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Touché, pensó Barbara. De todos modos, se encogió al anticipar la réplica de Hillier.

Cuando se volvió hacia ellos, la cara de Hillier, siempre rubicunda, contrastó con su abundante pelo gris. Si iban a jugar á los títulos, él iba a perder, y todos lo sabían.

– No necesito decirle que han pasado seis días desde el asesinato de Fleming, inspector -dijo.

– Pero solo cuatro desde que el caso está en nuestras manos.

– Y por lo que yo sé -continuó Hillier-, se ha pasado la mayor parte del tiempo yendo y viniendo de la Isla de los Perros, persiguiendo sin necesidad a un muchacho de dieciséis años.

– Eso no es exacto, señor -dijo Barbara.

– En ese caso, haga el favor de explicarse -dijo Hillier con una sonrisa que parecía hipócrita a posta-. Porque si bien leo los periódicos, no es mi método favorito de obtener información de mis subordinados.

Barbara empezó a buscar en el bolso sus notas informales. Vio que la mano de Lynley se movía sobre el brazo de la silla para comunicarle que no se molestara. Un momento después, comprendió el motivo cuando Hillier continuó.

– Según todos esos -movió una mano de manicura en dirección a los periódicos-, usted tiene ya una confesión, inspector. He descubierto esta mañana que esta información en concreto se ha filtrado desde este edificio a la calle. Imagino que no solo lo sabe, sino que fue su intención desde el principio, ¿no?

– No pienso rebatir esa conclusión -contestó Lynley.

Su respuesta no satisfizo a Hillier.

– Pues escúcheme. Se está poniendo en cuestión la competencia de la investigación a todos los niveles. Y con buenos motivos.

Lynley miró a Webberly.

– ¿Señor?

Webberly paseó el puro de uno a otro lado de la boca. Introdujo el dedo índice por el cuello deshilacha-do de la camisa. Así como el trabajo de Hillier consistía en controlar las interferencias entre el DIC y los demás departamentos que podían entrometerse con el DIC, el trabajo de Webberly consistía en controlar las interferencias entre Hillier y los detectives de división de Webberly. Hoy no había cumplido su objetivo, y no le gustaba que se lo recordaran, aunque fuera mediante una palabra tan sencilla como «señor». Además, sabía lo que aquella breve pregunta implicaba: ¿de qué lado está? ¿Cuento con su apoyo? ¿Piensa adoptar una postura ambigua?

– Yo te apoyo, muchacho -gruñó Webberly-, pero el superjefe -Webberly nunca llamaba sir David a Hillier- necesita algo en qué basarse si vamos a pedirle que haga de intermediario entre el público y los peces gordos.

– ¿Por qué no ha presentado cargos contra ese chico? -preguntó Hillier, satisfecho en apariencia con la postura que Webberly había adoptado.

– Aún no estamos preparados.

– Entonces, ¿por qué demonios ha dejado que la oficina de prensa facilitara información que pudiera interpretarse como si una detención fuera inminente? ¿Se trata de algún juego cuyas reglas sólo conoce usted? ¿Se da cuenta de cómo va a interpretar todo el mundo, desde el subcomisionado hasta los vendedores de billetes del metro, los datos de esta investigación? Si obra en poder de la policía una confesión, si tiene pruebas, ¿por qué no actúa? ¿Cómo piensa responderme?

– Explicándole lo que ya sabe: que una admisión de culpabilidad no constituye una confesión satisfactoria -dijo Lynley-. El chico nos ha proporcionado la primera. Nos falta la segunda.

– Le lleva al Yard. No obtiene nada positivo de él. Le devuelve a casa. Repite el procedimiento una segunda y una tercera vez, en vano. Los periodistas le pisan los talones como perros. Y con el resultado final de que usted, y por extensión nosotros, parece incapaz…, ¿o es que no quiere, inspector?, de lograr algo positivo. Da la impresión de que un subnormal de dieciséis años que necesita con toda urgencia un baño le está dejando en ridículo.

– No hay otro remedio -dijo Lynley-. La verdad, si a mí no me molesta, superintendente jefe Hi-llier, no entiendo por qué a usted sí.

