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Corría otra carretera detrás de la escuela. En su parte norte, estaba flanqueada por un muro. En la parte sur se alineaban casas modernas de ladrillo con puertas de seguridad electrónicas. Morían en una extensión de césped y árboles que bordeaba el río. Era la única posibilidad. Lynley corrió en aquella dirección.

Entró en el parque, que un letrero identificaba como Island Gardens. En el extremo este se alzaba un edificio de ladrillo circular, rematado por una cúpula blanca y verde. Un destello blanco se recortó contra los ladrillos rojos, y vio a Jimmy Copper, que forcejeaba con la puerta del edificio. Era un callejón sin salida, pensó Lynley. ¿Por qué querría el chico…? Miró a su izquierda, al otro lado del río, y comprendió. La huida les había conducido al túnel peatonal de Greenwich. Jimmy iba a cruzar el río.

Lynley aumentó su velocidad. En ese momento, el Bentley apareció por la esquina más alejada. Jean Cooper y la sargento Havers bajaron. Jean gritó su nombre. Jimmy forcejeó con la puerta del túnel. La puerta no se movió.

Lynley se acercaba a toda prisa desde el nordeste. La sargento Havers y Jean Cooper hacían lo mismo desde el noroeste. El muchacho miró en una dirección, luego en otra. Corrió hacia el este, paralelo al muro del río.

Lynley corrió en diagonal para interceptarle. Havers y Jean Cooper siguieron el camino. Jimmy, con un esfuerzo final, saltó sobre un banco y se subió a lo alto del muro. Se izó sobre la barandilla de hierro forjado color lima que separaba los jardines del río.

Lynley gritó su nombre.

Jean Cooper chilló.

Y Jimmy se lanzó al Támesis.

Capítulo 23

Lynley llegó antes al muro del río. Jimmy se debatía en el agua. La marea era alta, pero seguía llegando, de manera que la corriente fluía a gran velocidad de este a oeste.

Jean Cooper gritó el nombre de su hijo cuando llegó al muro del río. Se precipitó hacia la barandilla y empezó a trepar.

Lynley la empujó hacia Havers.

– Telefonee a la policía del río.

Se quitó la chaqueta y los zapatos.

– ¡Ese es el puente de Waterloo! -protestó Havers, mientras procuraba retener a Jean Cooper-. Nunca llegarán a tiempo.

– Hágalo.

Lynley subió al muro y se izó a la barandilla. El muchacho se debatía inútilmente en el río, estorbado por la corriente y su agotamiento. Lynley se dejó caer al otro lado de la barandilla. La cabeza de Jimmy se hundió bajo las aguas turbias.

Lynley se zambulló.

– ¡Tommy! ¡Mecagüen la leche! -oyó que gritaba Havers cuando chocó con el agua.

Estaba fría como el mar del Norte. Se movía con mayor rapidez de la que había sospechado cuando la miraba desde la seguridad del muro de Island Gardens. El viento azotaba la superficie. El flujo de la marea creaba una corriente de fondo. En cuanto Lynley ascendió a la superficie, se sintió arrastrado hacia el sudoeste, hacia el interior del río, pero no hacia la orilla opuesta.

Trató de mantenerse a flote a fuerza de brazos. Buscó al chico. Al otro lado del río vio la fachada de la escuela naval, y al oeste los palos del Cutty Sark. Incluso distinguió la salida del túnel peatonal de Greenwich. Pero no vio a Jimmy.

Dejó que la corriente le arrastrara, como habría hecho con el chico. Su corazón y su respiración mártir lleaban en sus oídos. Notaba las extremidades pesadas. Oyó gritos procedentes de Island Gardens, pero el viento, su corazón y sus pulmones jadeantes le impidieron entender qué decían.

Se retorció en el agua mientras le llevaba. Intentó localizar a Jimmy. No había barcos que pudieran acudir en su ayuda. Los cruceros de placer no se arriesgarían con aquel tiempo, y las últimas embarcaciones turísticas ya se habían retirado. Lo único que flotaba en la zona eran dos barcazas que ascendían lentamente el río, y se encontraban a trescientos metros de distancia, como mínimo, demasiado lejos para pedir auxilio, aunque hubieran podido alcanzar la velocidad suficiente para rescatar a tiempo a Lynley y al muchacho.

