseguido hacerse sangre dos veces, sin aparentar dolor en ninguna.

Lynley había hecho esperar cuarenta y cinco minutos a Jimmy Cooper y Friskin en la sala de interrogatorios. Quería poner al muchacho lo más nervioso posible cuando se reuniera con ellos, de manera que había permitido a abogado y cliente regodearse en la salsa de su impaciencia, mientras se veían obligados a escuchar en el pasillo los movimientos «eficaces como de costumbre» de la policía. No cabía duda de que Friskin era lo bastante astuto para haber informado a su cliente del truco que la policía estaba utilizando al tenerles a la espera, pero Friskin no poseía ninguna clase de control sobre el estado psicológico del chico. Al fin y al cabo, era el cuello del muchacho el que estaba en juego, no el del abogado. Lynley confiaba en que Jimmy se diera cuenta del detalle.

– ¿Intenta acusar a mi cliente? -El señor Friskin parecía empecinado. Jimmy y él habían soportado una vez más la presión de los periodistas entre Victoria Street y Broadway, y daba la impresión de que al abogado no le había gustado la experiencia-. Nos sentimos encantados de colaborar con la policía, como creo que confirma nuestra presencia aquí, pero si no tiene la intención de acusarle, ¿no cree que Jimmy estaría mejor en la escuela?

Lynley no se molestó en recordar a Friskin que la Escuela Secundaria George Green había entregado a Jimmy a los cuidados de Bienestar Social y los inspectores de enseñanza durante el trimestre de otoño. Sabía que la protesta del abogado era más de forma que de fondo, una ilustración de su apoyo al cliente, destinada a ganarse su confianza.

Friskin continuó:

– Hemos repasado los mismos hechos cuatro veces, como mínimo. Una quinta no va a cambiarlos.

– ¿Puedes aclararme qué puerta era? -repitió Lynley.

Friskin emitió un suspiro de disgusto. Jimmy trasladó su peso de una nalga a otra.

– Ya lo he dicho. La de la cocina.

– ¿Y utilizaste la llave…?

– Del cobertizo. También se lo he dicho.

– Sí, lo has dicho. Solo quería confirmar los datos. Introdujiste la llave en la cerradura. Giraste la llave. ¿Qué pasó a continuación?

– ¿Qué quiere decir?

– Esto es ridículo -dijo Friskin.

– ¿Qué cree que pasó? -preguntó Jimmy-. Abrí la jodida puerta y entré.

– ¿Cómo abriste la puerta?

– ¡Mierda!

Jimmy apartó la silla de la mesa.

– Inspector -intervino Friskin-, ¿es absolutamente necesaria esta descripción de cómo abrió la puerta? ¿Cuál es el objetivo? ¿Qué quiere de mi cliente?

– ¿La puerta se abrió en cuanto giraste la llave, o tuviste que empujarla? -preguntó Lynley.

– Jim… -advirtió Friskin, como si comprendiera de repente la intención de Lynley.

Jimmy alejó su hombro del abogado, como para indicarle que se mantuviera al margen.

– Pues claro que la empujé. ¿Cómo iba a abrirla, si no?

– Estupendo. Dime cómo.

– ¿Cómo qué?

– Cómo la empujaste.

– Le di un empujón.

– ¿Por debajo del pomo? ¿Por encima? ¿Por el pomo? ¿Dónde?

– No lo sé.-El muchacho se repantigó en la silla-. Por encima, supongo.

– Le diste un empujón por encima del pomo. La puerta se abrió. Entraste. ¿Las luces estaban encendidas?

Jimmy arrugó el entrecejo. Era una pregunta que Lynley aún no había formulado. Jimmy sacudió la cabeza.

– ¿Las encendiste tú?

– ¿Por qué iba a hacerlo?

– Supongo que querrías orientarte. Tendrías que localizar la butaca. ¿Llevabas una linterna? ¿Encendiste una cerilla?

Dio la impresión de que Jimmy meditaba las preguntas (encender las luces, llevar una linterna, encender una cerilla) y lo que implicaba cada una de las opciones.

– No podía llevar una linterna en la moto, ¿verdad? -dijo por fin.

– Entonces, ¿utilizaste una cerilla?

– No he dicho eso.

– ¿Encendiste las luces?

– Puede. Apenas un segundo.

– Estupendo. Después, ¿qué?

– Después, hice lo que ya he contado. Encendí el jodido cigarrillo y lo encajé en la butaca. Después, me marché.

Lynley asintió con aire pensativo. Se puso las gafas y sacó las fotografías del lugar de los hechos de un sobre. Las examinó.

– ¿No viste a tu padre? -preguntó.

– Ya he dicho…

– ¿No hablaste con él?

– No.

– ¿Le oíste moverse en la habitación de arriba?

– Ya se lo he dicho.

– Sí, en efecto. -Lynley dejó las fotos. Jimmy desvió la vista. Lynley fingió que las examinaba. Por fin, levantó la cabeza.

– ¿Te marchaste por donde habías venido? ¿Por la cocina?

– Sí.

– ¿Habías dejado la puerta abierta?

La mano derecha de Jimmy ascendió hasta su boca. Su dedo índice resbaló sobre sus dientes delanteros, y se puso a mordisquearlos casi sin darse cuenta.

– Creo que sí.

– ¿Estaba abierta? -preguntó con brusquedad Lynley.

Jimmy cambió de opinión.

– No.

– ¿Estaba cerrada?

– Sí. Cerrada. Estaba cerrada. Cerrada.

– ¿Estás seguro?

Friskin se inclinó hacia adelante.