– ¿Cuántas veces va a…?
– ¿Entraste y saliste sin el menor impedimento?
– ¿Qué?
– Sin dificultades. No tropezaste con nada, ni con nadie.
– Ya lo he dicho, ¿no? Lo he repetido diez veces.
– Entonces, ¿qué fue de los animales? La señora Patten dijo que los animales estaban dentro cuando se marchó.
– No vi ningún animal.
– ¿No estaban en la casa?
– No he dicho eso.
– Dijiste que espiaste la casa desde el final del jardín. Dijiste que viste a tu padre por la ventana de la cocina. Dijiste que le viste cuando subió a acostarse. ¿También le viste abrir la puerta? ¿Le viste sacar a los gatitos?
La expresión de Jimmy delató su convencimiento de que las preguntas iban destinadas a tenderle una trampa, pero ignoraba de qué clase.
– No lo sé. No me acuerdo.
– Tal vez tu padre los sacó antes de que tú llegaras. ¿Viste a los gatitos en el jardín?
– ¿A quién le importan una mierda los jodidos gatos?
Lynley reordenó las fotografías. La mirada de Jimmy cayó sobre ellas y se apartó a toda prisa.
– Es una pérdida de tiempo para todo el mundo -dijo Friskin-. No estamos haciendo el menor progreso, y no haremos progresos hasta que usted no tenga nada nuevo con lo que trabajar. Entonces, Jim colaborará de buen grado con sus preguntas, pero hasta ese momento…
– ¿Qué llevabas aquella noche, Jimmy? -preguntó Lynley.
– Inspector, ya le ha dicho…
– Creo recordar que una camiseta -continuó Lynley-. ¿Estoy en lo cierto? Tejanos. Un jersey. Los Doc Martens. ¿Algo más?
– Calzoncillos y calcetines -rió Jimmy-. Los mismos que llevo ahora.
– Y eso es todo.
– Exacto.
– ¿Nada más?
– Inspector…
– ¿Nada más, Jimmy?
– Ya lo he dicho. Nada más.
Lynley se quitó las gafas y las dejó sobre le mesa.
– Muy intrigante.
– ¿Por qué?
– Porque no dejaste huellas dactilares, por lo cual supongo que llevabas guantes.
– No toqué nada.
– Pero acabas de explicar que tocaste la puerta para empujarla. Pero no dejaste huellas. Ni en la madera, ni en el pomo, ni dentro, ni fuera. El interruptor de la luz de la cocina tampoco tenía huellas.
– Las borré. Me olvidé. Eso es. Las borré.
– ¿Borraste tus huellas dactilares, pero lograste dejar todas las demás? ¿Cómo te lo montaste?
Friskin se enderezó en su silla y lanzó una mirada penetrante al chico. Después, devolvió su atención a Lynley. No habló en todo el rato.
Jimmy removió los pies bajo la silla. Golpeó el suelo con la punta de la bamba. No dijo nada.
– Y si lograste borrar tus huellas al tiempo que conservabas las otras, ¿por qué dejaste las huellas dactilares en el pato de cerámica del cobertizo?
– Hice lo que hice.
– ¿Podemos hablar un momento a solas, inspector? -preguntó Friskin.
Lynley hizo ademán de levantarse.
– ¡No necesito ningún momento! -gritó Jimmy-. Ya le he contado lo que hice. Lo dicho, dicho está. Cogí la llave. Entré. Puse el cigarrillo en la butaca.
– No -replicó Lynley-. No fue así.
– ¡Sí! Se lo he dicho mil veces y…
– Nos has contado cómo imaginaste que pasó. Tal vez nos has contado cómo lo habrías hecho de haber tenido la oportunidad, pero no nos has dicho cómo se hizo.
– ¡Sí!
– No.
Lynley paró la grabadora. Sacó la cinta y puso la de la sesión anterior. Estaba detenida en el punto que había elegido por la mañana. Apretó el botón para ponerla en marcha. Sus voces surgieron de los altavoces.
«¿Estabas fumando un cigarrillo en aquel momento?»
«¿Qué se cree, que soy un capullo?»
«¿Era uno de estos, un JPS?»
«Sí, exacto. Un JPS.»
«¿Lo encendiste? ¿quiéres enseñármelo, por favor?»
«¿Enseñarle qué?»
«Cómo encendiste el cigarrillo.»
Lynley paró el aparato, quitó la cinta y la sustituyó por la de la sesión en curso. Apretó el botón de grabación.
