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Lynley no pudo hacer nada. Jimmy entró, las puertas del tren se cerraron y salió de la estación, justo cuando Lynley pisaba East Ferry Road.

– ¡Jimmy! -chilló su madre.

Lynley luchó por recuperar el aliento. Jean Cooper se detuvo y tropezó con él. Los periodistas se estaban abriendo paso entre el seto. Se gritaban entre sí al tiempo que gritaban a Lynley.

– ¿A dónde va? -preguntó Lynley.

Jean sacudió la cabeza. Jadeó en busca de aliento.

– ¿Cuántas estaciones quedan de esa línea?

– Dos. -La mujer se pasó la mano por la frente-. Mudchute. Island Gardens.

Lynley pensó que la vía férrea corría paralela a East

Ferry Road.

– ¿A cuánto está Mudchute?

Jean hundió los nudillos en su mejilla.

– ¿A cuánto está?

– Un kilómetro y medio. No, menos. Menos.

Lynley dirigió una última mirada al tren cuando desapareció. No podía perseguirlo a pie, pero Cardale Street desembocaba en East Ferry Road unos sesenta metros al norte, y el Bentley estaba aparcado en Cárdale Street. Existía una ínfima posibilidad…

Corrió en dirección al coche. Jean Cooper le siguió.

– ¿Qué va a hacer? -gritó-. Déjele en paz. No ha hecho nada. No tiene nada más que decir.

La sargento Havers estaba apoyada en el Bentley. Levantó la vista cuando oyó los pasos de Lynley.

– ¿Le ha perdido? -preguntó.

– Al coche -jadeó Lynley-. Deprisa.

Subieron. Lynley puso en marcha el Bentley con un rugido. Stan y Shar salieron como un cohete de la casa y sus bocas formaron gritos que apagó el motor del coche. Mientras Shar forcejeaba con el pestillo del portal delantero, Jean Cooper apareció por la esquina e indicó mediante señas que volviera a casa.

Lynley pisó el acelerador y se apartó del bordillo. Jean Cooper se interpuso en el camino del coche.

– ¡Cuidado! -gritó Havers, y se agarró al tablero de mandos cuando Lynley aplastó los frenos y se desvió para no atropellada. Jean golpeó con el puño el capó del coche, corrió a su lado y abrió la puerta trasera. Se dejó caer dentro.

– ¿Por qué…, por qué no le deja en paz? No ha hecho nada. Usted lo sabe. Usted…

Lynley aceleró.

Dieron la vuelta a la esquina y siguieron hacia el sur por East Ferry Road. Se cruzaron con los periodistas que se arrastraban sin aliento en dirección contraria, hacia Cárdale Street. Por encima de ellos y al oeste de la calle corrían las vías de Ferrocarriles Docklands, en línea recta a Mudchute.

– ¿Llamó a la subcomisaría de Manchester Road? -preguntó Lynley con voz ahogada.

– Están en ello -contestó Havers.

– ¿La policía? -gritó Jean-. ¿Más policía?

Lynley tocó la bocina a un camión. Se desvió al carril de la derecha y le adelantó. Las casas elegantes de Crossharbour y Millwall Outer Dock dieron paso a las terrazas de ladrillo sucio de Cubitt Town, donde banderolas de colada se agitaban en cuerdas de tender dispuestas en los angostos jardines traseros.

La mano de Jean aferró el respaldo del asiento de Lynley cuando rebasaron a un baqueteado Vauxhall que se arrastraba por la calle como un erizo.

– ¿Por qué ha telefoneado a la policía? -preguntó con insistencia-. Ustedes son la policía. No les necesitamos. Él solo…

– ¡Allí!

La sargento Havers extendió el brazo en dirección a Mudchute, donde la tierra se alzaba desde la carretera en lomas creadas por generaciones de barro sedimentado procedente de los muelles de Millwall. Jimmy Cooper estaba subiendo a una de las lomas, en dirección sudeste.

– Va a casa de su abuela -afirmó Jean, mientras Lynley frenaba en la cuneta-. En Schooner State. La casa de mi madre. Ahí es donde va. Al sur de Millwall Park. -Lynley abrió la puerta-. Ya le dije adónde iba. Podemos…

– Conduzca -dijo el inspector a Havers, y se lanzó tras el muchacho cuando su sargento se sentó al volante.

