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– Joder.

– Estoy de acuerdo. Espero no haber interrumpido nada particularmente interesante.

– No. Iba a ver a mamá. Y ansiaba cenar.

– En lo primero no puedo ayudarla, ya sabe cómo es esto de los turnos. Lo segundo puede solucionarse mediante una rápida excursión a la cantina de oficiales.

– Por fin algo estimulante para el apetito.

– Siempre lo he considerado así. ¿Cuánto tiempo necesita?

– Unos buenos treinta minutos si el tráfico está mal cerca de Tottenham Court Road.

– ¿Y si no? Le guardaré las judías calientes sobre una tostada.

– Fantástico. Me encanta pasar el rato con un verdadero caballero.

Lynley rió y colgó.

Barbara hizo lo mismo. Mañana, pensó. Antes que nada. Mañana iría a Greenford.

Dejó el Mini en el aparcamiento subterráneo de New Scotland Yard, después de mostrar su identificación al agente uniformado que levantó la vista de su revista el tiempo suficiente para bostezar y comprobar que no tenía una visita del IRA. Aparcó junto al Bentley plateado de Lynley, lo más cerca posible, y rió para sus adentros al pensar en cómo se estremecería ante la idea de rayar la puerta de su precioso coche.

Pulsó el botón del ascensor y encendió un cigarrillo. Fumó con la mayor furia posible, para acumular nicotina antes de que se viera obligada a entrar en los dominios de Lynley, libres de humo. Había intentado devolverle al buen camino durante más de un año, al creer que su colaboración sería más ágil si compartían, al menos, un hábito detestable, pero solo había conseguido arrancarle uno o dos gemidos de angustia cuando le tiraba humo a la cara durante sus primeros seis meses de abstinencia. Ya habían pasado dieciséis meses desde que había dejado el tabaco, y empezaba a comportarse como los conversos recientes.

Le encontró en su despacho, vestido con elegancia para su velada romántica abortada con Helen Clyde. Estaba sentado detrás de su escritorio y bebía café. No estaba solo, sin embargo, y al ver a su acompañante, Barbara frunció el entrecejo y se detuvo en el umbral.

Había dos sillas frente a su escritorio, y una mujer sentada en una de ellas. Tenía aspecto juvenil, con largas piernas que no había cruzado. Vestía pantalones color marrón claro y una chaqueta de punto, una blusa color marfil y zapatos bien lustrados, de tacones discretos. Bebía algo de una taza de plástico y contemplaba con seriedad a Lynley mientras este leía un fajo de papeles. Mientras Barbara la examinaba y se preguntaba quién coño era y qué coño estaba haciendo en New Scotland Yard un viernes por la noche, la mujer dejó de beber para apartarse de la mejilla un mechón de pelo ámbar en forma de ala. Fue un gesto sensual que encolerizó a Barbara. Desvió la mirada de forma automática hacia la hilera de archivadores apoyados contra la pared del fondo, para comprobar que Lynley no hubiera quitado subrepticiamente la fotografía de Helen antes de dejar pasar a la señorita Maniquí DeLuxe. La foto seguía en su sitio. Entonces, ¿qué coño estaba pasando?

– Buenas noches -dijo Barbara.

Lynley levantó la vista. La mujer se volvió en su silla. Su rostro no traicionó nada, y Barbara observó que la señorita Maniquí DeLuxe no se tomaba la molestia de inspeccionar su apariencia, como haría otra mujer. Incluso pasó por alto las bambas rojas de Barbara.

– Ah, estupendo -dijo Lynley. Dejó los papeles y se quitó las gafas-. Havers. Por fin.

Barbara vio que sobre el escritorio, ante la silla vacía, había un emparedado envuelto en celofán, un paquete de patatas fritas y una taza con tapadera. Se acercó y cogió el bocadillo, que desenvolvió y olfateó con suspicacia. Levantó el pan. La mezcla parecía paté combinado con espinacas. Olía a pescado. Se estremeció.

– Es lo mejor que pude encontrar -dijo Lynley.

– ¿Tomaina sobre pan integral?

– Con un antídoto de Bovril para disolverla.

– Sus atenciones me están malcriando, señor.

