– Es que queríamos dormir juntos -dijo Amanda con toda franqueza-. Y despertar juntos. Era algo más que sexo. Era estar unidos de una forma más importante que la sexual. ¿Me comprende?
Había parecido tan sincera que Barbara había asentido, como si tuviera experiencia en dormir con un hombre. Ya lo creo, pensó. Estar unida con un tío. Comprendo lo que es eso. Ab-so-lu-ta-men-te, sin la menor duda.
– Yo lo veo así -concluyó Barbara-. O la muerte de Fleming es una conspiración en la que participa toda Moretón Street, o Amanda Beckstead dice la verdad. Voto por la segunda opción. ¿Y usted? -preguntó a Lynley.
Lynley estaba de pie ante la ventana de su despacho, con las manos en los bolsillos y la atención concentrada en la calle. Barbara se preguntó si los fotógrafos y periodistas se habrían dispersado.
– ¿Qué le ha sacado al granujilla ese en esta ocasión? -preguntó.
– Más verificaciones involuntarias de que no mató a su padre.
– ¿Se ciñe a sus anteriores declaraciones?
– De momento.
– Joder. -Sacó un chicle y se lo metió en la boca-. ¿Por qué no detenemos a su madre? ¿Cuál es el objeto de entrar por la puerta de atrás así?
– El objeto es la prueba, sargento.
– Ya encontraremos la prueba. Tenemos el móvil. Tenemos medios y oportunidad. Tenemos suficiente para encerrarla y aplicarle el tercer grado. El resto ya vendrá por sí solo.
Lynley negó con la cabeza lentamente. Contempló la calle durante largo rato, después el cielo, que era gris como un acorazado, como si la primavera se hubiera concedido una repentina moratoria.
– El chico ha de acusarla -dijo por fin.
Barbara intentó creer que le había oído mal. Hizo estallar el chicle, exasperada. Era tan impropio de Lynley aquella cautela que se preguntó, con una punzada de deslealtad, si su habitual indecisión sobre su futuro con Helen Clyde le empezaba a afectar en el trabajo.
– Señor. -Forzó un tono de paciente camaradería-. ¿No le parece una posibilidad bastante irreal? Al fin y al cabo, es su madre. Puede que no se lleven bien, pero si la acusa de asesinar a su padre, ¿se da cuenta de lo que va a conseguir? ¿Y no cree que él es consciente de las consecuencias?
Lynley se acarició la mandíbula con aire pensativo. Barbara se sintió lo bastante alentada para continuar.
– Perderá a ambos padres en el curso de una semana. ¿Se lo imagina haciendo eso? ¿Espera que deje huérfanos a sus hermanos, aparte de a él mismo? ¿A merced de los tribunales? ¿No es demasiado? ¿No cree que es más de lo que puede aguantar?
– Es posible, Havers.
– Bien, entonces…
– Pero, por desgracia, hay que doblegar a Jimmy si queremos averiguar la verdad.
Barbara iba a discutir su propia argumentación, cuando Lynley desvió la vista hacia la puerta.
– Sí, Dee. ¿Qué pasa?
Dorothea Harriman ajustó un volante de su cuello de encaje. Aquella tarde, era como una visión en azul.
– El superintendente Webberly pregunta por usted y la sargento detective Havers -explicó Harriman-. ¿Le digo que acaban de marcharse?
– No. Ahora iremos.
– Sir David está con él -añadió Harriman-. Sir David ha solicitado la reunión, de hecho.
– Hillier -gruñó Barbara-. Dios nos asista. Señor, si está cabreado, serán dos horas. Esquivémosle mientras podamos. Dee nos excusará.
Aparecieron hoyuelos en las mejillas de Harriman.
– Estaré más que encantada, inspector detective. Hoy toca color carbón, a propósito.
Barbara se hundió más en la silla. Los trajes color carbón de sir David Hillier eran legendarios en New Scotland Yard. Hechos a medida, con la raya como practicada por el filo de un hacha, sin la menor arruga, hilo o mancha, era lo que siempre se ponía Hillier cuando quería proyectar el poder de su cargo de superintendente jefe. Siempre era «sir David» cuando iba a Victoria Street de aquella guisa. Cualquier otro día, solo era «el Jefe».