– ¿Y qué? -preguntó Jimmy-. Dije lo que dije. Hice lo que hice.
– ¿Con un JPS?
– Ya lo ha oído, ¿no?
– Sí, lo he oído. -Lynley se masajeó la frente y bajó la mano para mirar al muchacho. Jimmy había apoyado el peso de la silla sobre las patas posteriores y la estaba meciendo.
– ¿Por qué mientes, Jimmy? -preguntó Lynley.
– Yo nunca…
– ¿Qué nos quieres ocultar?
El muchacho se siguió meciendo.
– Eh, ya le he dicho…
– No me has dicho la verdad.
– Estuve allí. Lo he dicho.
– Sí. Estuviste allí. Estuviste en el jardín. Estuviste en el cobertizo de las macetas. Pero no estuviste en la casa. No mataste a tu padre más que yo.
– Lo hice. Bastardo. Le di su merecido.
– El día que tu padre fue asesinado era el mismo día que tu madre debía acusar recibo de la petición de divorcio. ¿Lo sabías, Jim?
– Merecía morir.
– Pero tu madre no quería divorciarse. Si lo hubiera querido, ella habría presentado la petición dos años después de que tu padre abandonara a su familia. Eso es abandono legal. Habría tenido fundamentos.
– Yo le quería muerto.
– Pero aguantó cuatro años. Tal vez pensó que iba a recuperarle por fin.
– Le mataría otra vez si tuviera la oportunidad.
– ¿Tenía motivos para pensar eso, Jim? Al fin y al cabo, tu padre siguió visitándola durante todos estos años. Cuando vosotros no estabais en casa. ¿Lo sabías?
– Yo lo hice. Yo lo hice.
– Me atrevería a decir que abrigaba fuertes esperanzas. Si él seguía viéndola.
Jimmy bajó las patas de la silla. Sus manos se retorcieron por debajo de la camiseta, estiraron la tela hacia sus rodillas.
– Ya se lo he dicho.
Su significado era claro: vayase a tomar por el culo. No diré nada más.
Lynley se levantó.
– No presentaremos cargos contra su cliente -dijo al señor Friskin.
Jimmy alzó la cabeza con brusquedad.
– Pero volveremos a hablar con él. Cuando consiga recordar con exactitud qué pasó el miércoles por la noche.
Dos horas después, Barbara Havers informó a Lynley sobre los movimientos de Chris Faraday y Amanda Beckstead el miércoles por la noche. Amanda vivía en un edificio remozado de Moreton Street. Había vecinos arriba y abajo, un grupo cordial que se comportaba como si pasaran el día controlándose mutuamente. Amanda confirmó que Chris Faraday había estado con ella.
– Es una situación bastante difícil a causa de Livie -dijo con voz reposada y serena, la mano derecha curvada sobre la izquierda.
Ella y su hermano regentaban un estudio de fotografía en Pimlico, era la hora de comer y había accedido a charlar con la sargento detective siempre que pudiera comer su bocadillo de queso y beber su botella de Evian al mismo tiempo. Fueron al Jardín Botánico de Pimlico, a la orilla del río, y se sentaron no muy lejos de la estatua de William Huskisson, un estadista del siglo XIX reproducido en piedra y ataviado con toga, además de lo que semejaban botas de montar. Amanda no dio muestras de reparar en la incongruente indumentaria de Huskisson, ni de molestarse por el viento procedente del río o el rugido del tráfico que se apretujaba en Grosvenor Road. Adoptó la posición del loto sobre el banco de madera y habló con seriedad mientras daba cuenta de su almuerzo.
– Livie y Chris han vivido juntos desde hace años -dijo-, y a Chris no le parece bien mudarse ahora que Livie está tan enferma. He insinuado que podríamos vivir en plan comuna, mi hermano, Chris, Livie y yo, pero Chris no quiere ni oír hablar de eso. Dice que Livie no lo soportaría si supiera que él y yo queremos estar juntos. Insistiría en ir a un asilo, afirma Chris, porque ella es así. Chris tampoco quiere eso. Se siente responsable de ella. Y así seguimos.
Durante los últimos meses habían arañado los momentos que podían, contó a Barbara, pero nunca más de cuatro horas a solas. El miércoles había sido su primera oportunidad de pasar toda una noche juntos, porque Livie había quedado con su madre y no esperaba que Chris pasara a recogerla hasta bien entrada la madrugada.