Barbara saludó con un cabeceo a la mujer, destinado a reconocer su presencia y comunicarle, al mismo tiempo, su desaprobación. Una vez ofrecido aquel detalle social, se dejó caer en la silla. Al menos, las patatas eran con sal y vinagre. Abrió la bolsa y empezó a devorarlas.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

Su tono de voz era indiferente, pero la mirada significativa que dirigió a la otra mujer dijo el resto: ¿quién cono es la reina de la belleza y qué coño hace aquí y dónde demonios anda Helen si necesita compañía el mismísimo viernes por la noche cuando tenía la intención de pedirla en matrimonio y ella volvió a negarse y así es como ha logrado consolarse de la decepción perro cabrón?

Lynley recibió el mensaje, empujó la silla hacia atrás y miró a Havers sin pestañear.

– Sargento -dijo al cabo de un momento-, le presento a la inspectora detective Isabelle Ardery, DIC de Maidstone. Ha sido tan amable de traernos algo de información. ¿Puede soslayar especulaciones ajenas por completo al caso y prestar atención a los hechos?

Bajo la pregunta, Barbara leyó la respuesta muda a sus acusaciones mudas: confíe un poquito en mí, por favor.

Barbara se encogió.

– Lo siento, señor -dijo. Se secó la mano en los pantalones y la extendió hacia la inspectora Ardery.

Ardery la estrechó. Miró a ambos, pero no fingió comprender su diálogo. De hecho, no dio muestras de que le interesara. Sus labios se curvaron apenas en dirección a Barbara, pero lo que pasó por una sonrisa no fue más que una fría obligación profesional. Tal vez no era el tipo de Lynley, al fin y al cabo, decidió Barbara.

– ¿Qué tenemos?

Destapó el Bovril y tomó un sorbo.

– Incendio intencionado -contestó Lynley-. Y un cadáver. Inspectora, si pone a mi sargento al corriente…

La inspectora Ardery, en un tono de voz firme y oficial, detalló los hechos: una casa restaurada del siglo XV no lejos de una ciudad llamada Greater Springburn, en Kent, habitada por una mujer, el lechero que efectúa su entrega diaria, el periódico y el correo sin recoger, una mirada por la ventana, una butaca quemada, un rastro de humo mortal en la ventana y la pared, una escalera que había actuado, como en todos los incendios, como una chimenea, un cadáver en el piso de arriba, y por fin, el origen del incendio.

Abrió su bolso, que había dejado en el suelo junto a sus pies. Extrajo un paquete de cigarrillos, una caja de cerillas de madera y una goma elástica. Por un momento, Barbara pensó, muy complacida, que la inspectora iba a encender un cigarrillo, lo cual le proporcionaría una excusa para imitarla, pero en cambio, dejó seis cerillas sobre el escritorio y puso un cigarrillo sobre ellas.

– El pirómano utilizó un artefacto incendiario -dijo Ardery-. Era primitivo, pero muy eficaz. -A unos dos centímetros del extremo del cigarrillo ató una corona de cerillas, con las cabezas hacia arriba. Las sujetó con la goma elástica y sostuvo el resultado en la palma de su mano-. Actúa como un distribuidor de encendido. Cualquiera puede fabricar uno.

Barbara cogió el cigarrillo de la palma de Ardery y lo examinó. La inspectora siguió hablando.

– El pirómano enciende el tabaco y coloca el cigarrillo donde quiere que arda, en este caso encajado entre el almohadón y el brazo de un sillón de orejas.

Se marcha. Al cabo de unos cuatro a siete minutos, el cigarrillo se consume y las cerillas arden. El incendio empieza.

– ¿Cuál es el espacio de tiempo exacto? -preguntó Barbara.

– Cada marca de cigarrillos arde a una velocidad diferente.

– ¿Sabemos la marca?

Lynley había vuelto a calarse las gafas y estaba releyendo el informe.

– De momento no. Mi laboratorio tiene los componentes: el cigarrillo, las cerillas, la goma que las sujetó. Haremos…

– ¿Van a efectuar análisis de saliva y huellas latentes?

La mujer le dedicó otra semisonrisa.

– Como ya supondrá, inspector, tenemos un laboratorio estupendo en Kent, y sabemos utilizarlo. En cuanto a las huellas, es improbable que obtengamos gran cosa. Me temo que, a ese respecto, no vamos a serle de mucha ayuda.