– ¿Están en el despacho de Webberly?-preguntó Lynley.
Harriman asintió y les precedió.
Tanto Hillier como Webberly estaban sentados a la mesa circular central del despacho de Webberly, y el tema que Hillier deseaba discutir ocupaba hasta el último centímetro de la superficie de la mesa, desplegado como si un actor novato estuviera buscando la aprobación periodística después de la noche del estreno: los periódicos de la mañana. Y a juzgar por lo que Barbara dedujo tras una rápida mirada a Hillier, mientras este se levantaba al ver a un miembro del sexo opuesto, el superintendente jefe también había echado un vistazo a los del día anterior.
– Inspector, sargento -dijo Hillier.
Webberly se levantó para cerrar la puerta. El superintendente ya se había fumado más de un puro, y la atmósfera del despacho era sofocante, invadida de humo.
Hillier utilizó un lápiz de oro para abarcar con un ademán los periódicos desplegados sobre la mesa. Las fotografías de la selección matutina plasmaban de todo, desde el señor Friskin utilizando el brazo para ocultar la cara de Jimmy a los fotógrafos, hasta Jean Cooper, que se abría paso hasta su coche entre un enjambre de periodistas. Para colmo, el ansia de información de los lectores se había saciado con un amplio despliegue de fotografías, que no solo plasmaba a los protagonistas del caso. El Daily Mail publicaba lo que parecía un ensayo gráfico sobre la vida de Kenneth Fleming, con fotos de su antigua casa en la Isla de los Perros, su familia, la casa de Kent, la imprenta de Stepney, Miriam Whitelaw y Gabriella Patten. El Guardian y el Independerá abordaban el tema desde un punto de vista más intelectual, y utilizaban un dibujo del lugar de los hechos. El Daily Mirror, el Sun, y el Daily Express publicaban entrevistas con patrocinadores del equipo inglés, Guy Mollison y el capitán del equipo de Middle-sex. Sin embargo, la columna más larga (la del Times) estaba dedicada al problema del aumento de la criminalidad entre los adolescentes, y dejaba que el lector extrajera sus propias conclusiones de las veladas alusiones que lanzaba el periódico, al publicar semejante artículo en relación a las circunstancias del asesinato de Fleming. No era una cuestión de prejuicios, proclamaba el artículo, pero el uso insistente de la palabra «presunto» no eximía al periódico de defender la posibilidad de que existiera un anónimo culpable de dieciséis años.
Hillier utilizó su lápiz por segunda vez para indicar dos sillas opuestas a la suya. Cuando Barbara y Lynley se sentaron, obedientes, se acercó a un tablón de corcho que colgaba junto a la puerta y se dedicó a examinar los anuncios exhibidos. Webberly caminó hacia su escritorio, pero en lugar de sentarse, apoyó su gigantesco trasero sobre el antepecho de la ventana y sacó un puro.
– Expliquense -dijo Hillier al tablón de anuncios de Webberly.
– Señor -contestó Lynley.
Barbara miró a Lynley. Su tono era sereno, pero no deferente. A Hillier no le gustaría.
El superintendente jefe continuó, como si estuviera enfrascado en una contemplación verbal.
– He pasado la mañana de la forma más peculiar -dijo-. La mitad, esquivando a los directores de los principales periódicos de la ciudad. La otra mitad, al teléfono, con antiguos y futuros patrocinadores del equipo inglés de criquet. Padecí un encuentro muy poco gratificante con el subcomisionado y compartí un indigesto almuerzo con siete miembros del MCC en el Lord's Cricket Ground. ¿Percibe una pauta común en dichas actividades, lord Asherton?
Barbara notó que Lynley se encrespaba al oír que se mencionaba su título. También percibió el esfuerzo que le costaba no morder el cebo de Hillier.
– Todos los estamentos desean que solucionemos el caso -contestó con perfecta ecuanimidad-, como suele ocurrir cuando alguien famoso muere. ¿No está de acuerdo…, sir David?