Jeannie apretó la mano sobre el dibujo en zigzag de la colcha de la cama. Aún oía la voz seria del señor Friskin: «Es la única manera, señorita Cooper. Anime al chico a decir la verdad».
Y aunque dijera la verdad, ¿qué?, se preguntó. ¿Serviría para borrar la realidad de haber padecido aquel infierno?
Había dicho a su hijo la noche anterior que había fracasado como madre, pero Jeannie comprendía ahora que la afirmación era un disparate, porque en realidad no lo creía. Lo había dicho como medio de conseguir que el muchacho hablara con ella, con la esperanza de que dijera, no, no has sido mala, mamá, lo has pasado mal como todos nosotros, lo comprendo, siempre lo he comprendido. Y entonces empezaría a hablar. Porque era lo que los hijos debían hacer. Hablar con sus madres si sus madres eran buenas. Sin embargo, hasta el abogado que solo conocía a Jeannie y sus hijos desde hacía cuarenta y ocho horas había descifrado la naturaleza de la relación entre la madre y aquel hijo en particular. Pues había dicho que debía alentar a su hijo a decir la verdad, pero no había insinuado que le alentara a decírsela a ella.
Di la verdad a tu abogado, Jimmy. Dísela a la policía. Dísela a esos periodistas que te pisan los talones. Díselo a extraños. Pero ni pienses en decírmela a mí. Y en cuanto la digas, Jimmy…
No, pensó Jeannie. No iba a pasar así. Era su madre. Pese a todo, y a causa de todo, solo ella tenía un deber para con él.
Volvió a bajar la escalera. Shar estaba en la cocina. Había sustituido el hule por el mantel de Navidad, bordeado de hojas de acebo, con una guirnalda en el centro y un Papá Noel en las cuatro esquinas. Stan y Jimmy seguían viendo la tele, donde un hombre de nariz aguileña y rostro sin afeitar hablaba de una película que acababa de filmar, y hablaba como si tuviera una patata en la boca.
– Qué cacho maricón, ¿verdad, Jimmy?
Stan lanzó una risita y golpeó a su hermano en la rodilla.
– Vigila tu boca -dijo Jeannie-. Ayuda a tu hermana a poner la mesa. -Apagó la televisión-. Ven conmigo -dijo a Jimmy. Este se encogió más en el sofá-. Vamos, Jim, cariño -añadió en un tono más dulce-. Enseguida volvemos.
Dejaron a Shar colocando meticulosamente filetes de pescado sobre una plancha y a Stan tirando patatas fritas congeladas sobre una sartén.
– ¿Preparo también ensalada verde, mamá? -preguntó Shar cuando Jeannie abrió la puerta del jardín.
– ¿Podemos hacer judías? -añadió Stan. -Como queráis -contestó Jeannie-. Llamadnos cuando todo esté a punto.
Jimmy la precedió y bajó el único peldaño de hormigón que daba paso al jardín. Se encaminó a la alberquilla y Jeannie le siguió. Ella dejó sus cigarrillos y una caja de cerillas sobre el borde partido.
– Coge un cigarrillo, si quieres -dijo Jeannie.
Jimmy introdujo los dedos en una grieta de la al-berquilla. No hizo ademán de acercarlos al paquete.
– Me gustaría que no fumaras, desde luego -dijo Jeannie-, pero si tú quieres, adelante. Por lo que a mí respecta, ojalá no hubiera empezado nunca. Quizá lo deje cuando todo esto haya terminado.
Paseó la vista por el deprimente jardín: una alberquilla rota, una losa de hormigón por cuyos bordes corrían lechos de pensamientos escuálidos.
– Sería bonito tener un jardín como es debido, ¿no crees, Jim? Tal vez podamos convertir este desastre en algo auténtico. Cuando todo termine. Si quitamos ese hormigón viejo y ponemos césped, unas flores bonitas y un árbol, podremos sentarnos aquí fuera cuando haga buen tiempo. Me gustaría mucho. Tendrías que ayudarme, de todos modos. Yo sola no podría.
Jimmy hundió las manos en los bolsillos de sus tejanos. Sacó cigarrillos y cerillas. Encendió uno y dejó el paquete y las cerillas al lado de las de su madre.
Jeannie sintió la tentación cuando olió el humo. Puso sus nervios en tensión, pero no cogió un cigarrillo de los suyos.
