Vio delante una sección de la orilla cubierta de guijarros, desde donde podían botarse los barcos. Se dirigió hacia allí. Sus piernas se movían con creciente debilidad. Le resultaba difícil sujetar al chico. Cuando llegó al límite de sus fuerzas, pataleó por última vez y sus pies tocaron fondo. Primero arena, luego guijarros e intentó sacar al muchacho del agua. Se desplomaron en los bajíos, a un metro y medio de un bolardo.
Chapoteos y gritos furiosos. Alguien lloraba a su lado. Entonces, oyó que su sargento blasfemaba como una posesa. Unos brazos le rodearon, le sacaron del agua y le depositaron sobre una lancha del club de remo, hacia la que había nadado.
Tosió. Notó que su estómago se revolvía. Rodó a un lado, se puso de rodillas y vomitó sobre los zapatos de su sargento.
Una mano de Barbara se hundió en su cabello. La otra se curvó con firmeza alrededor de su frente.
Se tapó la boca con la mano. El sabor era repugnante.
– Lo siento -dijo.
– No pasa nada -contestó Havers-. Ha mejorado el color.
– ¿Y el chico?
– Con su mamá.
Jeannie estaba arrodillada en el agua y acunaba a su hijo. Estaba llorando, con la cabeza alzada hacia el cielo.
Lynley intentó ponerse en pie.
– Dios. No estará…
Havers le cogió por el brazo.
– Está bien. Usted le salvó. Se encuentra bien. Se encuentra bien.
Lynley se dejó caer al suelo. Sus sentidos empezaban a despertar uno por uno. Tomó conciencia del montón de basura sobre el que estaba sentado. Oyó un rumor de conversaciones a su espalda, miró hacia atrás y vio que la policía de la zona había conseguido por fin llegar, y ahora contenía a un grupo de espectadores, entre los cuales se encontraban los mismos periodistas que le habían perseguido desde que saliera de New Scotland Yard. El fotógrafo estaba haciendo su trabajo y documentaba el drama, por encima de los hombros de la policía de Manchester Road. Esta vez, los periódicos no tendrían necesidad de ocultar la identidad del chico. Un rescate en el río era una noticia de la que se podía dar cuenta sin relacionarla con el asesinato de Fleming. Por las preguntas que se gritaban y el ruido de las cámaras, Lynley adivinó que los periodistas pensaban publicarla.
– ¿Qué ha pasado con la policía del río? -preguntó a Havers-. Le dije que la telefoneara.
– Lo sé, pero…
– Me oyó, ¿verdad?
– No había tiempo.
– ¿Qué dice? ¿No se molestó en llamar? Era una orden, Havers. Podríamos habernos ahogado. Joder, si alguna vez he de confiar en usted de nuevo en una situación de emergencia, mejor confío en…
– Inspector. Señor. -La voz de Havers era firme, aunque había palidecido-. Estuvo en el agua cinco minutos.
– Cinco minutos -repitió Lynley, como sin comprender.
– No había tiempo. -Su boca tembló y apartó la vista-. Además, yo… Me entró el pánico, ¿vale? Se hundió dos veces. Deprisa. Lo vi y supe que la poli del río no podría llegar a tiempo, y en ese caso…
Se pasó los dedos por debajo de la nariz.
Lynley vio que parpadeaba rápidamente y fingía que era el viento en sus ojos. Se puso en pie.
– En ese caso, me he pasado de la raya, Barbara. Atribúyalo a mi propio pánico y haga el favor de perdonarme.
– De acuerdo.
Volvieron al agua, donde Jean Cooper seguía meciendo a su hijo. Lynley se arrodilló a su lado.
La mano de Jean sujetaba la cabeza de su hijo contra su pecho. Estaba inclinada sobre él. Jimmy tenía los ojos opacos, aunque no vidriosos, y cuando Lynley extendió la mano para tocar el brazo de Jean e indicarle que iba a ayudarles a levantarse, Jimmy se removió y miró a su madre.
– ¿Por qué? -repetía ella sin cesar.
Jimmy movió la boca como si estuviera reuniendo fuerzas para hablar.
– Vi -susurró el chico.
– ¿Qué? -preguntó ella-. ¿Qué? ¿Por qué no lo dices?
– A ti. Te vi a ti, mamá.
