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– He dicho la verdad. Cien veces. Nadie quiere saberla.

– Toda la verdad no. Por eso me la has de decir ahora. Para pensar en lo que debemos hacer, porque de lo contrario…

– ¡Mamá! -llamó Shar.

– ¡Jimmy! -aulló Stan.

Jim se volvió hacia la casa. Jeannie le cogió por el codo.

– ¡Joder! -dijo Jim.

– No -dijo Jeannie.

Y el inspector Lynley se deshizo con suavidad de Shar y Stan, colgados de sus brazos.

– Tenemos unas preguntas más -dijo desde la cocina.

Y Jimmy salió corriendo.

Lynley no había imaginado que el chico fuera capaz de moverse a tal velocidad. Antes de que terminara la frase, Jimmy se había soltado de su madre y corrido hacia el fondo del jardín. No se molestó en abrir el portal, sino que saltó sobre el muro. Sus pasos resonaron en el callejón que corría entre las casas.

– ¡Jimmy! -gritó su madre, y salió tras él.

– Huye hacia Plevna Street -gritó Lynley sin volverse a la sargento Havers-. Intente cortarle el paso.

Se libró de los dos niños y salió en persecución del muchacho, mientras Havers cruzaba la sala de estar y salía por la puerta principal.

Jean Cooper había abierto el portal del jardín cuando Lynley la alcanzó. Se agarró a su brazo.

– ¡Déjele en paz! -chilló. Lynley se soltó y corrió tras el muchacho. Ella le siguió, sin dejar de gritar el nombre de su hijo.

Jimmy corría entre el estrecho sendero de hormigón que separaba las casas. Miró una vez hacia atrás y aumentó la velocidad. Una bicicleta estaba apoyada contra el portal del jardín de la última casa, y cuando pasó a su lado la tiró hacia el centro del sendero y saltó sobre la valla que bordeaba la parte superior del muro de ladrillo que separaba el sendero de Plevna Street. Se perdió de vista.

Lynley saltó sobre la bicicleta y se desvió hacia un portal de madera empotrado en el muro del que el muchacho no había hecho caso. Estaba cerrado con llave. Cogió carrerilla para saltar sobre la valla. Oyó que Havers gritaba al otro lado del muro. Después, el ruido de pasos martilleó sobre el pavimento. Demasiados pasos.

Se izó y cayó sobre la acera a tiempo de ver que Havers subía por Plevna Street en dirección a Manchester Road, seguida por tres hombres, uno de los cuales llevaba dos cámaras.

– Mecagüen la leche -exclamó, y se sumó a la persecución, esquivando a un pensionista que se apoyaba en un bastón y a una chica de pelo rosa que comía algo con aspecto hindú sentada en el bordillo.

Solo le costó diez segundos rebasar a los periodistas, y otros cinco alcanzar a Havers.

– ¿Dónde?-preguntó.

La sargento señaló, sin dejar de correr, y Lynley le vio. El chico había saltado otra valla que bordeaba un parque, en la esquina de Plevna Street. Corría por un sendero de ladrillo curvo en dirección a Manchester Road.

– Es absurdo ir por ahí -jadeó Havers.

– ¿Por qué?

– Subcomisaría de Manchester. A unos cuatrocientos metros. Hacia el río.

– Telefonéeles.

– ¿Desde dónde?

Lynley señaló la esquina de Plevna Street y Manchester Road, a un edificio achatado de ladrillo con dos cruces rojas y la palabra «clínica» escrita en rojo a lo largo de una cornisa blanca. Havers corrió hacia allí. Lynley siguió el perímetro del parque.

Jimmy salió por las puertas del parque a Manchester Road y se desvió hacia el sur. Lynley gritó su nombre y, en el mismo momento, Jean Cooper y los periodistas doblaron la curva de Plevna Street y le pisaron los talones.

Los periodistas gritaban «¿Quién es…?» y «¿Por qué le…?», mientras el fotógrafo alzaba una cámara y empezaba a disparar. Lynley se lanzó tras el muchacho.

– ¡Jimmy! ¡Para!-chillaba Jean.