– Oh, sí, Jim. Muy amable. Te cogeré uno. -Lo encendió, tosió-. Los dos hemos de dejar esta mierda, ¿eh? Podríamos hacerlo juntos. Yo te ayudaré y tú me ayudarás. Después. Cuando todo haya terminado.
Jimmy tiró la ceniza en la alberquilla vacía.
– Me irá bien un poco de ayuda -dijo Jeannie-. Y a ti también. Además, no quiero que Shár y Stan empiecen a fumar. Hemos de dar ejemplo. Si quisiéramos, estos podrían ser nuestros últimos cigarrillos. Hemos de cuidar de Shar y Stan.
Jimmy resopló y fumó. La miró con hosquedad.
Jeannie respondió a su expresión.
– Shar y Stan te necesitan.
Jimmy tenía la cabeza vuelta hacia el muro que separaba su jardín del de los vecinos, de forma que no pudo ver su expresión, aunque oyó bien sus palabras.
– Te tienen a ti.
– Claro que me tienen a mí. Soy su madre y siempre lo seré, pero también necesitan a su hermano mayor. Te das cuenta, ¿verdad? Te necesitan a su lado, más que nunca. Van a apoyarse en ti, ahora que… -Comprendió el peligro latente. Dotó de fuerza a su voz y se obligó a seguir-. Te van a necesitar de una manera especial ahora que tu padre…
– He dicho que ya te tienen a ti. -La voz de Jimmy era tensa-.Ya tienen a su mamá.
– Pero también necesitan a un hombre.
– Tío Der.
– Tío Der no eres tú. Les quiere, sí, pero no les conoce como tú, Jim. No le buscan a él como te buscan a ti. Un hermano es diferente de un tío. Un hermano es un ser más cercano. Un hermano siempre está cuando le necesitan. Eso es importante. Para Stan. Para Shar.
Se humedeció los labios e inhaló el humo acre del tabaco. Se estaba quedando sin palabras inocuas.
Dio la vuelta a la alberquilla para verle la cara. Dio una última calada al cigarrillo y lo aplastó con la suela del zapato. Vio que los ojos de Jimmy se aventuraban en su dirección, y cuando sus miradas se encontraron, preguntó sin alzar la voz:
– ¿Por qué has mentido a la policía, Jimmy?
El chico movió la cabeza. Dio una calada tan larga al cigarrillo que Jeannie pensó que lo había consumido hasta el final.
– ¿Qué viste aquella noche? -preguntó en voz baja.
– Merecía morir.
– No digas eso.
– Digo lo que me da la gana. Tengo derecho. Me da igual que haya muerto.
– No te da igual. Querías a tu padre como a nadie más en el mundo, y tus mentiras no van a cambiar eso.
Jimmy escupió una hebra de tabaco al suelo, y a continuación un esputo verdegrisáceo. Jeannie se negó a rendirse.
– Querías a tu padre tanto como yo. Tal vez más, porque entre tú y él no se interponía una rubia explosiva. Nada podía evitar que le quisieras y que desearas tenerle en casa de nuevo. Tal vez por eso mientes ahora, Jim. A mí. Al señor Friskin. A la poli. -Vio que un músculo se tensaba de repente en la mandíbula de su hijo. Intuyó que se debatía al borde de lo que era perentorio decir-. Tal vez mientes porque es más fácil. ¿Lo has pensado? Tal vez mientes porque es más fácil que asumir la pérdida definitiva de papá.
Jimmy tiró el cigarrillo al suelo y dejó que se consumiera.
– Exacto. Has acertado de pleno, mamá -dijo, en un tono de excesivo alivio para el gusto de Jeannie.
El muchacho extendió la mano hacia el paquete de JPS. Jeannie cerró la suya sobre el paquete y la mano de Jimmy.
– Tal vez es como dijo el señor Friskin.
– Mamá -llamó Shar desde la puerta de la cocina.
Jim ocultaba la casa a la vista de Jeannie. No hizo caso a su hija.
– Escúchame, Jim -dijo en voz baja.
– Mamá -volvió a llamar Shar.
– Has de decirme por qué mientes. Has de decirme la verdad ahora mismo.
– Ya la he dicho.
– Has de contarme exactamente lo que viste. -Jeannie extendió la mano hacia él, pero el chico se apartó-. Si me lo dices, si me lo dices, Jim, pensaremos entre los dos lo que hay que hacer.