– ¿Me viste?
– Allí. -Daba la sensación de que se estaba desmoronando en sus brazos-. Te vi allí. Aquella noche.
Lynley oyó que Havers susurraba las palabras «Por fin», y vio que avanzaba hacia Jean Cooper. Le indicó con un gesto que se quedara donde estaba.
– ¿A mí? ¿Que me viste dónde? -preguntó Jean Cooper.
– Aquella noche. Papá.
Lynley vio que el horror y la comprensión alumbraban en Jean Cooper al mismo tiempo.
– ¿Estás hablando de Kent? -preguntó la mujer-. ¿De la casa?
– Tú. Aparcaste en el camino -murmuró el muchacho-. Fuiste a buscar la llave del cobertizo. Entraste. Saliste. Estaba oscuro, pero lo vi.
Su madre le aferró.
– Pensabas que yo…, que yo… -Reforzó su presa-. Jim, yo quería a tu padre. Le quería, le quería. Nunca habría… Jim, pensabas que yo…
– Te vi.
– No sabía que estaba allí. No sabía que había alguien en Kent. Pensaba que os habíais ido de vacaciones. Después, dijiste que él había telefoneado. Dijiste que problemas relacionados con el criquet le habían retenido. Dijiste que las vacaciones se habían aplazado.
Jimmy sacudió la cabeza.
– Tú saliste. Llevabas unas crías en las manos.
– ¿Unas crías? Jim…
– Los gatitos -dijo Havers.
– ¿Los gatitos? -repitió Jean-. ¿Qué gatitos? ¿Dónde? ¿De qué estás hablando?
– Los tiraste al suelo. Los alejaste. De la casa.
– Yo no estuve en la casa. No estuve.
– Te vi -repitió Jimmy.
Sonaron pasos sobre la lancha.
– ¡Al menos, déjenme hablar con alguno de ellos! -gritó alguien.
Jean se volvió para ver quién venía. Jimmy miró también en aquella dirección. Forzó la vista para enfocar al intruso. Y Lynley comprendió por fin qué había pasado y cómo.
– Tus gafas, Jimmy -dijo-. ¿Llevabas las gafas el miércoles por la noche?
Barbara Havers caminaba a duras penas por el sendero que conducía a su casa. Tenía el interior de los zapatos mojados. Los había cepillado vigorosamente bajo el grifo del lavabo de señoras del Yard, de modo que ya no olían a vómito, pero estaban para tirar. Suspiró.
Estaba derrengada. Solo deseaba una ducha y doce horas de sueño. Hacía siglos que no comía, pero la comida podía esperar.
Habían acompañado a Jimmy y a su madre entre los espectadores y dejado atrás la cámara incansable del único fotógrafo. Les habían llevado en coche a casa. Jeannie Cooper había insistido en que no era necesario que un médico viera a su hijo, le había acompañado arriba y preparado un baño, mientras sus dos hijos menores se agarraban a ellos y gritaban «¡Mamá!» y «¡Jim!».
– Calienta un poco de sopa -dijo Jean a la niña-. Abre la cama de tu hermano -ordenó a Stan. Los dos salieron corriendo a obedecerla.
Jean había protestado cuando vio que Lynley quería hablar con su hijo.
– Ya basta de conversaciones -dijo, pero él insistió.
Cuando el muchacho se hubo bañado y acostado, Lynley subió la escalera con las ropas empapadas y se quedó al pie de la cama de Jimmy.
– Cuéntame lo que viste aquella noche -dijo.
Barbara, a su lado, notó que sus extremidades temblaban. La chaqueta y los zapatos eran las únicas prendas secas que llevaba, y la adrenalina que hasta el momento le había mantenido en pie empezaba a dar paso al frío. Pidió una manta a Jean, pero Lynley no la utilizó.
– Esta vez, cuéntamelo todo -dijo al chico-. No vas a comprometer a tu madre, Jimmy. Sé que no estuvo allí.
Barbara quiso preguntar a Lynley por qué creía en una simple negativa. Reconoció la confusión de Jean acerca de los gatitos, pero no se decidía a absolverla de su responsabilidad porque actuara como si no supiera nada de los animales. Los asesinos suelen ser maestros del disimulo. No comprendía cómo o por qué Lynley había decidido que Jean Cooper no lo era.