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Jeannie no recordaba si sus hijos siempre habían visto así la tele. Creía que no. Creía recordar algún grito de protesta cuando uno u otro cambiaba de canal, risas ocasionales cuando veían algún episodio antiguo de Benny Hill. Creyó recordar que Stan hacía preguntas, Jimmy contestaba y Shar expresaba una tibia disconformidad. Sin embargo, pese a sus borrosos recuerdos, Jeannie se daba cuenta de que aquellas reacciones y diálogos entre sus hijos habían tenido lugar fuera del reino de su experiencia, como sueños en los que era una mera observadora, sin participar activamente. Era su forma, empezaba a comprender, de comportarse como una madre desde que Kenny la había dejado.

Durante los últimos años, había utilizado la idea de asumir la realidad como una forma de evitar a sus hijos. Asumir la realidad significaba que iba a trabajar a Crissys como siempre, se levantaba a las tres y cuarto, salía de casa antes de las cuatro, volvía a mediodía a tiempo de ejercer el papel de madre y preguntar, por ejemplo, si tenían deberes para el día siguiente. Se ocupaba de lavar su ropa. Preparaba las comidas. Limpiaba la casa. Se decía que su comportamiento era el de una verdadera madre porque cumplía su deber: comida caliente en la mesa, ir a la iglesia de vez en cuando, un árbol de Navidad adornado con sus luces, el domingo de Pascua con la abuela, dinero para los videojuegos. No obstante, al tiempo que se esforzaba por llevar una vida normal, sabía que había cometido el pecado de abandonar a sus hijos, al igual que Kenny. Solo que lo había cometido de una forma más insidiosa que su marido, pues mientras su cuerpo se había quedado en Cárdale Street (lo cual permitía creer a sus hijos que aún tenían un progenitor presente, cuyo amor era constante), su corazón y alma habían volado como plumas al viento el mismo día que Kenny se marchó.

Amar a su marido más que a las tres vidas creadas por ese amor era el espantoso secreto que Jeannie mantenía oculto. Procuraba no hacerle caso la mayor parte del tiempo, porque no podía soportar, en primer lugar, el lacerante dolor que descendía desde sus pechos a su entrepierna, que se desgarraba cada vez que oía o leía su nombre o escuchaba su voz por teléfono. Y porque, en segundo lugar, sabía que amar a un hombre por encima de los hijos engendrados con aquel hombre era un pecado tan grave e inhumano que la redención le estaba vedada, por más que intentara pagar por él.

Creía que lo menos que podía hacer era impedir que sus hijos lo supieran. Se prometió que nunca sabrían cómo se sentía cada día, como una botella de leche utilizada, vacía por dentro pero con una película adherida a las paredes, para recordarle cómo había sido el contenido. Por eso ejercía el papel de madre y se prometía que no decepcionaría a sus hijos, que no les causaría más dolor, como su padre.

Pese a sus esfuerzos en ese sentido, Jeannie comprendía ahora que no había podido evitar causarles tanto daño como su padre, porque su decisión de asumir la realidad les había exigido lo mismo. Si ella tenía que ejercer el papel de madre, sin rendirse a la desolación que sentía por el abandono de Kenny, ellos deberían ejercer el papel de hijos de la misma manera. Todos debían actuar de manera que su comportamiento proclamara (sintieran lo que sintieran) que si papá se había ido, si no les quería, si no iba a volver, que se fuera a la mierda.

Puso el pijama de Stan sobre la última pila de ropa lavada y la cogió en brazos. Vaciló al pie de la escalera. Stan estaba sentado en el suelo, entre el sofá y la mesita auxiliar, con la mejilla apoyada sobre la rodilla de Jimmy. Shar estaba al lado de su hermano y sujetaba el borde de su camiseta entre los dedos. Le estaban perdiendo, sabían que le estaban perdiendo, y verles aferrarse a él como si de esa forma pudieran impedirlo provocó tal escozor en los ojos de Jeannie que deseó golpearles en la cabeza para apartarles.

– Chicos -dijo, pero le salió con demasiada brusquedad.

Shar miró en su dirección, al igual que Stan. El brazo de Stan se cerró sobre la pierna de Jimmy. Jeannie sabía que se estaban armando de valor, y se preguntó cuándo habían aprendido a leer en el tono de su voz. Lo alteró, y habló con una suavidad nacida del agotamiento y la desesperación.