Una botella pasó a su lado. Su pie derecho pateó lo que parecía una red. Empezó a nadar con la corriente del río, hacia Greenwich, como Jimmy habría hecho.

Mantenía la cabeza inclinada. No paraba de mover brazos y piernas. Intentó respirar acompasadamente.

El agua tiraba de sus ropas y le arrastraba hacia el fondo. Se debatió, pero el esfuerzo le estaba agotando. Había corrido demasiado, trepado y saltado demasiado. La marea era insistente y fuerte. Tragó agua. Tosió.

Notó que se hundía. Se revolvió, ascendió. Jadeó en busca de aire. Sintió que volvía a hundirse.

Descubrió que casi no había nada bajo la superficie. Oscuridad. Burbujas de aire que escapaban de sus pulmones. Un tornado líquido en el que remolineaban restos enloquecidos. Verde sobre blanco sobre gris sobre pardo, sin fin.

Pensó en su padre. Casi podía verle, en la cubierta del Daze, al salir de Lamorna Cove. Decía: «Nunca confíes en el mar, Tommy. Es un amante que te traicionará en cuanto le des la menor oportunidad». Lynley quiso señalar que aquello no era el mar, sino un río, un río, por el amor de Dios, ¿quién podía ser tan estúpido como para ahogarse en un río? Pero su padre contestó: «Un río con mareas. Las mareas vienen del mar. Solo los idiotas confían en el mar». Y el agua le engulló.

Un velo negro cubrió su visión. Sus oídos rugían. Oyó la voz de su madre y la risa de su hermana. Después, la voz de Helen, inconfundible: «No sé, Tommy. No puedo darte la respuesta que quieres solo porque tú la quieres».

Joder, pensó. Aún ambivalente. Incluso ahora. Incluso ahora. Cuando ya no importaba. Nunca se decidiría. Nunca aceptaría. Maldita sea. Maldita sea.

Agitó las piernas con furia. Movió los brazos. Rompió la superficie. Sacudió el agua de sus ojos, tosió y jadeó. Oyó al muchacho.

Jimmy chillaba a unos veinte metros hacia el oeste. Sus brazos golpeaban el agua. Se revolvía como un pecio. Cuando Lynley se lanzó hacia él, Jimmy volvió a hundirse.

Lynley se zambulló y rezó para que sus pulmones aguantaran. Esta vez, la corriente le favorecía. Chocó contra el muchacho y le agarró por el pelo.

Nadó hacia la superficie. Jimmy se resistió, agitándose en el agua como un pez atrapado en una red. Cuando llegaron a la superficie, Jimmy pataleó y golpeó.

– ¡No, no, no! -chilló, y trató de soltarse.

Lynley soltó su pelo y le asió por la camiseta. Pasó un brazo por debajo de los brazos y alrededor del pecho del chico. No tenía mucho aliento para hablar, pero logró jadear unas palabras.

– Ahogarte o sobrevivir. ¿Qué prefieres?

El chico pataleó frenéticamente.

Lynley reforzó su presa. Utilizó las piernas y un brazo para mantenerles a flote.

– Si te resistes, nos ahogaremos. Si me ayudas a nadar, lo conseguiremos. ¿Qué prefieres? -Sacudió el cuerpo del muchacho-. Decide.

– ¡No!

Pero las protestas de Jimmy eran débiles, y cuando Lynley empezó a arrastrarle hacia la orilla norte del río, ya no tuvo fuerzas para oponerse.

– Patalea -dijo Lynley-. No puedo hacerlo solo.

– No puedo-jadeó Jimmy.

– Sí puedes. Ayúdame.

Pero los últimos cuarenta segundos de lucha habían acabado con las energías de Jimmy. Lynley intuyó el agotamiento del chico. Sus extremidades pesaban como plomo y tenía la cabeza echada hacia atrás.

Lynley pasó el brazo izquierdo por debajo de la barbilla de Jimmy. Utilizó las fuerzas que quedaban en sus músculos para dirigirse hacia la orilla norte del río.

Oyó gritos, pero carecía de energías para localizarlos. Oyó la bocina de un barco en las cercanías, pero en aquel momento no podía permitirse el lujo de parar para intentar localizarlo. Sabía que su única oportunidad residía en el acto instintivo de nadar. De modo que nadó, respiró, contó las brazadas, un brazo y dos piernas contra el cansancio absoluto y el deseo de hundirse y acabar de una vez.