Jimmy aceleró el paso con mayor determinación. El viento soplaba del este, y cuando Manchester Road se desvió un poco hacia el oeste, consiguió con facilidad aumentar la distancia entre sus perseguidores y él. Corría con todas sus fuerzas, la cabeza gacha, los pies sin apenas tocar el suelo. Pasó ante un almacén abandonado y se dispuso a torcer hacia la calle cuando se acercó a una floristería, en la cual una mujer de edad avanzada vestida de verde estaba entrando contenedores de flores. La mujer lanzó un grito de espanto cuando Jimmy estuvo a punto de derribarla. En respuesta, un alsaciano salió disparado de la tienda. El perro emitió un aullido de furia, se precipitó hacia el muchacho y cerró los dientes alrededor de la manga de su camiseta.

Gracias a Dios, pensó Lynley, y aminoró el paso. A cierta distancia detrás de él, oyó que la madre del muchacho gritaba el nombre de su hijo. La florista dejó caer un cubo de narcisos sobre la acera.

– ¡César! ¡Siéntate! -chilló, y cogió al perro del collar. El alsaciano soltó a Jimmy.

– ¡No! -bramó Lynley-. ¡Reténgale!

Cuando la mujer giró en redondo con la mano hundida en el pelaje del alsaciano y una expresión de miedo y perplejidad en la cara, Jimmy escapó.

Lynley pisoteó los narcisos cuando el chico torcía a la derecha, a unos treinta metros de distancia. Escaló otra valla y desapareció en los terrenos de la escuela primaria de Cubitt Town.

Ni siquiera se ha parado a recuperar el aliento, pensó Lynley estupefacto. O le espoleaba el terror, o corría maratones en sus ratos libres.

Jimmy cruzó el patio de la escuela. Lynley saltó la valla. Estaban construyendo un anexo a la escuela de ladrillo pardo, y Jimmy se metió en la obra, entre pilas de ladrillos, montañas de tablas de madera y colinas de arena. Hacía dos horas por lo menos que las clases habían terminado y no había nadie en el patio que le obstaculizara, pero cuando se acercó al edificio más alejado, tras el cual se extendían los campos de juego, un vigilante surgió por las puertas dobles, le vio y lanzó un grito. Jimmy pasó de largo antes de que el hombre pudiera reaccionar. Entonces, vio a Lynley.

– ¿Qué pasa aquí? -chilló, y se le plantó delante-. Alto ahí, señor. -El vigilante nocturno le cortó el paso con los brazos en jarras. Miró hacia Manchester Road, justo cuando Jean Cooper saltaba la valla, seguida de los periodistas-. ¡Usted! -gritó-. ¡Quédese ahí! ¡Esto es terreno particular!

– Policía -dijo Lyney.

– Demuéstrelo -replicó el vigilante.

Jean llegó tambaleante.

– Usted… -Cogió a Lynley por la chaqueta-. Déjele en…

Lynley apartó a un lado al vigilante. Jimmy había ganado otros veinte metros de ventaja durante el tiempo que Lynley había perdido. Estaba a mitad de los campos de juego y se dirigía a un distrito residencial. Lynley reinició la persecución.

– ¡Eh! -vociferó el vigilante-. ¡Voy a llamar a la policía!

Lynley rezó para que lo hiciera.

Jean Cooper le siguió, tambaleante. Estaba sollozando, pero por falta de aliento.

– Va a… -dijo-. Va a casa. Va a casa. ¿No lo ve?

Jimmy, efectivamente, volvía en dirección a Cardale Street, pero Lynley se resistía a creer que fuera tan idiota como para meterse directamente en una trampa. El chico había mirado hacia atrás en más de una ocasión. Se habría dado cuenta de que la sargento Havers no se encontraba entre sus perseguidores.

Llegó al extremo del campo de juego. Lo bordeaba un seto. Cargó a su través, pero perdió varios segundos cuando tropezó y cayó de rodillas al otro lado.

Lynley notaba un calor abrasador en el pecho. Confió en que el chico se quedara donde estaba, pero cuando Lynley disminuyó la distancia que les separaba, se puso en pie de un salto y prosiguió su huida.

Cruzó un descampado donde un coche quemado descansaba sobre sus neumáticos podridos, entre botellas de vino vacías y basura. Salió a East Ferry Road y tomó la dirección de su casa. Lynley oyó que la madre del muchacho gritaba «¡Ya se lo he dicho!», pero en ese momento Jimmy cruzó la calle, esquivó a un motorista que patinó y estuvo a punto de arrollarle, y subió la escalera que conducía a la estación de Crossharbour, donde un tren azul de Ferrocarriles Docklands se estaba deteniendo en las vías elevadas.