Oyó que el motor aceleraba cuando llegó a la primera loma y empezó a subir por la ladera. La tierra estaba húmeda a causa de las lluvias de abril, y sus zapatos eran de piel. Resbaló y patinó en la tierra blanda, cayó de rodillas una vez, y en dos ocasiones tuvo que agarrarse a las ortigas y malas hierbas que brotaban de forma irregular. En lo alto de la loma, el viento azotaba sin obstáculos la extensión de tierra despejada. Agitó su chaqueta y llenó sus ojos de lágrimas, y se vio obligado a detenerse para secarlos antes de proseguir. Perdió cuatro segundos, pero vio al muchacho.

Jimmy contaba con la ventaja de sus bambas. Estaba bajando hacia los campos de juego que había al otro lado de las lomas, pero daba la impresión de que, o bien creía haber despistado a sus perseguidores, o se había rendido al cansancio, porque ya no corría como antes y se sujetaba la cintura como si tuviera punzadas en el costado.

Lynley corrió hacia el sur por la cumbre de la primera loma. No perdió de vista al muchacho hasta que tuvo que bajar y escalar la segunda loma. Al llegar arriba, vio que jimmy caminaba a paso normal, y con buenos motivos. Un hombre y un chico con impermeables rojos habían sacado a pasear a los campos de juego a dos mastines daneses y un galgo lobero irlandés; los perros corrían en círculos y se precipitaban sobre pelotas, basura y cualquier cosa que se moviera. Como ya se había topado con el alsaciano en Manchester Road, Jimmy no quería más problemas con canes de dimensiones espectaculares.

Lynley aprovechó la ventaja. Escaló la tercera loma, resbaló por la ladera y empezó a correr por el campo de juego. Se mantuvo alejado de los perros lo máximo posible, pero cuando llegó a veinte metros de ellos, el galgo lobero le vio y se puso a ladrar. Los dos mastines le corearon. Los tres perros se lanzaron en su dirección. Sus propietarios gritaron. Fue suficiente.

Jimmy miró hacia atrás. El viento arrojó sobre sus ojos el largo cabello. Lo apartó. Volvió a correr.

Se adentró en Millwall Park. Al ver la dirección que tomaba el chico, Lynley aminoró el paso. Porque al otro lado del parque, Schooner State extendía sus hileras de bloques de pisos grises y pardos hacia el Támesis, como los dedos de una mano, y Jimmy se dirigía en línea recta hacia el río. Ignoraba que la sargento Havers y su madre se habían anticipado a sus movimientos. A estas alturas, ya habrían llegado al bloque. Interceptarle resultaría bastante sencillo si se metía en el aparcamiento.

Corría en línea recta por el parque. Pisoteaba los macizos de flores que se interponían en su camino. Cuando llegó al borde del aparcamiento, fingió que se encaminaba a los pisos del oeste, pero en el último momento se desvió hacia el sur.

Pese al viento, Lynley oyó los gritos de la sargento Havers y Jean Cooper. Entró en el aparcamiento justo a tiempo de ver que el Bentléy perseguía al muchacho, pero Jimmy les llevaba ventaja. Se adentró en la herradura que formaba la parte sur de Manchester Road. Un camión frenó para no aplastarle. Lo rodeó, llegó a la acera opuesta y saltó la valla de un metro de altura que bordeaba los terrenos grisáceos, como de una prisión, de la Escuela Secundaria George Green.

Havers subió el Bentley a la acera. Estaba saliendo cuando Lynley la alcanzó. El chico corría hacia la esquina oeste de la escuela.

No había nadie en la escuela, y pudo avanzar sin ningún impedimento. Cuando Lynley y Havers llegaron a la esquina del edificio, el chico ya había cruzado el patio. Había cogido un cubo de basura para subir al muro posterior, y lo saltó antes de que hubieran podido recorrer veinte metros.

– Coja el coche -dijo Lynley a Havers-. Dé la vuelta. Se dirige al río.

– ¿Al río? Mecagüen la leche. ¿Qué va…?

– ¡Váyase!

Oyó que Jean Cooper gritaba algo ininteligible a su espalda cuando la sargento Havers trotó hacia el coche. Su grito se desvaneció cuando Lynley corrió hacia el muro. Se agarró al borde, utilizó el cubo de basura para propulsarse y saltó.