Jimmy les dijo lo que había visto: el coche azul que frenaba en el camino particular, la forma oscura de una mujer de cabellcclaro que entraba en el jardín y se deslizaba en el cobertizo, la misma mujer que entraba en la casa; menos de cinco minutos después, la misma mujer devolvía la llave al cobertizo y se marchaba. Había vigilado la casa durante media hora más. Había ido al cobertizo y cogido la llave.
– ¿Por qué? -preguntó Lynley.
– No lo sé. Solo por hacerlo. Porque tenía ganas.
Sus dedos se cerraron sin fuerza sobre las mantas.
Lynley temblaba tanto que Barbara estaba segura de que el piso vibraba. Quiso insistir en que se cambiara de ropa, se cubriera con la manta, tomara sopa, bebiera un poco de coñac, hiciera algo por cuidarse, pero cuando iba a sugerir que ya habían escuchado bastante por aquella noche (El chico no va a ir a ningún sitio, ¿verdad, señor? Ya volverían mañana si necesitaban hacer más preguntas), Lynley posó ambas manos sobre el pie de la cama y se inclinó hacia el chico.
– Querías a tu padre, ¿verdad? Era la última persona del mundo a la que habrías hecho daño.
La boca de Jimmy se agitó (a causa del tono, su ternura, su mensaje silencioso de comprensión) y sus párpados se cerraron. Parecían púrpuras de fatiga.
– ¿Me ayudarás a encontrar a esa asesina? -preguntó Lynley-. Tú ya la has visto, Jimmy. ¿Me ayudarás a desenmascararla? Tú eres el único que puede.
El muchacho abrió los ojos.
– No llevaba las gafas -dijo-. Pensé… Vi el coche y a ella. Pensé que mamá…
– No será preciso que la identifiques. Bastará con que hagas lo que yo diga. No será agradable. Significará dar tu nombre a los medios de comunicación. Significará dar otro paso adelante, tú y yo. Pero creo que servirá. ¿Me ayudarás?
Jimmy tragó saliva. Asintió en silencio. Volvió la cabeza con un débil movimiento y miró a su madre, sentada en el borde de la cama. Se humedeció los labios con aire cansado.
– Lo vi -murmuró-. Un día lo vi…, cuando me salté las clases.
Brotaron lágrimas lentamente de los ojos de Jean Cooper.
– ¿Qué?
Se había saltado las clases, repitió con voz fatigada. Se había comprado pescado y patatas fritas en el chino a domicilio. Las había comido en un banco de St. James Park. Entonces, había pensado en el Watney de la nevera, que no habría nadie a aquella hora del día, que podía beber la mitad y llenar la botella de agua, o quizá bebería entera y negarlo con descaro si su madre le acusaba. Fue a casa. Entró por atrás, por la puerta de la cocina. Abrió la nevera, destapó la botella de Watney y oyó ruidos arriba.
Subió la escalera. La puerta de su madre estaba cerrada, pero sin llave, escuchó los crujidos y comprendió de pronto qué significaban. Esta es la causa, pensó, y una oleada de rabia le invadió. Por esto se marchó papá. Por esto. Por… esto.
Empujó la puerta con el pie. Primero la vio a ella. Estaba agarrada a la cabecera de latón y lloraba, pero también jadeaba, y estaba bien arqueada, para que el tío se la pudiera tirar a gusto. Y el tío estaba arrodillado entre sus muslos levantados. Desnudo, con la cabeza gacha, el cuerpo reluciente como si estuviera aceitado.
– Nadie -gruñía-.Nadie… nunca.
– Nadie -resolló ella.
– Mía.
Volvió a repetirlo (mía, mía) y aumentó la violencia de sus embestidas hasta alcanzar un ritmo frenético, hasta que ella sollozó, hasta que él se echó hacia atrás, levantó la cabeza y gritó «¡Jeannie! ¡Jean!», y Jimmy vio que era su padre.
Bajó la escalera con sigilo. Dejó el Watney sobre la encimera de la cocina sin beber y se volvió hacia la mesa, donde había un sobre abierto. Introdujo los dedos dentro, sacó los papeles, vio SEÑOR Q. MELVIN ABERCROMBIE escrito en la parte de arriba. Examinó las palabras desconocidas y las frases retorcidas. Cuando leyó la única palabra que importaba, «divorcio», devolvió los papeles al sobre y se marchó de casa.
– Oh, Dios -susurró Jean cuando su hijo terminó-. Yo le quería, Jim. Nunca dejé de quererle. Quería, pero no podía. Confiaba en que volvería a casa si me portaba bien con él. Si era paciente y amable. Si hacía lo que él quería. Si le daba tiempo.
– Daba igual -dijo Jimmy-. No sirvió de nada, ¿verdad?