– He comprado pescado y patatas fritas para esta noche. Coca-Colas también.

El rostro de Stan se iluminó.

– ¡Coca-Colas! -exclamó. Miró a su hermano con aire expectante. Las Coca-Colas eran un detalle estupendo, pero Jimmy no reaccionó a la noticia.

– Eres muy amable, mamá -contestó Shar con seriedad-. ¿Pongo la mesa?

– Sí, cariño -dijo Jeannie.

Llevó la ropa limpia arriba. Colocó todo en sus cajones respectivos sin apresurarse.

Fue a la habitación de los chicos y ordenó el batallón de ositos de peluche de Stan. Ordenó los libros y los tebeos en sus estantes de hierro forjado. Recogió el cordón de un zapato. Dobló un jersey. Ahuecó las almohadas de las dos camas. Lo importante era hacer algo. No parar, no desfallecer, no pensar, no preguntar y, sobre todo, no hacerse preguntas.

Jeannie se sentó de repente en el borde de la cama de Jimmy.

– La policía afirma que el chico miente -le había dicho el señor Friskin-. Dicen que no estuvo en la casa, pero la situación puede cambiar, créame. Le aseguro que quieren seguir interrogándole.

Jeannie se había aferrado con desesperación a aquella tenue esperanza.

– Pero si miente…

– Ellos afirman que miente. Existe una sutil distinción entre lo que nos dicen y lo que saben. La policía utiliza docenas de estratagemas para conseguir que los sospechosos hablen, y hemos de ir con mucha cautela.

– ¿Y si es verdad que les mintió desde el primer momento y ellos lo saben? ¿Para qué querrían seguir interrogándole?

– Por una razón lógica. Imaginan que sabe el nombre del asesino.

El horror se derramó sobre ella como una oleada de náuseas, que ascendió desde su estómago a la garganta.

– Eso es lo que yo sospecho -continuó el señor Friskin-. Es razonable que hayan llegado a esa conclusión. Dan por sentado, pues admitió su presencia en el lugar de los hechos el pasado miércoles, que debió ver al incendiario. Deducen que conoce la identidad del pirómano. Concluyen sin la menor duda que asume la responsabilidad para no tener que denunciar a otra persona.

Jeannie solo consiguió articular la palabra «denunciar».

– Este tipo de resistencia es habitual en los adolescentes, señora…, señorita Cooper. Aunque admitido, es el resultado de la resistencia a traicionar a uno de sus iguales. No obstante, puede que esta tendencia de los jóvenes a morderse la lengua se haya desviado un poco en Jimmy, a causa de sus, y perdone que lo exprese así, a causa de sus circunstancias, porque ¿quién sabe exactamente por quién se inclina su lealtad?

– ¿A qué se refiere con eso de sus circunstancias?

El abogado estudió las puntas de sus zapatos.

– Si asumimos que las mentiras del muchacho traicionan la resistencia a denunciar a otra persona y nada más, tendremos que examinar su vida y buscar el tipo de lazos sociales estrechos que alientan esta tendencia a morderse la lengua, cueste lo que cueste. Lazos como los que se forman en la escuela con los buenos compañeros. Pero si no existen lazos sociales profundos y, por tanto, no ha interiorizado este comportamiento, tendremos que concluir que sus mentiras representan otra cosa.

– ¿Por ejemplo? -preguntó Jeannie, aunque notó la boca y los labios secos cuando lo dijo.

– Como proteger a alguien.

El señor Friskin dejó de estudiar sus zapatos para estudiar el rostro de Jeannie. Los segundos se convirtieron en un minuto, y Jeannie notó que transcurrían en el pulso que latía en sus sienes.

La policía regresaría, dijo por fin el señor Friskin. Lo mejor que podía hacer por su hijo en este momento era animarle a contarles la verdad cuando llegaran. Lo entendía, ¿verdad? ¿Entendía que la verdad era la única esperanza de alejar de la vida de Jimmy a policías y periodistas? Porque no se merecía que le acosaran indefinidamente, ¿verdad, señorita Cooper? La madre del chico tenía que estar de acuerdo.