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Barbara cogió la novela, y estaba a punto de volver hacia la mesa, cuando vio que el contestador automático parpadeaba. Un parpadeo, una llamada. Lo contempló un momento.

Estaba de guardia aquel fin de semana, pero le costaba creer que la llamaran de vuelta al trabajo apenas dos horas después de haber terminado. Si tal era el caso, y teniendo en cuenta que su número no constaba en el listín, la única otra posibilidad era Florence Magentry, la señora Flo, la cuidadora de su madre.

Barbara meditó sobre las posibilidades que implicaba apretar el botón y escuchar el mensaje. Si era el Yard, volvería al trabajo sin tiempo apenas para descansar o cenar. Si era la señora Flo, se embarcaría en otro viaje por la Gran Vía Férrea de la Culpabilidad. Barbara no había ido el fin de semana anterior a ver su madre, como estaba previsto. Tampoco había ido a Greenford la otra semana. Sabía que debía ir este fin de semana si quería seguir soportándose, pero no tenía ganas, no quería pensar por qué no tenía ganas, y hablar con Florence Magentry, incluso escuchar su voz en el contestador, la conduciría a pensar en la naturaleza de su rechazo y a empezar a colgar las etiquetas pertinentes: egoísmo, falta de consideración y todo lo demás.

Hacía casi seis meses que su madre residía en Hawthorne Lodge. Barbara había conseguido visitarla cada dos semanas. El traslado a Chalk Farm le había proporcionado por fin una excusa para no ir, a la cual se había aferrado con entusiasmo, y había sustituido su presencia por llamadas telefónicas, durante las cuales desglosaba a la señora Flo los motivos de los desafortunados aplazamientos de sus apariciones periódicas en Greenford. Y eran buenos motivos, como la propia señora Flo había asegurado a Barbara durante una u otra de sus habituales charlas de los lunes y los jueves. Barbara no debía torturarse si no podía ir a ver a mamá. Barbie tenía que vivir su vida, querida, y nadie esperaba que renunciara a ello.

– Has de instalarte en tu nueva casa -dijo la señora Flo-. Mamá se encontrará bien mientras tanto, Barbie. Ya lo verás.

Barbara apretó el botón de reproducción del contestador automático y volvió hacia la mesa, donde la aguardaba su ensalada de jamón.

– Hola, Barbie -saludó la voz soporífera de la señora Flo-. Quería informarte de que el tiempo ha afectado un poco a mamá. Pensé que sería mejor telefonearte cuanto antes.

Barbara corrió hacia el teléfono con la intención de marcar el número de la señora Flo. Como si lo hubiera anticipado, la señora Flo continuó.

– No creo necesario que el médico venga a verla, Barbie, pero la temperatura de mamá ha subido dos grados, y tose un poco desde hace días… -Hizo una pausa, durante la cual Barbara oyó a otro de los huéspedes de la señora Flo cantando a coro con Deborah Kerr, que se disponía a invitar a bailar a Yul Brynner. Tenía que ser la señora Salkild. El rey y yo era su vídeo favorito, e insistía en verlo una vez a la semana, como mínimo-. De hecho, querida -siguió con cautela la señora Flo-, mamá ha estado preguntando por ti, desde la hora de comer, y no quiero que te angusties por esto, pero como muy pocas veces menciona a alguien por el nombre, pensé que alegraría a mamá oír tu voz. Ya sabes cómo somos cuando no nos sentimos bien al ciento por ciento, ¿verdad, querida? Telefonea si puedes. Adiós, Barbie.

Barbara cogió el teléfono.

– Has sido muy amable al llamar, querida -dijo la señora Flo cuando oyó la voz de Barbara, como si ella no hubiera telefoneado antes para animarla a llamar.

– ¿Cómo está mamá? -preguntó Barbara.

– Acabo de asomarme a su cuarto, y está durmiendo como un corderito.

Barbara alzó la muñeca hacia la luz mortecina de la casa. Aún no eran las ocho.

– ¿Dormida? ¿Ya está en la cama? No suele acostarse tan temprano. ¿Está segura…?

– Devolvió la cena, querida, y las dos decidimos que un poco de descanso con la caja de música en marcha calmaría su estómago. Así que se puso a escuchar y cayó dormida. Ya sabes lo mucho que le gusta esa caja de música.

– Escuche, podría estar ahí a las ocho y media, o a las nueve menos cuarto. No parecía haber mucho tráfico esta noche. Ahora voy.

– ¿Después de estar trabajando todo el día? No seas tonta, Barbie. Mamá está bien, y como se ha quedado dormida, ni siquiera se enterará de que estás aquí, ¿verdad? Le diré que has telefoneado.

– No sabrá a quién se refiere -protestó Barbara. A menos que tuviera el estímulo visual de una fotografía o el estímulo auditivo de una voz por teléfono, el nombre Barbara no significaba nada ya para la señora Havers. Incluso con apoyos visuales o auditivos, el que reconociera a su única hija era problemático.

– Barbie -dijo la señora Flo con suave firmeza-, yo me encargaré de que comprenda a quién me refiero. Esta tarde te nombró varias veces, así que sabrá quién es Barbara cuando le diga que has llamado.

Saber quién era Barbara el viernes por la tarde no significaba que la señora Havers supiera quién era Barbara el sábado por la mañana, mientras desayunaba huevos pasados por agua y tostadas.

– Iré mañana -contestó Barbara-. Por la mañana. He reunido algunos folletos sobre Nueva Zelanda. ¿Se lo dirá? Dígale que planearemos otras vacaciones para su álbum.

– Por supuesto, querida.

– Y llame si pregunta por mí otra vez. Me da igual la hora que sea. ¿Me llamará, señora Flo?

Pues claro que llamaría, dijo la señora Flo. Barbie debía cenar bien, apoyar los pies en el almohadón y pasar una velada tranquila, para que estuviera fresca como una rosa al día siguiente.

– Mamá estará ansiosa por verte -dijo la señora Flo-. Me atrevería a decir que eso curará su estómago.

Se despidieron. Barbara volvió a su cena. La loncha de jamón se le antojó aún menos atrayente que cuando la había dejado en el plato. La remolacha, que había sacado de la lata con una cuchara y dispuesto como una mano de cinco cartas, parecía teñida de verde. Y las hojas de lechuga, desplegadas como palmas abiertas que acunaban el jamón y la remolacha, estaban flaccidas por el contacto con el agua y ennegrecidas en los bordes, por haber estado demasiado cerca del hielo del cubo. Adiós cena, pensó Barbara.

Apartó el plato y pensó en ir andando al turco de Chalk Farm Road, o atizarse una cena china, sentada a la mesa de un restaurante como una persona auténtica. O volver a la taberna para comer salchichas o pastel de ríñones…

Se incorporó con brusquedad. ¿En qué cono estaba pensando? Su madre no se encontraba bien. Dijera lo que dijera la señora Flo, su madre necesitaba verla. Ya. Así que subiría al Mini y conduciría hasta Greenford. Y si su madre seguía dormida, se sentaría junto a su cama hasta que despertara. Incluso si tenía que esperar a la mañana. Porque eso era lo que las hijas hacían por sus madres, sobre todo si habían transcurrido más de tres semanas desde su última visita.

Cuando Barbara extendió la mano hacia el bolso y las llaves, el teléfono sonó de nuevo. Se quedó petrificada un instante. Pensó, no, Dios mío, no puede ser ella, tan deprisa no. Se acercó con miedo a descolgar.

– Nos llaman -dijo Lynley al otro extremo de la línea cuando oyó la voz de Barbara.