– Habría servido. Sé que con el tiempo habría servido, porque conocía bien a tu padre. Habría vuelto a casa si…
Jimmy sacudió la cabeza.
– … si no la hubiera conocido. Es la verdad, Jimmy.
El muchacho cerró los ojos.
Gabriella Patten. Ella era la clave. Aunque Barbara deseaba reunir pruebas contra Jean Cooper («No tiene coartada, señor. ¿Estaba en casa con los niños? ¿Dormida? ¿Quién puede demostrarlo? Nadie, y usted lo sabe»), Lynley dirigió sus pensamientos hacia Gabriella Patten. Sin embargo, no le ofreció datos de peso.
– Todo gira en torno a Gabriella -se limitó a decir con voz exhausta mientras conducía hacia el Yard-. Dios. Qué ironía. Terminar donde empezamos.
– Si ese es el caso, vamos a por ella -dijo Barbara-. No necesitamos al chico. Podemos detenerla. Podemos pasarla por la piedra. Ahora no, por supuesto -añadió a toda prisa, mientras Lynley conectaba la calefacción del coche por si atenuaba el frío que le sacudía como a una víctima del paludismo-, pero mañana por la mañana sí. Antes que nada. Sin duda seguirá en Mayfair, retozando con Mollison cuando Claude-Pierre, o como se llame, no le esté poniendo los músculos a tono.
– No vale la pena -contestó Lynley.
– ¿Por qué? Acaba de decir que Gabriella es…
– Interrogar otra vez a Gabriella Patten no nos servirá de nada. Es el crimen perfecto, Barbara.
No añadió más. Barbara protestó.
– ¿Cómo puede ser perfecto? Tenemos a Jimmy. Tenemos un testigo. Vio…
– ¿Qué? -la interrumpió Lynley-. ¿A quién? Un coche azul que confundió con el Cavalier. Una mujer de cabello claro que confundió con su madre. Ningún fiscal acusaría a nadie basándose en ese testimonio. Y ningún jurado del mundo le declararía culpable.
Barbara había querido insistir en sus argumentaciones. Al fin y al cabo, tenían pruebas. Por endebles que fueran, aún tenían pruebas. El Benson y Hedges. Las cerillas utilizadas para armar el artilugio incendiario. Contarían para algo, sin duda. Sin embargo, vio que Lynley estaba agotado. Dedicaba las escasas fuerzas que le quedaban a controlar sus estremecimientos mientras conducía el Bentley por entre el tráfico matutino hasta New Scotland Yard. Cuando frenó al lado del Mini de Barbara en el aparcamiento subterráneo, repitió lo que ya había dicho al superintendente jefe Hillier. Pese a tener las mejores intenciones del mundo, Barbara debía prepararse para el hecho de que tal vez no pudieran concluir satisfactoriamente el caso.
– Incluso con la ayuda del muchacho, será un caso de conciencia -dijo-. Y puede que la conciencia no sea suficiente.
– ¿Para qué? -preguntó Barbara, poseída tanto por la necesidad de discutir como de comprender.
Pero Lynley apenas añadió nada más.
– Ahora no. Necesito un baño y cambiarme de ropa.
Se marchó.
Ahora, en Chalk Farm, mientras liberaba sus pies de los zapatos empapados en el umbral, intentó comprender su comentario sobre la conciencia, pero por más que daba vueltas a los datos y acontecimientos de los últimos días, siempre la guiaban en la misma dirección y no señalaban a nadie que necesitara tener conciencia sobre nada.
Al fin y al cabo, sabían que era un incendio intencionado, y sabían, por tanto, que era un asesinato. Tenían un cigarrillo que podía ser analizado para buscar muestras de saliva. Por más tiempo que tardara la gente de Ardery en terminar los análisis, si el incendiario había depositado suficiente saliva (bien, si Gabriella Patten la había depositado, porque Lynley, al parecer, se había decantado por ella desde el primer momento, en lugar de Jean Cooper), al final de los análisis sabrían algo sobre antigenes ABH, genotipo ABO y relaciones de la reacción Lewis. Siempre que, por supuesto, Gabriella Patten secretara. Si no, volverían a empezar, y deberían confiar en… ¿qué? ¿La conciencia? ¿La conciencia de Gabriella Patten? ¿Qué sentido tenía eso? ¿De veras esperaba Lynley que la mujer se sintiera impulsada a confesar que había asesinado a Kenneth Fleming porque la había dejado? ¿Cuándo lo haría? ¿Entre arrumaco y arrumaco con Guy Mollison, para apartar su mente del rechazo definitivo de Fleming? Mecagüen la leche, pensó Barbara. No era de extrañar que Lynley fuera diciendo que tal vez no podrían cerrar el caso.