Barbara agachó la cabeza para disimular su respingo. Se ha excedido, pensó. Puede que Lynley superara por goleada a Hillier en abolengo, pero en New Scotland Yard existía una jerarquía estricta que no tenía nada que ver con el tono azul de la sangre o con la forma de obtener un título: mediante la lista de Año Nuevo o por derecho de nacimiento.

La cara de Hillier adquirió el color de una ciruela madura.

– Yo soy el responsable, maldita sea. Por eso me molesta. Y si no es capaz de cerrar el caso cuanto antes, puede que necesitemos encargarlo a otro DIC.

– La decisión está en sus manos, por supuesto -dijo Lynley.

– Y estaré muy contento de tomarla.

– Adelante, si no le molesta la pérdida adicional de tiempo.

– David -se apresuró a intervenir Webberly, en un tono que combinaba súplica con advertencia. Decía, deja que me ocupe yo de esto. Hillier le dirigió una mirada de comprensión-. Nadie está sugiriendo que vayamos a sustituirte, Tommy. Nadie está poniendo en duda tu competencia, pero el procedimiento nos tiene un poco inquietos. Tu forma de ocuparte de la prensa es algo irregular, y va a dar mucho que hablar.

– Esa es mi intención -dijo Lynley.

– ¿Puedo recordarle que, históricamente, no se ha conseguido nada cuando se ha permitido a los medios de comunicación dirigir una investigación de asesinato? -añadió Hillier.

– No estoy haciendo eso.

– En ese caso, regale nuestros oídos con la explicación de lo que está haciendo, se lo ruego. Porque a juzgar por lo que veo -otro movimiento semicircular del lápiz dorado para señalar los periódicos-, cuando el inspector detective Lynley estornuda, la prensa se entera a tiempo de decir «Salud».

– Es una consecuencia involuntaria de…

– No quiero excusas, inspector detective. Quiero hechos. Puede que esté disfrutando de su momentánea popularidad, pero recuerde que no es más que un simple peón en esta operación, fácil de sustituir. Ahora, dígame qué demonios pasa.

Barbara vio por el rabillo del ojo que la mano de Lynley descansaba sobre el brazo de la silla. Hundió los dedos anular y meñique en la tela raída, pero fue la única indicación de que estaba reaccionando al ataque de Hillier.

Lynley relató los hechos del caso, con voz firme y sin apartar la vista del superintendente jefe. Cuando necesitaba que Barbara aportara un comentario, se limitaba a decir «Havers», sin mirarla. Cuando terminó (después de abarcarlo todo, desde la presencia de Hugh Patten en el Cherbourg Club la noche de la muerte de Fleming, hasta la confirmación de la coartada de Chris Faraday por parte de Amanda Beckstead), asestó el coup de grace que ni siquiera Barbara esperaba.

– Sé que al Yard le gustaría cerrar el caso -dijo-, pero la verdad es que, pese a todos nuestros esfuerzos y a los agentes destinados, puede que no lo consigamos.

Barbara casi esperó que Hillier sufriera un ataque. Al parecer, la posibilidad no preocupaba a Lynley, porque continuó.

– Temo que no tenemos nada concreto que proporcionar al fiscal.

– Expliqúese -dijo Hillier-. Ha dedicado cuatro días y solo Dios sabe cuántos hombres y horas de esfuerzo a localizar sospechosos y reunir pruebas materiales. Solo ha tardado veinte minutos en contármelo.

– Pero después de localizar sospechosos y reunir pruebas, aún no puedo identificar al criminal, porque no existe un vínculo directo entre asesino y prueba. Para empezar, no puedo demostrar la culpabilidad de nadie. Sería el hazmerreír del tribunal si lo intentara. Y aunque no fuera ese el caso, me despreciaría si enviara a alguien a la cárcel sin creer en su culpabilidad.

El cuerpo de Hillier se iba poniendo cada vez más rígido, a medida que Lynley hablaba.

– Dios nos libre de abrumarle con esa carga, inspector Lynley.

– Sí -contestó Lynley-. No me gustaría que me lo pidieran. Otra vez. Superintendente Jefe. Una vez es suficiente en mi carrera. ¿No cree?